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viernes, 21 de enero de 2011

LA PERVERSIÓN JURÍDICA DEL AMPARO CONSTITUCIONAL EN ESPAÑA

Andrés de la Oliva Santos.

Catedrático de Derecho Procesal.
Universidad Complutense. Madrid


[Publicado en en Actualidad Jurídica Aranzadi, núm. 751, págs. 1-13, mayo de 2008, así como en Justicia y Derecho Tributario. Libro homenaje al Profesor Julio Banacloche Pérez, Madrid, 2008, págs. 377-411.]

SUMARIO. Introducción.- El recurso de amparo en la Constitución Española de 1978.- El recurso de amparo según la LOTC, de 1979.- El derecho al amparo constitucional: naturaleza y presupuestos.- La reforma del amparo por la LO 6/1988.- La situación del TC respecto del recurso de amparo, antes de 2007.- Una propuesta inaceptable y fallida para afrontar la situación del TC.- La perversión desnaturalizadora del amparo del TC por la LO 6/2007; A) El cambio sustancial de función del recurso de amparo; B) El “derecho de amparo” constitucional, vaciado de contenido; C) Inadmisión del amparo pese a la probabilidad de violación de libertades y derechos fundamentales: la violación sin “trascendencia constitucional”.- Casación y recurso de amparo ante el TC: la probable inconstitucionalidad del reformado recurso: epílogo-resumen.- Una posible aplicación de la LO 6/2007, para salvar la sustancia del amparo constitucional.
Introducción
Este trabajo está motivado por la Ley Orgánica (en adelante LO) 6/2007, de 24 de mayo de 2007, que reforma la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional (en adelante, LOTC). Pero el objeto de cuanto sigue no es exponer y analizar la totalidad de la sexta[1] y por ahora última reforma de la LOTC, sino sólo y exclusivamente lo que concierne, en esa reforma, a la sustancia del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional (TC).[2]
Para la más fácil comprensión del cambio relativo a ese recurso, cambio que ya en el título me he adelantado a calificar de perversión jurídica, es oportuno, no sólo en atención a lectores no españoles, sino también para los españoles, exponer un panorama completo de la regulación constitucional e infraconstitucional del recurso de amparo, desde su implantación hasta el momento presente.
La tesis de este trabajo es bien sencilla: el recurso de amparo, que nace en 1978 íntimamente ligado a un derecho constitucional, el derecho a la tutela por el TC de determinados derechos y libertades, se ha pervertido hasta la desnaturalización jurídica en 2007, tras haberse visto, anteriormente, devaluado en su eficacia.
El recurso de amparo en la Constitución Española de 1978
1. En la vigente Constitución Española (CE, en adelante), de 1978, el recurso de amparo aparece en el art. 161, 1, letra b), como uno de los institutos jurídicos de los que el TC es competente: “del recurso de amparo por violación de los derechos y libertades referidos en el artículo 53.2 de esta Constitución, en los casos y formas que la ley establezca.”
Según ese art. 53.2 CE, “cualquier ciudadano podrá recabar la tutela de las libertades y derechos reconocidos en el artículo 14 y la Sección 1ª del Capítulo Segundo ante los Tribunales ordinarios por un procedimiento basado en los principios de preferencia y sumariedad y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Este último recurso será aplicable a la objeción de conciencia reconocida en el artículo 30.”
Así, pues, ciertos derechos y libertades constitucionales son de máximo rango y, por ello, además de otras particularidades jurídicas, están previstos, para su tutela, mecanismos peculiares, supuestamente de especial eficacia: en primer término, una tutela de la jurisdicción ordinaria que ha de ser preferente (respecto de la tutela atribuida a otros derechos) y de singular rapidez (en ese sentido se ha de entender el término “sumariedad”);[3] en segundo lugar y, subsidiariamente, la tutela del Tribunal Constitucional mediante el denominado “recurso de amparo”.
El recurso de amparo ante el TC no procede si no se acudió a la vía de la jurisdicción ordinaria (si estuviese abierta) y si, además, no se agotó el entero recorrido legal de esa vía. Las palabras “en su caso” del art. 53.2 CE significan, por tanto, “en caso de no lograr que la tutela de los aludidos derechos y libertades sea otorgada por los tribunales ordinarios.”
2. Efectuadas cuidadosamente las remisiones contenidas en el art. 53.2 CE, resulta que el recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional español tiene como objeto, según la CE de 1978, tutelar las siguientes libertades y derechos[4]:
1º) La “igualdad ante la ley, con la paralela prohibición de “discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (art. 14 CE).
2º) El derecho a la vida y a la integridad física y moral” y la consecuente prohibición de “ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes.” (art. 15 CE).
3º) “La libertad ideológica, religiosa y de culto de los individuos y las comunidades sin mas limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley.” (art. 16.1 CE).
4º) El derecho a no “declarar sobre su ideología, religión o creencias” (art. 16.2 CE).[5]
5º) El “derecho a la libertad y a la seguridad”, en los términos de los art. 17 CE y concordantes.
6º) El derecho del detenido a no declarar, a ser informado de sus derechos y de las razones de su detención y a ser asistido por un abogado (art. 17.2 CE).
7º) Los derechos al honor, a la intimidad, a la propia imagen y a la inviolabilidad del domicilio, en los términos del art. 18.1 CE.
8º) El derecho al secreto de las comunicaciones (art. 18.2 CE).
9º) La libertad de residencia y de circulación (art. 19 CE).
10º) La libertad de expresión y difusión de pensamientos, ideas, opiniones, la libertad de comunicar y recibir información veraz por cualquier medio, la libertad de producción y de creación literaria, artística, científica y técnica y la libertad de cátedra (art. 20 CE).
11º) Los derechos de reunión y de asociación, en los términos de los arts. 21 y 22 CE, respectivamente.
12º) El derecho de participación en los asuntos públicos y el derecho de acceso a las funciones y cargos públicos (arts. 23 CE y concordantes).
13º) El derecho a obtener la tutela efectiva de los jueces y tribunales y a no padecer indefensión en el ámbito jurisdiccional (art. 24.1 CE)
14º) Los derechos al juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y a la asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público, sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia (art. 24.2 CE).
15º) El derecho a no ser condenado o sancionado sino conforme a la ley (principio de legalidad sancionadora), en los términos de los arts. 25 CE y concordantes.
16º) El derecho a la educación y la libertad de enseñanza, así como el derecho de los padres a que sus hijos reciban la formación religiosa y moral de acuerdo con las convicciones de los padres y la libertad de creación de centros docentes, conforme al art. 27 CE.
17º) La autonomía de las Universidades (art. 27.10 CE).
18º) El derecho o libertad de sindicación, en los términos del art. 28.1 CE.
19º) El derecho de huelga de los trabajadores (art. 28.2 CE).
20º) El derecho de petición (art. 29 CE).
21º) La objeción de conciencia al servicio militar (art. 30 CE).
3. Como puede apreciarse, son muchos y de suma importancia los bienes jurídicos que el recurso de amparo está llamado a tutelar conforme a la CE de 1978. Veremos seguidamente de qué manera se configuraba y podía caracterizarse jurídicamente este instrumento de la justicia constitucional relativo a las libertades y derechos fundamentales que se acaban de enunciar.
El recurso de amparo según la LOTC, de 1979
4. En el texto original de la LOTC, de 3 de octubre de 1979, el ámbito del recurso de amparo se concretaba, no sólo con la referencia a los derechos y libertades de los arts. 14 a 29 y 30 CE (art. 41.1 LOTC), sino indicando también los posibles orígenes o causas de violaciones de esos derechos y libertades. Esos orígenes o causas serían los siguientes:
1º) “Disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho de los poderes públicos del Estado, las Comunidades Autónomas y demás entes públicos de carácter territorial, corporativo o institucional, así como de sus funcionarios o agentes” (art. 41.2 LOTC). Algo redundantemente, también “las disposiciones, actos jurídicos o simple vía de hecho del Gobierno o de sus autoridades o funcionarios, o de los órganos ejecutivos colegiados de las Comunidades Autónomas o de sus autoridades o funcionarios o agentes” (art. 43.1 LOTC).
2º) “Decisiones o actos sin valor de Ley, emanados de las Cortes o de cualquiera de sus órganos, o de las Asambleas legislativas de las Comunidades Autónomas, o de sus órganos” (art. 42 LOTC).
3º) Actos y omisiones de órganos judiciales, siempre que se cumpliesen, entre otros requisitos comunes a todos los casos amparables, estos dos: a) que la violación de libertades y derechos fundamentales “sea imputable de modo inmediato y directo a una acción u omisión del órgano judicial con independencia de los hechos que dieron lugar al proceso en que aquellas se produjeron”; b) “que se haya invocado formalmente en el proceso el derecho constitucional vulnerado, tan pronto como, una vez conocida la violación, hubiere lugar para ello.” (art. 44 LOTC).
4º) Otras actuaciones atribuibles a diversos sujetos jurídicos. Aunque la LOTC no lo exprese como en los casos anteriores, hay numerosos derechos y libertades amparables ante el TC que pueden ser violados o menoscabados por personas físicas y jurídicas. Entre éstas últimas, la violación puede ser protagonizada tanto por personas jurídicas de Derecho Público (fundaciones públicas, colegios profesionales, etc.) o de Derecho Privado (sociedades civiles o mercantiles, asociaciones, etc.).
El derecho al amparo constitucional: naturaleza y presupuestos
5. Ante una pretendida violación de libertades o derechos fundamentales comprendidos entre los enunciados en los arts. 14 a 30 CE, el sujeto pasivo, conforme a la CE y a la LOTC en su redacción originaria, tiene derecho —un genuino derecho— a pedir y obtener tutela de los tribunales de la jurisdicción ordinaria. Pero, si considera que tal tutela no le ha sido proporcionada en ese ámbito jurisdiccional ordinario, tiene también un auténtico derecho subjetivo al amparo del TC. Que el sujeto pasivo aludido es titular de un derecho al amparo del TC se desprende con claridad meridiana del texto y del sentido del art. 53.2 CE. Porque el derecho subjetivo no es otra cosa que un poder jurídico y el art. 53.2 CE afirma que se “podrá recabar la tutela” de aquellas libertades y derechos y el modo de recabar esa tutela ante el TC es, conforme al mismo art. 53.2 CE, el recurso de amparo.
A esto hay que añadir, desde luego, que no cabe hallar en el espíritu de la Norma Fundamental elemento alguno que permita concebir ese poder jurídico o derecho subjetivo como un poder o derecho de simple “acceso” al TC o, lo que es igual, como un poder o derecho meramente de petición, que se vería satisfecho con cualquier respuesta por parte del TC. Es innegable que el art. 53.2 CE, que primero prevé la tutela de ciertas libertades y derechos por los tribunales ordinarios y, subsidiariamente, por el TC, no dispone que los primeros otorguen más tutela y menos el TC ni atribuye más poder del “ciudadano” frente a los tribunales ordinarios y menos poder respecto del TC. Así que, pese a la diferencia de la letra del art. 24.1 sobre la tutela judicial (derecho “a obtener”) y la del art. 53.2 CE (poder “recabar”),[6] el poder de recabar tutela del TC para los derechos fundamentales y para ciertas libertades ha de entenderse como el derecho a una sentencia sobre el fondo, siempre que, claro está, concurran ciertos presupuestos y en ausencia de determinados óbices.
Quede, pues, claramente sentado que la Constitución de 1978 confiere a “cualquier ciudadano” (y, en rigor, también a los no ciudadanos españoles, en ciertos casos) un derecho subjetivo al recurso de amparo, como vehículo del derecho a una tutela judicial específica, que es la del TC. Es un derecho subjetivo público, porque constituye un poder frente al Estado, en el que se integra el TC.

sábado, 8 de enero de 2011

PRESUNCIÓN DE INOCENCIA, PRUEBA DE CARGO Y SENTENCIA DE CONFORMIDAD

[Publicado en Prueba y proceso penal, Valencia, 2008, págs. 67-74, y también en Revista de Derecho Procesal, 2007, págs. 701-708, así como en Derecho y Proceso. Rev. electrónica del Dpto. de Derecho Procesal de la Universidad Complutense].

PRESUNCIÓN DE INOCENCIA, PRUEBA DE CARGO Y SENTENCIA DE CONFORMIDAD*
[Publicado en Prueba y proceso penal, Valencia, 2008, págs. 67-74, y también en Revista de Derecho Procesal, 2007, págs. 701-708, así como en Derecho y Proceso. Rev. electrónica del Dpto. de Derecho Procesal de la Universidad Complutense].

Andrés de la Oliva Santos. Catedrático de Derecho Procesal.
Universidad Complutense. Madrid.
I.— El estado de la cuestión: una incoherencia grave.
Como es sabido, la presunción de inocencia, que no es una verdadera presunción,[1] guarda íntima relación con la posible sentencia penal condenatoria. Porque esta sentencia destruye la presunción de inocencia y, a su vez, esa destrucción es inadmisible si se lleva a cabo de cualquier modo. Con otras palabras; para no violar el derecho fundamental (art. 24.2 CE) a que sea efectiva esa "presunción", la sentencia condenatoria no puede dictarse tras cualquier itinerario de formación interna y con cualesquiera presupuestos. Aquí voy a ocuparme de dos asuntos concernientes a la sentencia condenatoria y a las bases que se vienen considerando necesarias para destruir lícitamente la presunción de inocencia. Esos asuntos son los siguientes: primero, la conformidad de las partes; segundo, la existencia de prueba de cargo.

Son muy numerosos los preceptos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (en adelante, LECrim) relativos a la conformidad, tanto en el proceso penal que aún podemos denominar ordinario (arts. 655 y 688-694, aunque éstos últimos traten de la confesión), como en el llamado “procedimiento abreviado” (art. 784.2 y 3 y art. 787), en el “procedimiento para el enjuiciamiento rápido de determinados delitos” (art. 801, además de los preceptos ya citados) o en el  “procedimiento para las causas ante el Tribunal del Jurado” conforme a la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado (en adelante, LOTJ) (art. 50).  Para no complicar esta exposición con prolijidades que la harían muy tediosa y que son innecesarias para lo que se desea plantear, he escogido como patrón la regulación de la conformidad en el proceso con Jurado.

Ante una conformidad de las partes determinante de una sentencia condenatoria (art. 50.1 LOTJ), nada se expone ni se motiva en la Exposición de Motivos de la LOTJ. Sin embargo, esa misma E. de M. presenta como un auténtico axioma que la sentencia condenatoria destruye la presun­ción de inocencia y que tal destrucción sólo procede por prueba de cargo lícita y regular.[2]

Claro es que el silencio explicativo no se produce sólo en la E. de M. de la LOTJ. Afecta a otros cientos de textos, legales o no, en los que, no sólo se admite sin reservas la conformidad determinante de sentencia condenatoria, sino que se propicia o se defiende el denominado "principio de consenso", mientras, a la vez, la presunción de inocencia, la prueba y la sentencia condenatoria se construyen con el indicado carácter axiomático. Pero esta contradicción y la ausencia siquiera del intento de explicarla no se pueden dejar de poner de manifiesto aquí, por extendidas que estén.[3]

Prevé el apartado 2 del art. 50 LOTJ que, de recaer conformidad, "el Magistrado-Presidente dictará la sentencia que corresponda, atendidos los hechos admitidos por las partes, pero, si entendiese que existen motivos bastantes para estimar que el hecho justiciable no ha sido perpetrado o que no lo fue por el acusado, no disolverá el Jurado y mandará seguir el juicio."
Este precepto, cuya buena intención no ofrece duda, en absoluto restaura la vigencia del "dogma" o axioma según el cual sólo mediante una prueba de cargo regular y lícita cabe destruir la presunción de inocencia y abrir la puerta a una sentencia condenatoria. Porque el presupuesto para no disolver el jurado, proseguir el juicio y estar, en suma, a lo que resulte de su desarrollo, es el convencimiento de la denominada inexistencia objetiva o subjetiva del hecho.
Así, pues, aunque se entienda que la conformidad del art. 50 LOTJ ha de producirse tras la práctica de la prueba, no se trata de que la apreciación de la prueba por el Magistrado-Presidente prevalezca sobre la conformidad en todo caso en que esa apreciación conduzca a estimar no destruida la presunción de inocencia. Lo que se exige en el apartado 2 del art. 50 LOTJ para no disolver el Jurado es que el Magistrado-Presidente llegue a una certeza negativa. Y todos sabemos que para que se deba mantener la presunción de inocencia basta la duda sobre la culpabilidad. Entre esa duda y la certeza negativa del hecho o de la participación del acusado hay un amplio margen. Dentro de ese margen, la conformidad, que conduce a la condena, prevalece sobre el resultado de la apreciación de las prue­bas, que tal vez debería determinar la absolución.
La LOTJ afirma claramente que, en caso de conformi­dad dentro de los límites legales, el Jurado no será disuelto y el Magistrado-Presidente "dictará la sentencia que corresponda, atendidos los hechos admitidos por las partes". Volveremos sobre las palabras especialmente señaladas mediante cursiva, pero es indudable que, conforme al precepto citado, caben sentencias de condena no fundadas en la valoración de pruebas de cargo, porque hasta ahora, cualquiera que sea la posición que se mantenga sobre la naturaleza jurídica de la conformidad, la "admisión de hechos" no ha sido considerada como prueba.
Pese al silencio existente ante las señaladas incoherencias, no es gratuito insistir en que ciertas "modas" prevalecen sobre el rigor lógico y la coherencia. Y no es éste un fenómeno de compromiso con el progreso. Porque el progreso verdadero entraña, entre otras cosas, no cesar de interrogarse, a fondo, sobre dogmas y axiomas.
No vamos a defender aquí, sin más y directamente, que la conformidad determinante de sentencias de condena constituya una violación del derecho fundamental a la presunción de inocencia cuando no se ha practicado prueba de cargo o cuando se prescinde de ella. Pero es obligado poner de relieve la incoherencia de admitir una sentencia penal condenatoria, que se funde, pura y simplemente, en la conformidad entre acusado y acusador si se presta adhesión incondicional a estos postulados, ya enunciados al comienzo de esta exposición:
1º) que la sentencia condenatoria no puede recaer sin destrucción de la presunción de inocencia; y
2º) que la presunción de inocencia sólo puede ser destruida mediante prueba de cargo.
A nuestro entender, no es siempre y necesariamente injusto que la conformidad con la calificación acusatoria determine una sentencia de condena. Pero si esa conformidad se produce antes de la práctica de la prueba, sin prueba o sin prueba de cargo, la sentencia condenatoria, destructora de la presunción de inocencia, sería el resultado de una suerte de negocio jurídico. Y esto sí que parece contrario al derecho fundamental a la presunción de inocencia, tal como viene caracterizándose. Habría pues, que abordar una alternativa: o revisar algo esencial en la actual doctrina sobre la presunción de inocencia o revisar profundamente el planteamiento de las sentencias condenatorias en razón de la conformidad.
En conversaciones con colegas a propósito de esta situación, alguno ha apuntado que sería preciso reconocer la  irrelevancia de la presunción de inocencia en todos los casos de sentencias penales determinadas por la conformidad de las partes. A mi parecer, no sería ésta una superación satisfactoria de la aporía que nos ocupa, porque el buen sentido, la lógica jurídica y las disposiciones constitucionales no armonizan mínimamente con la posibilidad legal de sentencias en que se declare la responsabilidad penal y se imponga una pena al margen de la inocencia o la culpabilidad, que es lo que, a la postre se daría a entender. Tampoco el buen sentido y la lógica jurídica hablan en favor de un sistema penal en que un negocio jurídico-procesal como el de la conformidad, enteramente al margen de la certeza procesal sobre hechos máximamente reprochables, destruya la presunción de inocencia.
Por otra parte, no resulta desatinada o suficientemente imperfecta la regla de que la presunción de inocencia sólo se destruye mediante la certeza sobre aquellos hechos penalmente reprobables y, por tanto, con prueba de cargo incriminatoria. No cabe, por tanto, abandonar sin más esa regla.
Así, pues, se hace preciso reconsiderar el fundamento y el contenido de la conformidad, para que determine la sentencia condenatoria sin prescindir de la presunción de inocencia y sin vulnerarla.
En esta línea se mueve la propuesta que seguidamente se formula.
II.— La sentencia condenatoria en virtud de conformidad: del negocio jurídico-procesal a la prueba de cargo.
No hay retorcimiento de la realidad si se piensa que la conformidad del acusado con la acusación lleva implícita una aceptación por aquél de los hechos en que la acusación se funda. Lo que sugerimos es, en síntesis, que se explicite esa aceptación como confesión propiamente dicha, de suerte que se pueda entender que la sentencia de condena está fundada en prueba de cargo.
Ya vimos cómo, de modo expreso, el art. 50.2 LOTJ indica que la conformidad implica aceptar como ciertos los hechos en que la acusación se basa. Lo que ese precepto legal presenta como hechos admitidos habría de transformarse en hechos confesados, es decir, en confesión y en confesión prestada ante el tribunal sentenciador. Este extremo resulta decisivo para considerar practicada una genuina prueba. Por tanto, aunque la defensa estuviese dispuesta a conformarse con la acusación, antes de comenzar la fase de juicio oral, un breve juicio habría de celebrarse. Pensamos que no entrañaría dificultad que los tribunales sentenciadores celebrasen esos breves juicios, que, en la mayoría de los casos, podrían preverse con antelación. Tendríamos, así, una prueba de cargo como base de la condena y de la destrucción de la presunción de inocencia. Habríamos recuperado la coherencia axiológico-jurídica del sistema procesal penal.
Son necesarias, empero, para terminar esta propuesta, algunas consideraciones sobre el fundamento racional y empírico de esta expresa reconducción de la conformidad, sin negarla, a la prueba de confesión. Porque no se trata de llevar a cabo una artificiosa transformación de la realidad procesal a fin de eliminar, a toda costa, una grave incoherencia dogmática, con trascendencia constitucional. La transformación que proponemos no carece de fundamento racional.
Cierto es que la confesión en el proceso penal no goza de simpatías doctrinales. Se recuerda que el art. 406 LECrim, intacto desde 1882, establece que “la confesión del procesado no dispensará al Juez de instrucción de practicar todas las diligencias necesarias a fin de adquirir el convencimiento de la verdad de la confesión y de la existencia del delito.” Con toda razón, no ha dejado de alabarse esta norma. Pero, si bien se mira, el art. 406 LECrim en absoluto prohíbe ni desaconseja la confesión prestada en juicio. Lo que prohíbe es que una confesión de culpabilidad en la fase de instrucción determine, por sí sola, la clausura de esa fase sin ulteriores investigaciones. La LECrim, también desde 1882, prevé la confesión en juicio como prueba (arts. 688 y ss.) y, además, como prueba determinante de la condena si los delitos no son de especial gravedad (cfr. arts. 694 y 655). No es arriesgado afirmar que, justamente porque una confesión temprana en la instrucción no la detiene, sino que la ley ordena proseguirla, está más justificado admitir y otorgar suma relevancia a la posterior confesión en juicio, con ciertas condiciones (p. ej., la del art. 699 LECrim, acerca de la constancia del cuerpo del delito). En todo caso, la confesión en juicio determina, respecto de ciertos delitos menos graves, la sentencia condenatoria, sin necesidad de que el juicio prosiga.
Se debe señalar que estas disposiciones legales son históricamente anteriores a construcciones legislativas relativamente recientes e inspiradas, más que en la ortodoxia dogmático-jurídica, en el pragmatismo de procurar respuestas judiciales rápidas a la denominada “criminalidad de bagatela”. Esas disposiciones legales son, asimismo, contemporáneas de la desconfianza clásica hacia la confesión en el proceso penal. Lo que sucede es que ni en esos tiempos ni ahora resultaba y resulta razonable llevar esa desconfianza demasiado lejos.
Como es sabido, en los procesos en que no está presente un interés público de intensidad predominante sobre intereses de sujetos jurídicos concretos (la inmensa mayoría de los procesos civiles), la admisión de hechos y la confesión de hechos perjudiciales y personales conducen, con ciertas cautelas, a tener esos hechos como ciertos.
Contra un tópico jurídicamente poco culto, no se trata de que en los aludidos procesos baste con una verdad formal, frente a la llamada verdad material, que se perseguiría a toda costa en los procesos penales y en otros marcados por el predominio de un interés público. De lo que se trata es de que la fijación de la certeza procesal sigue distintos caminos o métodos conforme a lo que la experiencia muestra razonable en función de la naturaleza distinta de los hechos y su diversa relevancia jurídica. La experiencia repetida, formulada en reglas (cabalmente, en máximas de la experiencia), enseña que, cuando está en juego el patrimonio, los hechos que judicialmente se admiten como ciertos suelen serlo, porque quien los admite y los ha protagonizado lo hace porque no le cabe negarlos, sabedor y persuadido de que, al ser ciertos, el esfuerzo de negarlos sería inútil.[4] También hay máximas de la experiencia que, cuando se trata de asuntos penales, señalan una dirección inversa: la experiencia indica que no es infrecuente el fenómeno de personas que se autoinculpan penalmente por muy diferentes motivos: afán de notoriedad y otros impulsos psico-patológicos, beneficio de otras personas, etc. Sin embargo, estas reglas empíricas, reconocidas como válidas en 1882 y hoy mismo, conducen, ahora como entonces, a que la policía y el Juez de instrucción, ante cualquier confesión, no den por finalizadas sus investigaciones, sino que las prosigan y, en concreto, investiguen las tempranas confesiones de culpabilidad penal. Esas máximas de la experiencia no conducen, en cambio, ni deben conducir, a privar de todo valor a la confesión, cuando de delitos menores se trata y cuando, por añadidura, hay, tras la investigación preliminar, otros elementos incriminatorios (p. ej., los procedentes de la detención in flagranti).
Ante hechos criminales de suma gravedad (asesinatos, por ejemplo), una máxima de la experiencia enseña que tampoco en la fase de juicio es enteramente fiable la confesión. Por tanto, la prudencia del legislador desaconseja que, en esos casos, la confesión sea prueba legalmente determinante de una sentencia condenatoria. Pero si el objeto del proceso penal son hechos de menor relevancia, no gravísimos ni graves, está justificada, racional y empíricamente, la confesión como prueba legal determinante de la condena.
Sentado todo lo anterior, estamos en condiciones de reiterar, perfilada, la propuesta de anudar siempre a la conformidad[5] de la defensa con la acusación, respecto de delitos menores, una confesión sobre los hechos que fundamenten esa acusación. La confesión se habría de prestar en juicio y el tribunal dictaría sentencia condenatoria no sólo porque, directamente, así lo dispusiese la ley procesal, sino porque ésta atribuyese a tal confesión —de forma expresa, y no con la oscuridad de los actuales arts. 688 y ss. LECrim— el carácter de prueba de valoración legal, determinante de la condena.
Estoy convencido de que examinar a fondo propuestas como la presente es un camino mejor para la realidad de la Justicia penal, no ya que la inercia o la pereza, sino también que la tendencia a despreocuparse de la solidez dogmático-jurídica del proceso penal en relación con delitos menos graves, como si los buenos principios jurídicos hubiesen de conservarse y observarse, sí, pero sólo para los procesos por delitos graves, dejando en manos de “soluciones” puramente pragmáticas, a golpe de ocurrencias, una gran masa de procesos “menores”, aquéllos en que se sustancia la “delincuencia de bagatela”. No me cabe duda de que una tal esquizofrenia de la Justicia penal, carente de un único sistema procesal, dista mucho de ser un defecto exclusivamente intelectual: tiene, tendría, un precio real muy elevado.



*Ponencia presentada al Congreso Internacional sobre problemas modernos y actuales de la prueba penal, organizado por la Universidad Jaume I (Castellón de la Plana), el día 24 de octubre de 2006.
[1] Cfr. VEGAS TORRES, J. Presunción de inocencia y prueba en el proceso penal, Madrid, 1993, pág. 13. Ésta es, en mi opinión, y sin pretender desmerecimiento de otros trabajos, la mejor monografía en lengua española sobre presunción de inocencia.
[2] La jurisprudencia del TS en ese sentido es abrumadora en su cantidad e insistencia. V., p. ej., desde las recientes SSTC 35 y 48/2006, ambas de 13 de febrero, hacia atrás, hasta el ATC 198/1982, de 2 de junio y las SSTC 107 y 124/1983, de 29 de noviembre y  21 de diciembre, respectivamente, pasando por la STC 189/1998, de 28 de septiembre.
[3] DE DIEGO DÍEZ, en La conformidad del acusado, Valencia, 1997, págs. 195-201, afronta la cuestión que nos ocupa y sostiene que la presunción de inocencia no es conculcada por la conformidad si ésta se entiende como acto de disposición del acusado respecto de su derecho de defensa. El citado autor considera disponible este derecho ¾en concreto, renunciable¾ y también estima renunciable el mismo derecho fundamental a la presunción de inocencia, una vez que se haya formulado la imputación “o, en su caso, el acta de acusación”. Por su parte, BUTRÓN BALIÑA, en La conformidad del acusado en el proceso penal, Madrid, 1998, págs. 197-204 y, en especial, 201-204, afirma, con alguna apoyatura jurisprudencial, que la conformidad no viola la presunción de inocencia y que ésta entraña un derecho renunciable.
[4] Dicho sea esto sin perjuicio de que, en los procesos aludidos, regidos por el principio dispositivo, se puede defender la existencia de un poder de disposición sobre los hechos, de manera análoga al poder de disposición sobre los propios derechos.
[5] Hablamos de “anudar” a la conformidad la confesión, porque, como ya antes se dejó apuntado, no proponemos aquí ni que la conformidad actual sea una confesión ni que la conformidad desaparezca y se convierta en confesión. Lo que proponemos es mantener la conformidad, porque la hay y no es perversa ni absurda en sí misma (aunque a veces, puedan darse fenómenos perversos, como las coacciones), pero completándola con la confesión y legitimando la sentencia condenatoria.