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lunes, 18 de junio de 2012

Gobierno del Poder Judicial y valor de la jurisprudencia: un intento de dos cambios sustanciales



(Publicado en Tribunales de Justicia, nº 10, octubre 2002, sección “Opinión”, págs. 1-18. Los textos en azul son comentarios o resúmenes elaborados por la redacción de la Revista)





Gobierno del Poder Judicial y valor de la jurisprudencia: un intento de dos cambios sustanciales

 


Andrés de la Oliva Santos


Catedrático de Derecho Procesal

de la Universidad Complutense



El autor realiza un análisis crítico de dos modificaciones de gran calado contenidas en un borrador de la LOPJ difundido recientemente: un cambio en el estatuto de los Vocales del CGPJ y en las funciones de sus órganos internos; y el otorgamiento de fuerza vinculante a la jurisprudencia del TS.



I. Un «Borrador» de nueva Ley Orgánica del Poder Judicial



En los meses de junio y julio, proliferaron las noticias acerca de un Borrador de una nueva Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), que, entre otras muchas innovaciones, contiene dos capaces de hacer hablar al mudo (precisamente ésa era mi situación: la de mudo voluntario sobre la mayoría de los asuntos públicos, por motivos que quizá en otro momento convendrá explicar, porque no son personalísimos, sino concernientes al clima de falta de aprecio a la libertad y al Derecho genuino, máxima garantía social de la libertad).



Ahora, en el obligado trance de escribir estas páginas, un trance que no es agradable, apelo expresamente, no sólo al amor a la libertad (que es falso cuando no se quiere la libertad ajena), sino también a los mínimos de buen sentido y de tolerancia que requiere la democracia para no verse falseada y corrompida. Aquí no hay ataque a personas ni a instituciones, sino puro ejercicio de libertad en defensa de lo que, legítimamente, considero preferible para nuestro país. Lamentaría mucho que se sintiesen personal o institucionalmente agredidos los autores del Borrador o sus promotores y defensores. Lo digo porque, en algunas ocasiones parecidas a ésta, ya he contemplado —y, lo que es peor, he hecho padecer, sin yo saberlo, a otros—, reacciones destempladas de unos pocos, que, a buen seguro, verbalmente son entusiastas paladines de las libertades de pensamiento y de expresión y, más en concreto, verbalmente aceptan y defienden la crítica a la acción de gobierno y a las resoluciones judiciales.



Pero entremos en materia. El llamado Borrador —del que han circulado al menos dos versiones, entregadas a varias personas por autoridades ministeriales— pretende, entre otras innovaciones, estas dos:



1.ª) Una sustancial modificación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), legalmente el supremo «órgano de gobierno» de dicho Poder;



2.ª) Atribuir fuerza legalmente vinculante a la interpretación de las normas por el Tribunal Supremo, lo que afectaría a nuestro sistema de fuentes del Derecho y, en definitiva, a nuestro sistema jurídico.



No me propongo tratar exhaustivamente estos dos asuntos —el segundo, de enorme amplitud—, sino sólo dar cuenta cabal de lo que el Borrador proyecta, con la información, el análisis y las observaciones indispensables. Y como no se trata de un debate sobre «modelos» —de «gobierno del Poder Judicial» o de sistemas jurídicos—, sino de un determinado proyecto de reforma legislativa, no me limitaré a consideraciones de ortodoxia constitucional o de doctrina y técnica jurídicas. Algo diré también —en parte, de inmediato— sobre elementos de otra índole. Los proyectos de cambio legislativo no son ucrónicos ni utópicos, sino históricos: se inscriben en precisos espacios territoriales, temporales y, en suma, culturales, de modo que importan algunos datos y circunstancias históricas.



II. Sustancia y circunstancia del Borrador: la «circunstancia»




Bien se puede considerar que el texto es la sustancia del referido Borrador. Pero éste tiene también una circunstancia, con elementos concretos, que deben ser expuestos y analizados, porque en absoluto carecen de relevancia, sino que, por el contrario, resultan, si se me permite el juego de palabras, muy sustanciosos.



1. La comisión oficiosa elaboradora del Borrador



El primero de esos elementos circunstanciales consiste en que los Borradores proceden de una comisión no oficial, pero auspiciada por el Ministerio de Justicia (siendo su titular el Sr. Acebes) y presidida por el actual Presidente de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, el Sr. Rodríguez García.



Que la comisión sea oficiosa o informal, aunque se le haya encargado una tarea de tanta envergadura, quizá se explique por el régimen legal de incompatibilidades de los Magistrados del Alto Tribunal. Ese régimen legal no permite la integración de tales Magistrados en activo en la Comisión General de Codificación, órgano asesor del repetido Ministerio. Y, en todo caso y aunque no hubiera ley, el buen sentido jurídico y constitucional desaconseja que Magistrados que ejercen jurisdicción asesoren a miembros del Gobierno (en especial, si corresponde precisamente a esos Magistrados el control jurisdiccional de las disposiciones y actos del Gobierno).



Por mucha que sea la informalidad de la comisión, lo cierto es que ha existido y actuado y que el tan citado Ministerio ha difundido, aunque muy restringidamente, las dos versiones del Borrador (1). Así que, en definitiva, resulta poco discutible la infracción del espíritu de la ley y de la Constitución en la base de esta iniciativa, lo que constituye un pésimo principio y resulta tanto más extraño por ser los protagonistas quienes son. Si no hay escándalo no será por falta de motivo o causa, sino por una lamentable carencia de sensibilidad y por acostumbramiento, igualmente lamentable, a sucesos similares.



2. La ausencia de base política y doctrinal del Borrador



El segundo elemento o dato circunstancial del Borrador es que los dos referidos cambios proyectados en la LOPJ no se encuentran previstos en el programa electoral de ningún partido conocido ni en documento programático de ningún Colegio o asociación profesional ni en el llamado Pacto de Estado para la reforma de la Justicia.



Tampoco ninguno de los dos cambios a que me ciño aquí ha sido reclamado por sectores doctrinales del Derecho ni por autores aislados, más o menos prestigiosos.



Así, pues, además de no responder a clamor doctrinal alguno, mayor o menor, el Borrador carece de base política conocida.



Esta consideración carecería de sentido (y, a fortiori, de sentido peyorativo), si el Borrador fuese una iniciativa privada, perfectamente legítima. Pero la ausencia de base política resulta relevante a causa de dos factores. Primero, que la prensa y varios destacados personajes judiciales vinculan el Borrador con el Ministerio de Justicia, sin contradicción ni rectificación alguna. El segundo elemento o factor que atribuye relevancia a la ausencia de una conocida base política del Borrador es el hecho de que, por lo que se sabe, en su elaboración ha sido predominante la intervención de Magistrados del Tribunal Supremo.



En efecto: al tiempo de redactar estas páginas, es conocido que la «comisión oficiosa» estaba presidida por el Excmo. Sr. D. Ángel Rodríguez García, Magistrado del Tribunal Supremo (TS) y Presidente de su Sala de lo Contencioso-Administrativo (2). Y sabemos también que han defendido públicamente el Borrador los Excmos. Sres. D. Ramón Trillo Torres y D. Francisco J. Hernando Santiago (3) (los cito por el orden de sus intervenciones públicas). El primero es Magistrado del TS, Sala de lo Contencioso-Administrativo y el segundo es el actual Presidente del TS y del CGPJ, también Magistrado de la Sala lo Contencioso-Administrativo del Alto Tribunal.



Concretamente, el Presidente del TS y del CGPJ afirma que «un borrador de anteproyecto para la posible reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial» (…) «ha sido confeccionado por un grupo de expertos designados al efecto por el Ministerio de Justicia» y que «aquel documento (por demás meritorio y al que han dedicado sus esfuerzos profesionales del máximo nivel) (4) no ha sido aún [nótese: «aún»] hecho propio por el Ministerio de Justicia». Y prosigue Hernando Santiago: «Tampoco ha sido objeto de negociación con los partidos políticos, sindicatos o Comunidades Autónomas, extremo éste por demás trascendente ya que toda reforma de esta área debe buscar los niveles de consenso alcanzados por el Pacto de Estado de Reforma de la Justicia. Por último, no se ha debatido, para la aportación de sugerencias de mejora, con la Carrera Judicial, sus asociaciones o cualquiera de los cualificadísimos profesionales del Derecho que trabajan día a día en nuestra nación.»



Hernando Santiago culmina estos párrafos con las siguientes palabras orientadoras: «creo por ello innecesario decir —por evidente a tenor de lo expuesto— que a partir de ahora se han de empezar a quemar, sin prisas pero sin pausas, todas aquellas etapas de reflexión, concertación y consenso con el fin de lograr entre todos un texto de Ley Orgánica del Poder Judicial riguroso, moderno y que tenga vocación de perdurabilidad.»



Así, pues, ocurre que, cuando escribo, ya entrado el mes de agosto de 2002, no ya la mayor, sino la única información detallada ofrecida públicamente sobre la iniciativa del Borrador de nueva LOPJ, cuyo impulso es atribuido al Ejecutivo —a un Departamento ministerial, en concreto—, ha sido suministrada, con pormenores sobre su situación y, lo que es aún más llamativo, con expresión de propósitos acerca de su ulterior desarrollo (ritmo, etapas «a quemar», etc.), no por algún órgano del Ejecutivo, sino por quien preside el Poder Judicial.



Ni que decir tiene que el Presidente del TS y del CGPJ puede, sin escándalo de nadie, tener conocimiento de todo lo que comunica y ha quedado transcrito: una cosa es la separación de poderes y otra, la ausencia de comunicación entre ellos. Y resulta preferible la comunicación y las buenas relaciones —cada cual «en su sitio», eso sí— que la tirantez y la hostilidad sistemáticas. Parece evidente que el Presidente del TS y del CGPJ conoce bien el impulso del Borrador, sus protagonistas, el futuro trabajo y otros pormenores. Y no hay que dudar de que la sencillez y el acertado convencimiento de la inexistencia de secreto han inspirado las palabras de Hernando Santiago. Con todo, no deja de resultar chocante que, en medio del silencio del Ejecutivo, sea el máximo representante del Poder Judicial quien informe de un trabajo pasado y del previsible futuro, cuando aquél ha sido promovido por el Ejecutivo y cuando a éste corresponde la iniciativa legislativa, de la que carecen legalmente (y conviene que la realidad se ajuste a la legalidad) los Jueces y los Magistrados, cualesquiera que sean su categoría y cargos judiciales.



Todo esto guarda relación con algunas consideraciones, no técnico-jurídicas, que formularé más adelante.



III. La «sustancia» del Borrador




En cuanto a la sustancia del Borrador, circunscrita a los dos cambios ya indicados, cabe adelantar un rasgo común: no ser conformes a la Constitución, rasgo éste que, como se verá, poca duda puede ofrecer si la Norma Fundamental es interpretada según las normas de la hermenéutica. Pero comenzaré por describir la innovación relativa al CGPJ.




A) El cambio en el Consejo General del Poder Judicial




1. La «miniaturización» del CGPJ



Según el Borrador, los órganos del Consejo serían el Presidente, la Comisión Permanente y el Pleno, con un aumento de las competencias de los dos primeros. La Comisión Permanente pasaría a estar compuesta, no por cinco, sino por seis miembros (el Presidente y cinco Vocales), que cambiarían periódicamente. Y los Vocales a los que no les correspondiese integrar la Comisión Permanente podrían ejercer su profesión (de Jueces o Magistrados, de Abogados, Fiscales, Secretarios Judiciales, etc.), aunque se prescribiría (¡faltaría más!) la preferencia del deber de asistir a los Plenos.



A favor de estas novedades se han aducido, que sepamos, dos argumentos: el primero, que seis personas son suficientes para desempeñar las funciones «ordinarias» del Consejo o, con otras palabras, que el Consejo tiene un «tamaño» excesivo. El segundo, que el ejercicio de sus correspondientes profesiones jurídicas por la mayoría de los Vocales puede resultar saludable, a distintos efectos, entre los que se ha mencionado, respecto de los que han de ser Jueces y Magistrados, frenar el deseo de ser Vocales basado en carecer de trabajo judicial («no poner sentencias», dicen) durante cinco años.



Estoy de acuerdo con la apreciación de que el «tamaño» del Consejo puede ser excesivo: así lo dije públicamente hace ya bastantes años. Pero una cosa es esa apreciación y otra, muy distinta, poner manos a la obra legislativa de una «miniaturización» del CGPJ, que pretende burlar la norma constitucional. En la ocasión aludida, expresamente consideraba necesaria una reforma constitucional para ese cambio de «tamaño». Y es necesaria tal reforma porque, hoy, conforme al art. 122.3 CE, el Consejo está formado por al menos 20 Vocales y esta norma constitucional no carece de un contenido concreto y de un sentido cierto, de manera que pueda ser burlada mediante un «ingenioso» expediente.



Estoy de acuerdo con la apreciación de que el «tamaño» del Consejo puede ser excesivo: así lo dije públicamente hace ya bastantes años (cfr. Acerca del Consejo General del Poder Judicial, en Revista de Derecho Procesal, 1994, núm. 2, págs. 306-307). Pero una cosa es esa apreciación y otra, muy distinta, poner manos a la obra legislativa de una «miniaturización» del CGPJ, que pretende burlar la norma constitucional. En la ocasión aludida, expresamente consideraba necesaria una reforma constitucional para ese cambio de «tamaño». Y es necesaria tal reforma porque, hoy, conforme al art. 122.3 CE, el Consejo está formado por al menos 20 Vocales y esta norma constitucional no carece de un contenido concreto y de un sentido cierto, de manera que pueda ser burlada mediante un «ingenioso» expediente.



El art. 122.3 CE está disponiendo, sin lugar a dudas, que exista un órgano colegiado, con al menos veinte miembros, que pueden llegar a ser 21 si los Vocales no eligen de entre ellos al Presidente del Tribunal Supremo, que lo es, ipsa Constitutione, del mismo Consejo. El Presidente es un «primus inter pares» y las decisiones sobre los asuntos constitucionalmente atribuidos al CGPJ («nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario» de Jueces y Magistrados o de los tribunales de justicia: art. 122.2 CE) han de ser adoptadas por el concreto colegio, de 20 o 21 miembros, establecido por la Constitución.



Con tanta razón y tanto motivo para considerar que las funciones del CGPJ no requieren veinte personas, cabría pensar, p. ej., que el Congreso de los Diputados no necesita un mínimo de trescientos miembros para ejercer sus atribuciones. Pero a nadie se le ha ocurrido desvirtuar la concreción numérica que la Constitución establece en su art. 68.1 y «miniaturizar» el Congreso de los Diputados mediante una ley, ordinaria u orgánica.



2. Vocales de «primera» y Vocales «de segunda»



Nada en el art. 122.3 —que no ha dejado de ser autorizadamente analizado e interpretado por el TC (5)— permite que unos miembros sean de mayor categoría o relevancia que otros (o por decirlo con palabras muy llanas, que haya unos Vocales «de primera» y otros «de segunda»).



No se niegue la diversa categoría o relevancia de unos y otros Vocales, pretendiendo reducirla a una cuestión de atribución de funciones distintas: el Borrador, al proyectar un estatuto muy diferente para unos Vocales y para otros (según sean, o no, miembros de la Permanente), traza una innegable línea de separación cualitativa: unos, los de la Permanente, estarían obligados a una dedicación exclusiva a las funciones del CGPJ, con rigurosas incompatibilidades; a los restantes, su trabajo de Vocales sólo les exigiría una dedicación parcial, meramente preferente, sin las incompatibilidades de los miembros de la Permanente.



Cabalmente esta diferenciación de status merece un análisis detenido, relacionándola con la cuestión de la proyectada estructura nueva del CGPJ. Veamos dos hipótesis:



Primera hipótesis: El Pleno del CGPJ conserva la potestad decisoria definitiva en todas las materias que la Constitución atribuye al Consejo. En tal caso, se respetaría la condición de órgano colegiado concretamente derivada del art. 122.3 CE. Pero, en este mismo caso, carecería de sentido la diferencia de status de los Vocales, según integrasen, o no, la Comisión Permanente del CGPJ.



Segunda hipótesis: El Pleno no es decisorio en todas las aludidas materias, porque muchas, pocas o alguna de ellas incumbirían a la Permanente. Se entendería la diferencia de status entre unos y otros Vocales. Pero la letra y el espíritu del art. 122.3 CE serían infringidos, porque se habría operado una importante alteración del concreto órgano colegiado establecido por la Norma Fundamental.



O se incurre en inconstitucionalidad por «miniaturización» del CGPJ o se incurre en el absurdo de una injustificada dualidad de estatutos, de la que seguiré ocupándome de inmediato



Como se ve, o se incurre en inconstitucionalidad por «miniaturización» del CGPJ o se incurre en el absurdo de una injustificada dualidad de estatutos, de la que seguiré ocupándome de inmediato.



3. Vocales «gobernantes» y «gobernados» a la vez



En la segunda de las dos hipótesis formuladas, la diferencia de status de unos y otros Vocales se entendería, como acabo de decir, pero no se justificaría. Pues si una sola de las competencias constitucionales del Consejo exigiera la intervención decisoria del Pleno ocurriría algo no menos importante y casi más sorprendente aún que todo lo anterior, a saber: que gobernarían a los Jueces y Magistrados quienes están ejerciendo como Jueces y Magistrados (o como Abogados, etc.) o, lo que es igual, que éstos ejercientes como Jueces y Magistrados serían gobernados por ellos mismos.



Y, lo repetiré: para que no se diera nunca en la mayoría de los Vocales (los no integrantes de la Comisión Permanente y ejercientes como Jueces y Magistrados, etc.) esa doble condición de «gobernantes» y «gobernados» tendrían que carecer absolutamente de capacidad de decisión y, entonces, la Constitución sería abiertamente infringida, pues un órgano de 20 o 21 miembros pasaría a tener, en realidad, sólo 6.



4. Acierto sustancial del régimen de incompatibilidades de los Vocales del CGPJ en la LOPJ vigente



El régimen de incompatibilidades de todos los miembros del CGPJ, previsto en el art. 117 LOPJ, aunque acaso mejoraría con algunos retoques, es sustancialmente acertado. Nadie ha cuestionado, hasta ahora, que resulte necesario, como garantía del más objetivo desempeño de sus funciones, que los Vocales que sean Jueces y Magistrados no ejerzan jurisdicción, al igual que los Vocales que sean Abogados no deben ejercer la Abogacía. Nunca se ha entendido que fuese suficiente el mecanismo de la abstención y la recusación, que opera además del régimen de incompatibilidades, respecto de asuntos concretos.



Frente a la sólida ratio de ese régimen, que, desde luego, implica sacrificar algunos otros bienes menores, resulta de extrema debilidad la argumentación fundada en la posibilidad de un tamaño más reducido y en la conveniencia de no incentivar las aspiraciones a ser Vocal con la ausencia de trabajo como Juez o Magistrado durante cinco años.



Es de notar, por lo demás, que la condición de Vocal en un Juez o Magistrado conlleva, según el art. 120 LOPJ, la imposibilidad legal de acceder, durante la duración del mandato, a la condición de Magistrado del Tribunal Supremo y la de ser destinatario de un nombramiento «para cualquier cargo de la Carrera Judicial de libre designación o en cuya provisión concurra apreciación de méritos.» Por tanto, algún inconveniente —y no insignificante— acarrea ya al Juez o Magistrado la condición de Vocal del CGPJ.



Por añadidura, el Borrador mismo reconoce, a la postre, la necesidad o alta conveniencia de la dedicación exclusiva, con rigurosas incompatibilidades. ¿Por qué, si no, mantendría ese régimen para los miembros de la Comisión Permanente?



5. Breve conclusión



Por todo lo expuesto, siempre que la conformidad con la Constitución importe, la mutación del CGPJ que el Borrador pretende debe considerarse jurídicamente inviable. Y Constitución al margen (lo que, para mí, es sólo una hipótesis intelectual), la iniciativa adolece de clara contradicción interna. Pero es que, además, que el «gobierno» del «Poder Judicial» estuviese, de ordinario, en manos de sólo siete personas resulta inadmisible, no ya, como hemos demostrado, desde el punto de vista de la exigencia constitucional de un órgano colegiado concreto, con un número de miembros determinado, sino en el plano de la racionalidad política.



Por otro lado, mi experiencia como Vocal del CGPJ (1990-1996) me inclina decididamente a pensar que una rotación de los veinte Vocales en la Comisión Permanente comportaría serias dificultades de diversa índole.



B) La imposición a los «jueces y tribunales» de la «interpretación uniforme» del Tribunal Supremo



Uno de los textos normativos proyectados en el Borrador (art. 5.4) dispone lo siguiente:



«Los jueces y tribunales garantizan la seguridad jurídica en la interpretación y aplicación de las leyes y reglamentos, a cuyo efecto no podrán contradecir la interpretación uniforme que de ellos haya realizado el Tribunal Supremo.»



Más adelante, el Borrador (art. 13.3) reza así:



«La independencia de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales se ejercerá dentro de los límites de su vinculación al ordenamiento jurídico y con sujeción a lo dispuesto en el artículo 5 de esta Ley.»



1. Una observación previa sobre el contenido deseable de una Ley Orgánica del Poder Judicial



Toda la tradición legislativa y jurídica y el texto de la vigente Constitución aconsejan vehementemente que cuando algún día la LOPJ de 1985, actualmente en vigor, sea sustituida, la nueva LOPJ se ajuste a lo que es propio de la legislación orgánica sobre la justicia y a lo que prevé el art. 122.1 CE (con el añadido, si acaso, del contenido previsto en el aptdo. 2). Es deseable, pues, que la LOPJ se limite a determinar «la constitución, funcionamiento y gobierno de los Juzgados y Tribunales, así como el estatuto jurídico de los Jueces y Magistrados de Carrera (…) y del personal al servicio de la Administración de Justicia». Cabe también, como se acaba de indicar, que regule además el CGPJ, pero, desde luego, ni antes ni después de la Constitución Española de 1978, ha sido o es propio de una ley orgánica de la justicia establecer o modificar un sistema de fuentes del Derecho y, a la vez, el entero sistema jurídico.



Aunque no me resulte convincente, comprendo que al elaborar la LOPJ de 1985, sus redactores introdujesen un Título Preliminar con buen número de normas jurídicas no calificables de orgánicas y ni siquiera de procesales, sino más bien de básicas o generales para la vida jurídica, aunque con vocación de aplicación judicial y no dirigidas directamente a los sujetos jurídicos. Ocurría, en aquel momento histórico, que la Constitución de 1978 había generado numerosas sentencias del Tribunal Constitucional sobre cuestiones jurídicas tales como la fuerza normativa directa y derogatoria de la Norma Fundamental, la superación de formalismos jurídicos excesivos, la jerarquía normativa, etc. Conjeturo que los autores del texto o textos que condujeron a la LOPJ de 1985 encontraban ilusionante y conveniente objetivar esa jurisprudencia, junto con criterios mucho más discutibles (el que informa el régimen de la prejudicialidad, p. ej., cada día se revela más disparatado).



A la vez, eran los tiempos del alumbramiento, accidentado y penumbroso, de un denominado «Derecho judicial», que nunca se aclaró qué podía ser. Cuando, en no pocas ocasiones, me hablaban del «Derecho judicial» y, por el contexto, era claro que no se referían a normas o conjuntos normativos sobre el estatuto de los Jueces y Magistrados, acostumbraba a preguntar si acaso había un Derecho de o para los Jueces y Magistrados, distinto del Derecho, a secas, del que se venía hablando y sobre el que se trabajaba desde hacía siglos. La pregunta no obtuvo nunca respuesta, de ninguna clase. Y, a mi parecer, si la criatura llegó a nacer (yo no la vi), no tardó mucho en fallecer. A buen seguro, porque era un monstruo, inviable.



Pues bien: no estamos ya en tiempos de una postconstitucionalidad reciente y apasionante, con novedades casi a diario, ni en tiempos del «Derecho judicial». Si hubiera de elaborarse una LOPJ enteramente nueva, algo muy deseable sería acabar con el dualismo de dos textos con normas jurídicas generales: los Títulos Preliminares del Código Civil y de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y, en cualquier caso, no deben existir dos preceptos legales relativos acerca de las fuentes del Derecho o, visto desde un concreto ángulo, al material jurídico que los Jueces y Magistrados han de manejar.



2. El silencio imposible ante el texto del Borrador



Sentado lo anterior, afrontemos los dos textos del Borrador que se han transcrito.



Frente a la ocurrencia de esos textos, ya han expresado fundadas críticas, radicalmente negativas, García de Enterría, E. («¿Cambio radical del sistema jurídico español?», ABC, de 6 de julio de 2002, pág. 3) y Díez-Picazo y Ponce de León, L. («Jurisprudencia y seguridad jurídica», ABC, 31 de julio de 2002, pág. 3, del que tomo, entre otras cosas, la definición como «ocurrencia» de este concreto propósito reformador). Cada uno de estos autores —aunque el segundo muy en especial, por su condición de civilista— ha escrito, además de las citadas, otras muchas y excelentes páginas, que, a su vez, tenían en consideración los ríos de tinta derramada a propósito de la clásica cuestión «jurisprudencia y fuentes del Derecho».



Considero casi imposible y, desde luego, inútil, exponer aquí la síntesis de un tratamiento completo de esa cuestión, de las respuestas ofrecidas por unos y otros y de la respuesta que estimo más acertada (y conforme con nuestro Derecho). No me parece aventurado suponer que así lo han considerado también García Enterría y Díez-Picazo y Ponce de León. Pero, como quiera que, pese a la superlativa autoridad doctrinal de ambos autores, se persiste en defender la reforma proyectada, echaré yo mi cuarto a espadas, con brevedad, pero también sin la obligada restricción de espacio que conllevan los escritos destinados a la prensa diaria.



Por otra parte, desde muy temprano tengo acreditados —no, desde luego, a base de frases enfáticas o más o menos grandilocuentes, sino de estudios que han procurado ser muy minuciosos— el máximo respeto y la mayor consideración a la jurisprudencia del TS (6). Y en el trance de la reforma completa del Título Preliminar del Código Civil (CC), así como inmediatamente después de la aprobación de esa reforma, me ocupé de analizar con detenimiento el aptdo. 6 del art. 1 CC. Después, no he dejado de pensar sobre la jurisprudencia y de procurar precisar y aclarar al máximo una posición personal, que, en lo sustancial, me atrevería a calificar de clásica (7).



Estoy seguro de que buena parte de lo que diré en adelante no será novedoso. Sin embargo, reiterarlo parece muy conveniente, si no estrictamente necesario. Además de no poder permitir que el silencio propio se considere aquiescencia personal, llevo tiempo notando —y haciendo notar— que la crisis general de formación jurídica —que se observa también en el trabajo judicial y, como tengo dicho ya desde 1990 (8), en las alturas de la organización jurisdiccional—, consiste en el desconocimiento u olvido de lo fundamental. No quisiera contribuir a consolidar esa crisis, por omisión del recordatorio de lo que son, objetivamente, elementalidades jurídicas.



Los males y defectos de nuestras instituciones jurídicas —incluidas las jurisdiccionales y, respecto de ellas, la falta de seguridad jurídica— dependen mucho más de un generalizado déficit de buena formación jurídica que de lagunas o errores legislativos, como los que, pretendidamente, el Borrador querría eliminar



Por cierto que los males y defectos de nuestras instituciones jurídicas —incluidas las jurisdiccionales y, respecto de ellas, la falta de seguridad jurídica— dependen mucho más de un generalizado déficit de buena formación jurídica que de lagunas o errores legislativos, como los que, pretendidamente, el Borrador querría eliminar.



3. La «ocurrencia» del Borrador de nueva LOPJ, un intento de cambio del sistema jurídico español



Si a la «interpretación uniforme» de las normas, llevada a cabo por el Tribunal Supremo, hubieran de someterse todos los restantes «jueces y tribunales», parece innegable que se produciría en nuestro país una gran mutación jurídica, con dos facetas:



1.ª) Los Jueces y Magistrados dejarían de estar sometidos «únicamente al imperio de la ley» (art. 117.1 CE). O lo que es igual, se alteraría la independencia judicial establecida en la Constitución, independencia que, cuando menos, sufriría un recorte sustancial.



2.ª) La jurisprudencia del TS (o la jurisprudencia, a secas) dejaría de desempeñar la función que hasta ahora le corresponde (aptdo. 6 del art. 1 CC, en relación con el aptdo. 1 del mismo artículo).



Si estas afirmaciones son acertadas y no erróneas (dedicaré los siguientes epígrafes a mostrar que son acertadas), sería innegable que España abandonaría el llamado sistema jurídico europeo-continental para emparentar con el denominado sistema jurídico anglo-sajón y encontrarse sumida en una hibridación confusa.



Que tamaño cambio se produjese a consecuencia de una nueva LOPJ resultaría estupefaciente, por las razones antes expuestas. Un cambio como el que pretenden los promotores y autores del Borrador debería plasmarse, en todo caso, en una modificación del Título Preliminar del Código Civil. Y la razón obligaría, dada la índole del asunto, a una previa consulta oficial a las Reales Academias competentes (me parece que, además de la de Jurisprudencia y Legislación, también a la de Ciencias Políticas y Morales) y a todas las Facultades de Derecho, antes que a los «partidos políticos, sindicatos o Comunidades Autónomas», mencionados por Hernando Santiago. Así, partidos políticos, sindicatos [pido perdón por no entender porqué el sistema de fuentes del Derecho es asunto que incumba a los sindicatos] o Comunidades Autónomas —entidades bien heterogéneas, por cierto— dispondrían de pareceres jurídicos cualificados para formar su criterio.



4. La independencia judicial: su recorte sustancial y su muy defectuoso entendimiento en el Borrador de LOPJ



Aunque el precedente epigrafiado señale lo contrario, es de mucha mayor importancia el recorte de la independencia judicial que su mal entendimiento. El error grave de expresión acerca de la independencia judicial apenas tendría trascendencia en la realidad del quehacer de los tribunales. Por eso, y por enlazar mejor con lo que se ha escrito en el precedente epígrafe 2, comenzaré por lo que Díez-Picazo y Ponce de León llama «ataque despiadado a la independencia de los jueces y tribunales» y aquí prefiero —aunque sin desacuerdo alguno con el distinguido civilista— describir como «recorte», aunque sustancial.



a) Recorte sustancial de la independencia judicial, contrario a la Constitución



Veamos el recorte sustancial y su clara oposición a la Constitución. Y por cierto que, en este momento y con esta ocasión, el vocablo «veamos» resulta singularmente preciso. Porque cabe en verdad «ver» o «visualizar», como ahora se ha dado en decir, que estar sometidos a una «interpretación uniforme» de la ley por el TS es algo más que estar «sometidos únicamente al imperio de la ley» y que es esto lo que dispone el art. 117.1 in fine CE.



Ante esta denuncia de frontal oposición a nuestra Constitución, sólo con formalismo vacuo, puesto al servicio del sofisma, instrumento, a su vez, del utilitarismo y del interés coyuntural, podría argüirse, como defensa de la «ocurrencia» del Borrador, alguno de estos tres «argumentos» (o los tres juntos o combinados):



Primero: que, al disponer una ley el sometimiento a la «interpretación uniforme», ese sometimiento sería sometimiento a la ley.



Segundo: que la expresión constitucional, transcrita ya dos veces, no puede entenderse en sentido técnico, porque «los Jueces y Magistrados», integrados en «los Juzgados y Tribunales», no se someten sólo a las normas positivas con rango formal de ley, sino también a las normas positivas de rango inferior (Reglamentos, en general).



Tercero: que, tratándose de «interpretación» y haciéndose ésta siempre de preceptos procedentes de las genuinas fuentes del Derecho, ninguna fuente del Derecho nueva se inventaría o establecería. Y que, además, no debemos abrigar temor a que, de convertirse en ley el Borrador, los Magistrados del TS «legislen» (rompiendo el monopolio atribuible a las Cámaras legislativas): no sucedería tal cosa —dicen— porque siempre habría un exquisito sometimiento de esos Magistrados a «la ley».



Aunque estos alegatos carecen de seriedad, requieren respuesta en el actual estado de cosas, caracterizado por la aceptación del tópico, tan falso como socialmente rampante, según el cual «en Derecho todo es discutible». A este tópico ya me he referido hace algún tiempo (9), enteramente al margen del Borrador que motiva estas páginas.



En cuanto al primer «argumento», la respuesta, para ser breve, puede consistir en una consideración de cierto calado conceptual y en una reducción al absurdo ejemplificada.



La consideración no es otra que advertir la imposibilidad de atribuir a la ley formal una omnipotencia transformadora de la naturaleza de las cosas. Y una tal transformación es la que cabalmente sería precisa para convertir la «interpretación uniforme» en un ente o entidad de índole semejante a cualquier norma positiva, a una costumbre en sentido jurídico o a un principio general del Derecho.



La reducción al absurdo consiste en preguntarse si no entenderíamos infringido el imperativo constitucional de exclusivo sometimiento a la ley en caso de que, p. ej., una mayoría parlamentaria aprobara un texto que mandase a los Jueces y Magistrados no contradecir las órdenes de los Delegados y Subdelegados del Gobierno. Por el momento, no me parece necesario añadir nada más acerca del referido primer «argumento».



El segundo «argumento» resulta especialmente deleznable. Porque está sobreentendido —y nadie ha sostenido lo contrario— que la expresión «sometidos únicamente al imperio de la ley» no se refiere sólo a la norma escrita o positiva con rango formal de ley, sino a las normas positivas aprobadas por quienes tengan las atribuciones correspondientes (Cámaras legislativas, autoridades administrativas, etc.). Y la «interpretación» de cualquier norma no es, en virtud de los principios lógico-metafísicos de identidad y de no contradicción, lo mismo que la norma. Y menos identidad aún, si cabe, puede existir entre la interpretación de una norma positiva y la misma norma positiva que es objeto de aplicación e interpretación. Con otras palabras: pertenece al reino de la evidencia que la interpretación de una norma es una realidad distinta de la norma. La interpretación constituye un innegable «plus» respecto de la norma interpretada.



Por lo que se refiere al tercer «argumento», ocurre que la innovación de una vinculante «interpretación uniforme» de las normas por el TS no preocupa casi nada respecto de la actividad enjuiciadora que incumbe a las Salas, Secciones y Magistrados del TS: nada dice el Borrador acerca de una vinculación del mismo TS a su anterior «interpretación uniforme» de una norma. Por consiguiente, asegurar, ante el Borrador, que el TS será respetuoso con el Derecho objetivo no constituye sino una frase que augura continuidad o, lo que es igual, ninguna garantía objetiva añade al ya establecido sometimiento del TS «únicamente al imperio de la ley». A quienes vincularían, según el Borrador, las «interpretaciones uniformes» del TS sería a los restantes órganos jurisdiccionales. Son éstos los que verían sustancialmente recortada su independencia. El sometimiento único a la ley por parte del TS en nada eliminaría ese recorte sustancial de Juzgados, Audiencias, y Tribunales Superiores.



Decía Gómez Orbaneja: «en lo que constituye propiamente la función jurisdiccional, (…) tan soberano e independiente es el juez de paz de la última aldea como la Sala de lo civil del Tribunal Supremo» (10). Así es hoy. Pero dejaría de ser así si la ocurrencia del Borrador fuese elevada a precepto legal.



Si las «interpretaciones uniformes» vinculantes alterarían, o no, nuestro sistema de fuentes del Derecho no es sino la cuestión de la naturaleza de dichas «interpretaciones» y de la posibilidad de constituir un “plus” normativo respecto de la ley, la costumbre (en los ámbitos en que es aplicable) y los principios generales del Derecho. Es ésta una cuestión que veremos un poco más adelante, en distintos momentos.



b) Muy defectuoso entendimiento, en el Borrador, de la independencia judicial



Yerra muy gravemente el Borrador cuando afirma, en su art. 13.3, que «la independencia de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus funciones jurisdiccionales se ejercerá dentro de los límites de su vinculación al ordenamiento jurídico…». En un examen oral de la asignatura «Derecho Procesal I» en que escuchara esa o parecida frase, yo —como otros profesores— requeriría al alumno para rectificar, facilitándoselo con alguna observación y, de no hacerlo y explicarse adecuadamente, no podría obtener la calificación de aprobado. Digo esto, no para molestar a nadie, sino para señalar, con toda la expresividad posible, la gravedad de la equivocación.



Además de que la «independencia (...) en el ejercicio de (...) funciones (...) que se ejercerá...» constituye un galimatías horrísono —pienso que no hace falta explicarlo: basta leer un par de veces el texto—, el estilo deplorable de la frase encubre dos errores conceptuales de bulto.



El primero de esos errores estriba en que la independencia judicial no se ejerce, salvo que se hable un lenguaje coloquial, vulgar, impreciso, impropio en una ley y más sobre asunto de tanta importancia. Lo que ejercen «los jueces y tribunales» (dualidad también defectuosa) es el poder o la potestad jurisdiccional. Y la independencia es una característica o rasgo intrínseco del ejercicio de la potestad jurisdiccional o, ganz kurz, del ejercicio de la jurisdicción. Es decir: que la potestad jurisdiccional o la jurisdicción se ejercen con independencia (cuando se predica del ejercicio de la jurisdicción, la independencia no necesita del adjetivo «judicial»).



Si se quiere, se puede considerar indispensable para la ortodoxia de la Jurisdicción en cuanto sustitutivo de la «justicia privada» o autotutela que el Derecho se diga en los casos concretos sin vínculos de dependencia. O, lo que es igual, se puede conceder tanta importancia a la independencia en el ejercicio de la función jurisdiccional que se niegue la existencia de una Administración de Justicia o de un Poder Judicial aceptables cuando no haya independencia. Pero lo que ejercen los Jueces y Magistrados es el poder de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y la independencia es un modo o cualidad de ese ejercicio, cualquiera que sea, incluso máxima, la importancia que a la independencia se reconozca o atribuya.



Constituye un error tremendo afirmar que la independencia judicial está limitada por el ordenamiento jurídico. La específica y singular independencia judicial es o precisamente consiste en la vinculación o sometimiento exclusivo o único al ordenamiento jurídico



Con no ser venial el primer error, el segundo es de mucha mayor entidad. Porque la independencia judicial, con que ejercen la potestad jurisdiccional los Jueces y Magistrados, no presenta (hablo yo de «presentar», por no volver a hablar de «ejercer», como lo hace el Borrador) unos «límites» consistentes en «su vinculación [la de los Jueces y Magistrados, quiere decirse] al ordenamiento jurídico». Constituye un error tremendo afirmar que la independencia judicial está limitada por el ordenamiento jurídico. No. En general, la independencia es, como el propio término indica, la ausencia de dependencia. Y la específica y singular independencia judicial es o precisamente consiste en la vinculación o sometimiento exclusivo o único al ordenamiento jurídico. Hay, luego, diversas garantías de la independencia judicial, pero, en esencia, la independencia judicial es, como dice atinadamente el art. 117.1 CE, estar «sometidos únicamente al imperio de la ley» o, lo que es igual, carecer de otros sometimientos.



Así, pues, la Constitución dice bien qué es la independencia judicial, sin nombrarla. En cambio, el Borrador contiene una fórmula reveladora de una desorientación conceptual o jurídico-intelectual, que, tratándose de materia tan capital, resulta sumamente grave. Releyendo el texto que nos ocupa, se tiene la impresión de que sus redactores piensan en Jueces y Magistrados que deben autolimitarse en su independencia (que no se sabe en qué consistiría para esos redactores) atendiendo a las normas del ordenamiento jurídico.



5. La «interpretación uniforme» del Borrador y la norma sobre la jurisprudencia del TS en el Título Preliminar del Código Civil



Resulta preciso ahora confrontar los textos del Borrador, antes transcritos, con lo que establece el art. 1.6 del Código Civil, es decir, con lo dispuesto por el primer precepto de su Título Preliminar. Y señalo, aunque sea sabido, que ese precepto constituye una norma de singular categoría y relevancia: materialmente constitucional, han venido a sostener no pocos especialistas.



Tras recordar el aptdo. 1 del primer precepto del Código Civil («las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la costumbre y los principios generales del derecho»), traigamos a la vista el exacto texto del aptdo. 6 de ese mismo precepto:



«La jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley, la costumbre y los principios generales del derecho.»



Como quiera que la «doctrina» procede de las resoluciones motivadas del TS y la «interpretación uniforme» también se atribuye al TS, que no actúa jurisdiccionalmente sino a través de sus resoluciones, podemos dejar sentado que el texto legal que se acaba de reproducir y el del art. 5.4 del Borrador se refieren a la misma realidad. Sobre esta base, veamos, en primer lugar, el presente estado de cosas (en la síntesis más apretada que quepa). Después veremos lo que derivaría del Borrador.



a) Jurisprudencia y «doctrina» jurisprudencial en el Derecho español vigente



A mi entender, del aptdo. 1 y el aptdo. 6 del art. 1 CC y del art. 117.1 in fine CE y, por supuesto, de la tradición jurídica española, que incluye la aceptación multisecular de nuestro sistema jurídico y su plena incardinación en el denominado sistema europeo-continental, resulta lo siguiente:



1.º) Nuestro ordenamiento jurídico se compone por las normas positivas escritas, las costumbres (en los ámbitos en que resultan relevantes) y los principios generales del Derecho. Éstas son las únicas fuentes del Derecho objetivo.



2.º) De la jurisprudencia, es decir, de las sentencias —cada una de ellas creación jurídica diferente del Derecho aplicado, en cuanto juicio relativo a un caso, respecto del cual agotan su directa virtualidad—, cabe con frecuencia extraer, por abstracción, una doctrina. Esta doctrina es de naturaleza distinta a la sentencia o sentencias (11) de las que se obtiene, porque la doctrina no consiste en un juicio prudencial sobre una concreta porción de historia humana, sino en una elaboración intelectual genérica, acerca de diversas cuestiones y problemas.



3.º) La jurisprudencia del Tribunal Supremo no carece de valor, pero sí de una juridicidad vinculante originaria o propia. En concreto, la referida jurisprudencia posee el valor que, conforme a la racionalidad y a la prudencia, le es atribuible a la no fluctuante y buena doctrina extraída de las sentencias y autos en que la jurisprudencia consiste. Y ese valor es el servir de guía en la aplicación e interpretación de las genuinas fuentes del Derecho, en tanto en cuanto la doctrina goce de auctoritas, es decir, del fundamento racional y de la fuerza de convicción que conducen a un reconocimiento general del acierto jurídico.



4.º) Nuestro ordenamiento jurídico rechaza terminantemente que el valor de la doctrina jurisprudencial vaya más allá que el de su auctoritas, al disponer la libertad o soberanía enjuiciadora de cada Juez y Magistrado, sometido únicamente al imperio de la ley, es decir, al Derecho objetivo. Pero, por otra parte, al regular distintos instrumentos jurídicos (vid., p. ej., arts. 477.3, 479.4, 481.3, 483.2, 3.º, 487, 490 y 493, todos ellos de la Ley de Enjuiciamiento Civil: en adelante, LEC), nuestro ordenamiento no deja de disponer que se debe tener en cuenta y prestar atención a la citada doctrina.



5.º) La «doctrina» de la jurisprudencia no está positivizada, sino que litigantes, profesionales del Derecho, profesores, Jueces y Magistrados, etc., la extraen de las sentencias y la toman en consideración del modo adecuado al trabajo que hayan de llevar a cabo. Éste es un punto capital para una cuestión técnico-jurídica y práctica de la máxima importancia, que, precisamente por ello, trataremos al final.



[Una única excepción a lo dicho en el punto 5.º inmediatamente anterior, excepción muy singular por lo demás, puede admitirse respecto de las sentencias que resuelven, no casos concretos, sino los denominados «recursos en interés de la ley» o institutos análogos. Nos ocuparemos de estos institutos más adelante.]



b) Innovaciones que derivarían de los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador



¿Qué novedades presenta el Borrador, frente al anterior panorama? Trataré de enunciarlas con la mayor concisión y claridad.



En primer lugar, el Borrador, por razones o motivos que desconocemos, deja de lado el concepto de «doctrina» (reiterada) y utiliza el de «interpretación uniforme». No me parece ningún acierto este apartamiento de los términos del art. 1.6 CC, porque, ante todo, no es deseable desconcertar a nadie con una dualidad de denominaciones para la misma realidad. Pero además, «interpretación» es vocablo que, a diferencia de «doctrina», significa tanto la acción como el efecto o resultado y para el asunto de que nos ocupamos no interesa la acción, la actividad interpretativa en sí misma, sino el resultado.



En segundo término, parece innegable que, si los textos de los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador se convirtieran en preceptos legales y no existiese el art. 117.1 in fine CE («sometidos únicamente al imperio de la ley»), España habría pasado, de un sistema que reconoce un valor orientador al precedente judicial autorizado o con auctoritas, a un sistema de precedente judicial autoritario (12), que impone la vinculación.



Podrán decirse o escribirse muchas palabras para negar la magnitud y radicalidad del cambio proyectado y cabe incluso encogerse de hombros o limitarse a decir «¡no es para tanto!». Pero el criterio que expreso, y que se fundamentará aún más en páginas ulteriores, no es una opinión aislada (aunque aislada, podría ser, además de legítima, plenamente certera), sino que coincide, sin necesidad de reflexión colectiva ni de la menor concertación, con las claras afirmaciones, en el mismo sentido, de García de Enterría y de Díez-Picazo y Ponce de León (13).



c) Una concreta pretensión de que el Borrador nada innova: las sentencias de los «recursos en interés de la ley»: datos y consideraciones



A más de uno le parecerá asombroso que, en favor del Borrador en el punto que nos ocupa, Hernando Santiago afirme lo siguiente: «nada defiendo por otra parte que no esté ya presente en el art. 1.6 del Código Civil» (seguidamente lo reproduce).



Es tan patente la falta de identidad entre los preceptos del Borrador y el del Código Civil, que la afirmación contraria sólo puede ser producto de un voluntarismo puro o de no tener a la vista los textos. Nada más se debe alegar.



En cambio, merece atención y análisis lo que Hernando Santiago prosigue diciendo: «tampoco pretendo cosa distinta de lo ya dicho en el art. 493 de la recientísima Ley de Enjuiciamiento Civil o los artículos 100 y 101 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso Administrativa de 1998 respecto de la vinculación de la jurisprudencia.» Ante la cita de preceptos legales concretos, sí es menester el análisis y la expresa formulación de la conclusión que se alcance.



He de decir, ante todo, que, conforme a los arts. 493. LEC y 100 y 101 LJCA, la doctrina establecida en cierto tipo de sentencias se declara, en efecto, con fuerza vinculante para los restantes órganos jurisdiccionales (14). Pero es obligado que a este reconocimiento por mi parte añada algunos datos y ciertas consideraciones. Vayamos primero con los datos, que son los siguientes:



1.º) En primer término, y en cuanto al art. 493 LEC, se trata de las sentencias que habrían de resolver los denominados recursos «en interés de la ley», en los que no se juzgan casos concretos, como en la inmensa mayoría de las comunes sentencias, en todos los órdenes jurisdiccionales. Esas resoluciones de la Sala de lo Civil del TS se pronunciarían, sin efectos inter partes ni ejecución forzosa, ante sentencias de los TT.SS.JJ. que «sostuvieran criterios discrepantes» al resolver recursos extraordinarios por infracción procesal.



2.º) En la actualidad y por tiempo indefinido, este art. 493 LEC no es legalmente de aplicación.



3.º) Por su parte, los arts. 100.7 y 101.4 LJCA, también tratan de las sentencias resolutorias de los más que escasos «recursos de casación en interés de la ley», es decir, asimismo no relativos a casos concretos, sino directamente encaminados, sin efectos inmediatos ni posible ejecución forzosa, a la corrección de errores de aplicación e interpretación de normas en resoluciones ordinarias. Los recurrentes han de ser Administraciones públicas territoriales o Entidades Corporaciones (de Derecho Público) representativas de intereses generales o corporativos, que tienen que considerar la resolución recurrida «gravemente dañosa para el interés general y errónea».



Es engañoso, pues, citar los arts. 493 LEC y 100 y 101 LJCA como si se refiriesen a la generalidad de las sentencias del Tribunal Supremo. Se trata exactamente de lo contrario: de unos enjuiciamientos singularísimos, inexistentes en el orden jurisdiccional civil y prácticamente inéditos en el contencioso-administrativo. Vayamos ahora con las anunciadas consideraciones:



Primera.— Por todo lo que entiendo que son las sentencias, incluso aquellas tan singulares como las que resuelven los denominados «recursos en interés de la ley» o para «la unificación de doctrina», considero un error el cometido en los arts. 493 LEC y 100 y 101 LJCA al imponer fuerza vinculante.



Erróneo me parece, desde el punto de vista de la técnica jurídica, que, en el art. 493 LEC, la fuerza vinculante se prescriba tras parafrasear los conocidos términos del aptdo. 6 del art. 1 CC, pero conviene reparar en que la vinculación establecida es la que proceda «en tal concepto», es decir, en cuanto complemento del ordenamiento jurídico. Ni que decir tiene que esta precisión —no irrelevante, aunque tampoco sea satisfactoria, a mi entender— en absoluto aparece en el Borrador de nueva LOPJ.



Segunda.— En honor a la verdad —y, parcialmente, en descargo propio—, pero, sobre todo, como elemento significativo de la doctrina casi unánime entre los juristas, es de señalar que ni en el Proyecto de Ley Reguladora de la Jurisdicción-Contencioso Administrativa (vid. art. 95 del Proyecto, en el Boletín del Congreso de los Diputados, Serie A, núm. 70-1, de 18 de junio de 1997, pág. 29) ni en el Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Civil (vid. art. 495, en el Boletín del Congreso de los Diputados, Serie A, núm.147-1, de 13 de noviembre de 1998, pág. 106) aparecen los párrafos que establecen la fuerza vinculante de las sentencias resolutorias de los «recursos» en interés de la ley.



Son esos párrafos, por tanto, producto de enmiendas parlamentarias, que no es necesario pormenorizar aquí. Pero, el hecho de que el Texto Refundido de la Ley de Procedimiento Laboral, aprobado por Real Decreto Legislativo, fuese redactado por un grupo de especialistas y el dato de que, en cuanto a la LEC y a la LJCA nuevas, las iniciativas gubernamentales (notoriamente asesoradas por algunos especialistas) no establecieran la fuerza vinculante de las singulares sentencias referidas, constituyen indicios vehementes de que lo que Hernando Santiago cita en defensa del Borrador no han sido sino desafortunadas iniciativas parlamentarias, no cribadas en el mismo Parlamento.



Con esto, no falto al respeto debido a las Cámaras legislativas. Digo, simplemente, que, a mi entender, con la aprobación de esas enmiendas se cometió un error. Y, desde luego, que se haya cometido un error legislativo no puede justificar un error ulterior, pero de mucha más entidad.



Considero errónea la decisión parlamentaria —a la que yo sí me someto, a diferencia de otros, algunos «guardianes de la ley»— porque entiendo que nuestro sistema jurídico, consagrado en la Constitución, entraña que las resoluciones judiciales todas se dicten con plena soberanía de cada Juez y de cada Magistrado en la aplicación e interpretación de las genuinas fuentes del Derecho, sin ninguna mediación, ni de instrucciones o acuerdos de cualquier clase (por supuesto) ni de precedentes vinculantes.



Pero es de justicia señalar que las iniciativas parlamentarias que atribuyeron fuerza vinculante a las sentencias resolutorias de los especiales recursos «en interés de la ley» o para la «unificación de doctrina» tuvieron una justificación —insisto, para mí insuficiente y poco acorde con la Constitución— de la que, en cambio, carece por completo lo que el traído y llevado Borrador pretende.



Ocurre, en efecto, que las sentencias que resuelven esos «recursos» están pensadas cabalmente para sentar doctrina, en tanto que, como es sabido, las sentencias ordinarias o comunes tienen la finalidad de resolver un caso o responder a una pretensión de tutela jurisdiccional, de suerte que lo que antecede a su parte dispositiva (otorgar o denegar la tutela solicitada; absolver o condenar, las sentencias penales) es el fundamento de la concreta respuesta o, en otros términos, la motivación de la parte dispositiva o fallo, siempre relativo, insisto, a un caso concreto.



Tercera.— Cuando se aduce a favor del Borrador la existencia del inaplicable art. 493 LEC y los casi inéditos arts. 100 y 101 LJCA, es de notar que mucho más significativo resulta, como argumento en contra del Borrador, el hecho de que, con ocasión de las nuevas LJCA y LEC, a nadie, ni al Gobierno ni a los parlamentarios, se le ocurriese establecer lo que el Borrador pretende: atribuir fuerza vinculante a la doctrina o «interpretación uniforme» extraíble de la jurisprudencia del TS, en general, es decir, de todas sus sentencias.



6. La seguridad jurídica, bandera de la «ocurrencia» del Borrador acerca de la jurisprudencia del TS: algunas observaciones



Llegados al punto que señala el enunciado del precedente epígrafe, resulta indispensable obligarse a ser esquemático, so pena de alargar estas páginas en demasía. Así, pues, a la simple argumentación consistente en afirmar que la «ocurrencia» del Borrador procurará la seguridad jurídica hoy inexistente a consecuencia de la jurisprudencia («menor», se sobreentiende por unos y se afirma de modo expreso por otros) contradictoria (argumentación, hay que reconocerlo, con fuerte poder de convicción para legos en Derecho o para titulados en Derecho que, muy legítimamente, no hayan reflexionado expresamente sobre las cuestiones que nos ocupan y carezcan de una buena experiencia jurídica), opongo las siguientes observaciones:



Primera.— Una perfecta y constante seguridad jurídica en un país es tan improbable como una situación sanitaria perfecta en cualquier población humana. Porque gran parte de los casos de inseguridad jurídica tienen su origen en la falible condición humana. Y esa condición es permanente.



Como quiera que la inseguridad jurídica es ineliminable en su totalidad, los remedios ideados para reducirla a un mínimo tolerable han de establecerse con ponderación de los inconvenientes que esos remedios pueden acarrear y de la más o menos probable incidencia en ellos de la falibilidad humana



Me ha parecido conveniente recordar esta «verdad de Pero Grullo» porque considero nocivos todos los mesianismos, sean cósmicos, terráqueos o mucho más pequeños, como el que prometería acabar con la inseguridad jurídica en España. Pero una razón de la apelación a Pero Grullo, mucho más importante que la anterior, es ésta: como quiera que la inseguridad jurídica es ineliminable en su totalidad, los remedios ideados para reducirla a un mínimo tolerable han de establecerse con ponderación de los inconvenientes que esos remedios pueden acarrear y de la más o menos probable incidencia en ellos de la falibilidad humana.



Segunda.— La seguridad jurídica es un bien de estimación general. No hay aceptables primacías, y menos aún admisibles monopolios, en el deseo de seguridad jurídica y en el afán por procurarla. Haber ensalzado la seguridad jurídica y haber encarecido su necesidad en absoluto puede presentarse, sin incurrir en sofistería demagógica, como contradictorio con una posición adversa a la concreta pretensión del Borrador, de la que ahora tratamos.



Tercera.— Nadie ha discutido ni discute —todo lo contrario— que el Tribunal Supremo de España está llamado a procurar la unidad de la doctrina jurisprudencial en el mayor número posible de cuestiones jurídicas.



Existen ya instrumentos jurídicos diversos para que el TS lleve a cabo esa labor: no aludo sólo los especiales «recursos» antes citados, sino también —y mucho más aún— al entero sistema de recursos, en cuanto permite acceder al Alto Tribunal y genera sentencias de éste.



Cuarta.— La primera y principal tarea del TS en pro de la seguridad jurídica es no producir, él mismo (se entiende: cada una de sus Salas y, en su caso, Secciones) «jurisprudencia contradictoria».



Que tribunales distintos (Juzgados o Audiencias Provinciales, p. ej.) interpreten de manera distinta algunas normas e incluso les atribuyan significados y virtualidades incompatibles es fácilmente explicable e incluso cabe considerarlo, ciertamente no deseable y negativo, pero, a la postre, efecto previsible de la soberanía enjuiciadora. El sistema jurídico y los juristas dicen (en España como en el resto del llamado mundo civilizado) que para remediar ese fenómeno está precisamente el Tribunal Supremo (o como se denomine al órgano jurisdiccional que ocupe el vértice de la pirámide judicial).



En cambio, que el mismo supremo tribunal dicte sentencias en las que, ante casos similares, interprete de forma distinta y aun opuesta las mismas normas, eso no es un efecto previsible de ninguna causa inherente al sistema jurídico vigente y no es lógicamente justificable (aunque pueda disculparse).



Con el fundamento de algún conocimiento propio y de alguna experiencia personal directa, así como de mucho conocimiento y experiencia ajenos, puedo afirmar que el momento actual del TS se inscribe en una etapa de la historia del Alto Tribunal que no se distingue precisamente por dictar sentencias que generen doctrina de alta calidad y, por ende, constante o uniforme. Con palabras más llanas: abunda excesivamente, desde hace años, la «jurisprudencia contradictoria» del TS.



Negar que en el Alto Tribunal hay actualmente Magistrados, Salas y Secciones que se esfuerzan por ir acabando con ese estado de cosas sería tan contrario a la verdad y a la justicia como tachar mi anterior afirmación de infundada, falsa o temeraria.



Por solo lo expuesto en los precedentes párrafos, ya ordenaría la prudencia rechazar la «ocurrencia» del Borrador sobre la fuerza imperativa o vinculante de la «interpretación uniforme» del TS o, cuando menos, dilatar para dentro de uno o dos lustros la mera apertura de un debate serio sobre la innovación radical que, impulsada por varios Magistrados del TS, pretende el tan repetido Borrador.



7. Una cuestión básica, en sí misma y para la seguridad jurídica: ¿qué sería «interpretación uniforme»?



Los redactores del Borrador probablemente piensan que los arts. 5.4 y 13.3 son autosuficientes y no problemáticos. Lo conjeturo así por el hecho de que el Borrador no diga más que lo que dice sobre la «interpretación uniforme» y, sin embargo, sean dos los textos proyectados. Esto último indica haber pensado en la necesidad de integrar con otras normas el cambio jurídico que supondría el art. 5.4.



a) La inaceptable ambigüedad de no objetivar la «interpretación uniforme»



Pero lo que dispone el art. 5.4 (carácter vinculante de la «interpretación uniforme») exige algo más que establecer expresamente que los Jueces y Magistrados están vinculados a dicha «interpretación» (art. 13.3). La idea de que la sustancial innovación del art. 5.4 sería posible sin más ni más, prosiguiendo el TS sus trabajos como siempre, habría de deberse necesariamente a uno de estos dos fenómenos: o a déficit de reflexión o a una voluntad de establecer una situación caracterizada por una ambigüedad y una inseguridad jurídica máximas. Aunque descarto lo segundo, las dos hipótesis merecen el análisis que sigue.



Hemos dicho más arriba que la «doctrina» que cabe extraer de la jurisprudencia (es decir, de las sentencias) ex art. 1.6 CC no está positivizada, sino que Jueces y Magistrados, litigantes, profesionales del Derecho, profesores, etc., han de deducirla de las sentencias para tenerla en cuenta cada uno del modo más adecuado al trabajo que haya de llevar a cabo. La excepción serían las sentencias resolutorias de los llamados «recursos» «en interés de la ley».



Esta ausencia de positivación u objetivación no presenta inconvenientes insalvables con nuestro sistema jurídico; porque nadie debe desdeñar la doctrina jurisprudencial —en especial, la del TS—, pero tampoco puede pretender nadie que esa doctrina —cuando existe— tenga más fuerza que la derivada de su racionalidad y de su poder de convicción intrínsecos o, por decirlo con otras palabras, de su calidad, de su auctoritas.



Los Jueces y Magistrados que no quieran desatender la doctrina jurisprudencial del TS, decidirán, después de haberla buscado y encontrado (cuando exista y la encuentren), si la siguen o no, en virtud de muy distintos factores. Dejando aparte los factores propios de la «comodidad en el juzgar» (Carnelutti), cabe hablar del juicio de aplicabilidad de la doctrina al caso y, de ser positivo, de la comparación de la doctrina (o lo que se piense que es tal) con las alegaciones de las partes y, en definitiva, de la idoneidad de aquella para fundamentar una resolución conforme a Derecho.



Por su parte, los Abogados que se preocupen, como es debido, de la doctrina jurisprudencial sobre normas que consideren aplicables a los asuntos que les ocupen, ante todo tendrán en cuenta esa doctrina en su función de asesoramiento extra o preprocesal, así para el contenido y forma de un contrato como para una recomendación de abstenerse de litigar o, caso de considerar fundada (o «defendible») una pretensión de tutela jurisdiccional, para formularla inicialmente y desarrollarla en el curso del proceso. Pero serán los Abogados los que escruten la jurisprudencia en búsqueda de la doctrina o para confirmar que existe si parten de afirmaciones ajenas.



No es cosa de extenderse aquí en consideraciones sobre la decisiva distinción entre rationes decidendi y obiter dicta o sobre el valor relativo de los resúmenes jurisprudenciales (que alguna vez he llamado «píldoras jurisprudenciales») o en advertencias sobre el mal uso de las sentencias (invocación descuidada o engañosa, confusión entre párrafos que exponen la posición de una parte y aquellos que recogen en verdad el fundamento de la decisión judicial, etc.). Llevo años difundiendo, por escrito y de palabra, la breve pero muy acertada «definición» de Díez-Picazo y Ponce de León: «una sentencia del Tribunal Supremo consiste en lo que decide y en la razón inmediata de decidirlo en estrecha vinculación con el caso decidido.» (15). Demos, pues, por conocidas las laboriosas y delicadas operaciones que actualmente se han de realizar para conocer la genuina «doctrina» que complementa el ordenamiento jurídico. Y concluyamos que, pese a las dificultades, es ciertamente posible que esa doctrina cumpla su actual papel orientador, pero no vinculante.



Otra cosa, muy distinta, es el panorama de las aporías que el Borrador plantea respecto de una «interpretación uniforme» de las normas por el TS, de índole vinculante. Porque se debe descartar, como ligereza superlativa, la idea —no expresada, desde luego, pero real, al parecer— según la cual el TS seguiría dictando sentencias (y autos; en cambio, las providencias no interesan aquí) y las «interpretaciones uniformes» se producirían y se manifestarían por sí solas, como si las sentencias y un precepto legal con el texto del art. 5.4 del Borrador fuesen elementos capaces, al entrar en contacto, de desencadenar un proceso de complejísima naturaleza (¿psicobiológica y física?) del que surgiesen las «interpretaciones uniformes». Ya se comprende que esto no es sino una fantasía, que hemos esbozado para una necesaria reductio ad absurdum.



Y hay que descartar, asimismo, una voluntad consciente de que, a consecuencia de normas como las propuestas en los arts. 5.4 y 13. 3 del Borrador, se viniese a producir una situación, antes apuntada, de ambigüedad e inseguridad jurídica máximas. Pero conviene ser plenamente conscientes que de que ésa es la situación que generaría en España el que las «interpretaciones uniformes» fuesen vinculantes para los Jueces y Magistrados (con la consiguiente fuerza o eficacia indirecta para todos los demás profesionales del Derecho, para las Administraciones y Entidades públicas cuya actuación está sometida a control jurisdiccional, etc.), pero no se objetivasen o positivizasen, sino que cada Juez, Magistrado, etc., hubiese de hallarlas y atribuirles contenido, a partir de las sentencias.



Esta especie de «libre examen» de la jurisprudencia (de las sentencias, que, a diferencia de la Biblia, son juicios sobre casos concretos) a efectos de «interpretaciones uniformes» vinculantes, no sólo no representaría ningún avance en la seguridad jurídica, sino un inmenso retroceso.



b) El «ejemplo» de Gran Bretaña y de los EE.UU.



Como fácilmente vienen a la cabeza ejemplos culturales distintos, con igual facilidad podría aducirse, en contra de la necesidad de la objetivación de la «interpretación uniforme» y como si se tratase de un elemental apunte de «Derecho comparado», la siguiente pregunta: ¿acaso no coexisten, en el Reino Unido de la Gran Bretaña y en EE.UU (ni siquiera Lousiana es una excepción clara), las leyes positivas y el precedente vinculante, pero sin objetivar?



Es cierta esa coexistencia, pero el Derecho comparado, tomado medianamente en serio, no consiente alegatos del estilo de la pregunta anterior. Entre otras innumerables razones —imposibles de abordar en un trabajo como éste— por todas las que se resumen en el dato de que el muy complejo sistema jurídico propio del mundo anglo-norteamericano no haya sido originado por normas positivas semejantes a los arts. 5.4 y 13. 3 del Borrador ni necesite de ellas.



Mas, por otro lado, el Borrador de nueva LOPJ no puede lograr —ni, a decir verdad, manifiesta pretender— transportarnos de un plumazo de un sistema jurídico a otro. Y los defensores conocidos del Borrador vienen a negar que los preceptos de éste que ahora examinamos se propongan tamaña transformación.



Estoy cierto, además, de que, al menos para este país, con sus gentes y su cultura, ningún adelanto jurídico supondría, sino un atraso grandísimo, cambiar totalmente de sistema jurídico, objetivo inalcanzable, por añadidura, en virtud de una LOPJ



Estoy cierto, además, de que, al menos para este país, con sus gentes y su cultura, ningún adelanto jurídico supondría, sino un atraso grandísimo, cambiar totalmente de sistema jurídico, objetivo inalcanzable, por añadidura, en virtud de una LOPJ. Y ya hemos visto cómo, en punto a seguridad jurídica, aceptar la «interpretación uniforme» vinculante, pero no objetivada, no representaría ningún adelanto, sino todo lo contrario.



c) Las aporías de la objetivación de la «interpretación uniforme»



Volvamos, pues, a sentar o presuponer que la fuerza vinculante de las «interpretaciones uniformes» exigiría su positivación u objetivación (a su necesidad, siempre según el Borrador, apunta Díez-Picazo y Ponce de León cuando, en el lugar citado en este texto principal, se refiere al «massimario» italiano o al anual «edicto del Pretor»).



A su vez, la exigencia de objetivación o positivación de la «interpretación uniforme» comportaría, ineludiblemente, a) identificar la norma o normas interpretadas; b) expresar a qué efectos importa la interpretación y c) enunciarla con toda precisión. Pero si ha de haber esa objetivación o positivación, entonces, los interrogantes no dejan de surgir.



Ante todo, ¿quién dice y cómo se dice que existe o que se acaba de producir una «interpretación uniforme»? Y se suscita de inmediato otra cuestión problemática, pero insoslayable ante un, llamémosle así, material jurídico de aplicación obligatoria, que es la de su ineludible publicación, porque sólo a partir de ella sería exigible la «aplicación» o surgiría la fuerza vinculante.



Caben unas fáciles primeras respuestas a las anteriores preguntas. Como quiera que el Borrador se refiere a la interpretación realizada por el TS, es claro, p. ej., que habría de ser el TS quien dijera que existe, desde hace tiempo o desde una determinada sentencia, una «interpretación uniforme» de tal o cual norma. Y la segunda cuestión, la de la publicación, podría resolverse fácilmente recurriendo al Boletín Oficial del Estado.



Pero, más atentamente considerada la primera de esas dos cuestiones, es decir, la del protagonismo en la declaración de «interpretaciones uniformes», la precedente respuesta debe considerarse deficiente, porque la unidad del Derecho no es una entelequia. Si por el TS se entendiese cada una de sus diferentes Salas (el Pleno carece de atribuciones en la actualidad), ¿sería eso satisfactorio respecto de tantas normas jurídicas (positivas o principios generales del Derecho) que han de aplicar y aplican, con cierta frecuencia, dos o más Salas?



Dejando esta pregunta en el aire (ya se atravesaría ese puente si, desdichadamente, algún día se llegara a él), quedan otros interrogantes, los más difíciles, sin resolver. Para afrontarlos, situémonos en el hipotético momento de la entrada en vigor de preceptos como los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador. Y, además, pongámonos en el lugar del TS, con la bandera de la seguridad jurídica enarbolada en el lugar más destacado.



En tal tesitura, cabría pensar que el TS, en coherencia con el deseo de no perpetuar la inseguridad jurídica, debería publicar, cuanto antes, las «interpretaciones uniformes» ya existentes sobre diversas normas. Se trataría, desde luego, de una labor, más que ingente, hercúlea, sobre todo porque el Alto Tribunal habría de seguir dictando sentencias resolutorias de los recursos de su competencia… salvo que el Borrador eliminara de la competencia del TS la resolución de recursos, convirtiendo a dicho Tribunal en un colegio de juristas dedicado a la interpretación vinculante del ordenamiento jurídico.



[Pongo de manifiesto el carácter hercúleo de la labor como imaginable consecuencia de uno los posibles desarrollos del Borrador y no como reducción al absurdo ni como mera objeción al cambio que se pretende. Porque estoy cierto de que la tarea hercúlea se afrontaría: o con más Magistrados o con más letrados al servicio del Tribunal. Esta última opción de seguro sería vista con mejores ojos que la primera: tengo el conocimiento y la experiencia personal de la oposición o resistencia a una ampliación de la planta del TS simplemente en el número correspondiente al de habituales Magistrados suplentes en el Alto Tribunal.]



Por otra parte, incluso si, dejando a media asta la bandera de la seguridad jurídica, el TS prescindiese de publicar rápidamente las «interpretaciones uniformes» preexistentes a la entrada en vigor de su aplicación obligatoria (lo que sería mucho prescindir y no aparece autorizado en los textos de los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador), no cabe eludir una cuestión de suma importancia. Ésta: ¿cómo o dónde daría a conocer el TS las «interpretaciones uniformes»? La alternativa parece clara: o las «interpretaciones uniformes» se declaran en las sentencias del Alto Tribunal o son establecidas en documentos de otro tipo.



En la primera hipótesis, ha de quedar sentado que, por las razones ya expuestas en varios lugares de estas páginas, no cabría calcar, como modelo, el tipo de sentencias resolutorias de los denominados «recursos» «en interés de la ley» o «para la unificación de doctrina». La exposición y declaración de la «interpretación uniforme» no debe confundirse con la motivación del fallo, relativo a un caso concreto. La «interpretación uniforme» habría de constituir un añadido a la sentencia resolutoria del caso, para no confundirse con la motivación de esta sentencia y, sobre todo, porque, a fin de que fuese vinculante en otros casos, habría de expresarse con abstracción o generalidad. Por lo demás, no todas las sentencias del Alto Tribunal requerirían la objetivación de una «interpretación uniforme». Muchas sentencias podrían ser semejantes a las actuales.



La segunda hipótesis —expresar la «interpretación uniforme» en un vehículo formal distinto de las sentencias— presenta la dificultad de inventar tal vehículo.



Pero, tanto si suponemos que los promotores del Borrador son capaces —así me lo parece— de esa invención, como si la «interpretación uniforme» se expusiera como añadido de algunas sentencias, hay algo que no cambiaría: el Tribunal Supremo vendría a enunciar lo que, en su apariencia externa y en su eficacia (siempre según el Borrador), en nada se distinguiría de una norma positiva. Por tanto, habría ser afirmativa la respuesta a la cuestión acerca de si el Borrador convertido en ley constituiría una alteración del actual sistema de fuentes del Derecho. Sin duda, las vinculantes «interpretaciones uniformes» objetivadas o positivizadas constituirían un «plus» normativo respecto de lo previsto en el art. 1.6 CC.



Nada de extraño tendría el fenómeno, porque a fin de cuentas, las objetivaciones de la jurisprudencia siempre, desde el mundo jurídico romano, con su notabilísima evolución, se han llevado a cabo en las leyes. El Tribunal Supremo, en desarrollo lógico del Borrador, se convertiría insoslayablemente en legislador, con independencia de intenciones y de voluntades, que nada pueden contra la naturaleza de las cosas.



9. Breve conclusión: oposición del Borrador a la Constitución por doble concepto: contra la independencia judicial y contra la función de los Juzgados y Tribunales



No hablaré, tras la última frase del epígrafe anterior, de invasión por el Poder Judicial de la esfera del Poder Legislativo. Dejo ahora a otros el asunto de las «pequeñas leyes» que inexorablemente serían las «interpretaciones uniformes» objetivadas o positivizadas.



La objetivación o positivación de las «interpretaciones uniformes» excede con meridiana claridad de lo que constitucionalmente incumbe a los órganos jurisdiccionales, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La expresión o declaración de la «interpretación uniforme» ya no es juzgar y, desde luego, no es hacer ejecutar lo juzgado



En cambio, me parece inexcusable hacer notar que la objetivación o positivación de las «interpretaciones uniformes» excede con meridiana claridad de lo que constitucionalmente incumbe a los órganos jurisdiccionales, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La expresión o declaración de la «interpretación uniforme» ya no es juzgar y, desde luego, no es hacer ejecutar lo juzgado.



En consecuencia, si los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador llegaran a convertirse en ley, a mi entender serían inconstitucionales, con toda claridad, por contrarios, como ya dije, a la independencia de los Jueces y Magistrados, sometidos «únicamente al imperio de la ley» (art. 117.1 CE). Pero también serían contrarios a la Norma Fundamental por no ajustarse al cometido constitucional de los Juzgados y Tribunales (art. 117.3 CE).



Cierto es que el inciso final del aptdo. 4 del mismo art. 117 CE permite que la ley asigne a «los Juzgados y Tribunales» otras funciones, distintas de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Pero esa norma constitucional exige, muy razonablemente —porque, sin duda, no se redactó imaginando nada semejante al art. 5.4 del Borrador—, que esa asignación de funciones no estrictamente jurisdiccionales a los tribunales de Justicia se haga «expresamente». Los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador no cumplen en absoluto esa exigencia, lo que constituye una nueva manifestación de su carácter de «ocurrencia».



Madrid, 5 de agosto de 2002.

NOTAS

(1) En su día, llegó a mi poder —no recuerdo cómo— un «Borrador» distinto de nueva LOPJ, elaborado en el tiempo en que fue Ministro de Justicia el Sr. Belloch Julbe. Entre otras cosas, ese «Borrador» preveía la constitución de Consejos del Poder Judicial en los ámbitos autonómicos, lo que nada conforme parece con el art. 159.1, 5.ª, en relación con el art. 122, ambos de la CE. Pero, a diferencia del «Borrador» que motiva estas páginas, aquel Borrador no trascendió en absoluto, sin duda porque no pasó de un documento interno y nadie, desde el Ministerio del que era titular el Sr. Belloch, lo hizo circular externamente a efectos informativos o de consulta.

(2) El Sr. Rodríguez García es también, a propuesta del Presidente del CGPJ (y del TS), Sr. Hernando Santiago, el Magistrado encargado del denominado «control judicial previo» de las actividades del Centro Nacional de Inteligencia («sucesor» del CESID) que afecten a derechos fundamentales y libertades públicas. Vid. R.D. 523/2002, de 11 de junio, publicado en el BOE de 22 de junio del mismo año.

(3) Vid., respectivamente, «La mirada del Estado», ABC, 17 de julio de 2002, pág. 3 y «Jurisprudencia y seguridad jurídica», ABC, 19 de julio de 2002, pág. 3.

(4) No han de ponerse en duda estas afirmaciones de Hernando Santiago, pero se desconoce por la generalidad de los interesados (y de los «profesionales del Derecho que trabajan día a día en nuestra nación», sean más o menos cualificados) la identidad de los miembros de la comisión, «expertos» y «profesionales del máximo nivel».

(5) La conocida STC 108/1986, de 29 de julio, abunda en consideraciones sobre los distintos Vocales que no me parecen compatibles con la «miniaturización» que el Borrador pretende.

(6) En mi monografía La sociedad irregular mercantil en el proceso, Pamplona, 1971, el análisis pormenorizado de la jurisprudencia del TS jugaba un papel primordial, sobre la base de indagar las verdaderas rationes decidendi de muchas sentencias, por encima de lo que Díez-Picazo y Ponce de León había denominado «literatura» de las sentencias.

(7) Cfr. «La jurisprudencia en la Ley de Bases para un nuevo Título Preliminar», en Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, núm. IV, 1973 y, después, «La Jurisprudencia en el nuevo Título Preliminar del Código Civil», en Anuario de Derecho Civil, 1975, págs. 437 y ss. Me cabe la satisfacción imborrable de que el Maestro Don Federico de Castro y Bravo me animara a redactar y publicar el segundo texto citado, a la vista del primero. Pero vid., después el § 7, núms. 13-21, de mi Derecho Procesal. Introducción (con Díez-Picazo Giménez), 2.ª ed., Madrid, 2001.

(8) Cfr. «En torno a la crisis de la Administración de Justicia», en Boletín del Colegio de Abogados de Madrid, núm. 4/1990, de julio-agosto, págs. 11-29.)

(9) Vid. «Sobre los criterios inspiradores del Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Civil, de 30 de octubre de 1998», en Revista de Derecho Procesal, núm. 2, 1999, pág. 373: “Nunca ha sido cierto —y lo vengo diciendo desde hace tiempo— ese tópico según el cual ‘en Derecho todo es discutible’. Muchas cosas son discutibles, pero es innegable que el debate jurídico y el progreso jurídico —doctrinal, legislativo, jurisprudencial, etc.— se apoyan sobre un consenso en ciertos instrumentos entre los cuales sobresalen muchos conceptos. De lo contrario, si las bases de la comunicación estuviesen todas, y siempre, en discusión, poco se podría avanzar.»

(10) Vid. Gómez Orbaneja, Derecho Procesal Civil (con Herce Quemada), vol. I, pág. 51, Madrid, 1976.

(11) O, a veces, autos. En cambio, las providencias no interesan aquí. En el resto del texto principal se hablará sólo de sentencias, para simplificar.

(12) Esta expresión la tomo de una excelente monografía, que no me canso de recomendar (aunque, al parecer, con escaso éxito en algunos ambientes de poder, donde deberían leerla). Me refiero a la de Michele Taruffo, Il vertice ambiguo, Saggi sulla Cassazione civile, Bologna, 1991, 189 págs.

(13) Cfr. loc. cit. en el texto principal, supra. Se dirá que esa frase significa recurrir al denominado «argumento de autoridad». Pero el «argumento de autoridad» es censurable cuando la autoridad no existe y resulta penoso cuando se esgrime como único y no se formula como complementario de algún razonamiento expreso. Obviamente, no es el caso. Por lo demás, rara vez el «argumento de autoridad» añadido en el texto principal responderá más exactamente a la verdad y estará más justificado.

(14) El art. 493 dice en su segundo párrafo: «En este caso [si la sentencia fuere estimatoria], se publicará en el ‘Boletín Oficial del Estado’ y, a partir de su inserción en él, complementará el ordenamiento jurídico, vinculando en tal concepto a todos los Jueces y tribunales del orden jurisdiccional civil diferentes del Tribunal Supremo.» En cuanto a los arts. 100 y 101 LJCA, la fórmula es ésta; «En este caso [cuando la sentencia fuere estimatoria, se publicará en el ‘Boletín Oficial del Estado’ y a partir de su inserción en él vinculará a todos los Jueces y Tribunales inferiores en grado de este orden jurisdiccional» (art. 100.7) o «…a todos los Jueces de lo Contencioso-administrativo con sede en el territorio a que extiende su jurisdicción el Tribunal Superior de Justicia.» (art. 101.4).

(15) Cfr. Díez-Picazo y Ponce de León, Estudios sobre la jurisprudencia civil, Madrid, 1966, págs. 33 y 34. Poco antes de la frase citada, afirma el mismo autor que «la sentencia como obra literaria es una realidad que decepciona notablemente.»


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