(Publicado en Tribunales de Justicia,
nº 10, octubre 2002, sección “Opinión”, págs. 1-18. Los textos en azul son comentarios
o resúmenes elaborados por la redacción de la Revista)
Gobierno del
Poder Judicial y valor de la jurisprudencia: un intento de dos cambios
sustanciales
Andrés
de la Oliva Santos
Catedrático de Derecho Procesal
de la Universidad Complutense
El
autor realiza un análisis crítico de dos modificaciones de gran calado
contenidas en un borrador de la LOPJ difundido recientemente: un cambio en el
estatuto de los Vocales del CGPJ y en las funciones de sus órganos internos; y
el otorgamiento de fuerza vinculante a la jurisprudencia del TS.
I. Un «Borrador» de nueva Ley Orgánica del Poder Judicial
En los meses
de junio y julio, proliferaron las noticias acerca de un Borrador de una nueva
Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ), que, entre otras muchas innovaciones,
contiene dos capaces de hacer hablar al
mudo (precisamente ésa era mi situación: la de mudo voluntario sobre la
mayoría de los asuntos públicos, por motivos que quizá en otro momento
convendrá explicar, porque no son personalísimos, sino concernientes al clima
de falta de aprecio a la libertad y al Derecho genuino, máxima garantía social
de la libertad).
Ahora, en el
obligado trance de escribir estas páginas, un trance que no es agradable, apelo
expresamente, no sólo al amor a la libertad (que es falso cuando no se quiere
la libertad ajena), sino también a los mínimos de buen sentido y de tolerancia
que requiere la democracia para no verse falseada y corrompida. Aquí no hay
ataque a personas ni a instituciones, sino puro ejercicio de libertad en
defensa de lo que, legítimamente, considero preferible para nuestro país.
Lamentaría mucho que se sintiesen personal o institucionalmente agredidos los
autores del Borrador o sus promotores y defensores. Lo digo porque, en algunas
ocasiones parecidas a ésta, ya he contemplado —y, lo que es peor, he hecho
padecer, sin yo saberlo, a otros—, reacciones destempladas de unos pocos, que,
a buen seguro, verbalmente son
entusiastas paladines de las libertades de pensamiento y de expresión y, más en
concreto, verbalmente aceptan y
defienden la crítica a la acción de gobierno y a las resoluciones judiciales.
Pero entremos
en materia. El llamado Borrador —del que han circulado al menos dos versiones,
entregadas a varias personas por autoridades ministeriales— pretende, entre
otras innovaciones, estas dos:
1.ª) Una sustancial modificación del Consejo
General del Poder Judicial (CGPJ), legalmente el supremo «órgano de gobierno»
de dicho Poder;
2.ª) Atribuir
fuerza legalmente vinculante a la interpretación de las normas por el Tribunal
Supremo, lo que afectaría a nuestro sistema de fuentes del Derecho y, en
definitiva, a nuestro sistema jurídico.
No me propongo
tratar exhaustivamente estos dos asuntos —el segundo, de enorme amplitud—, sino
sólo dar cuenta cabal de lo que el Borrador proyecta, con la información, el
análisis y las observaciones indispensables. Y como no se trata de un debate
sobre «modelos» —de «gobierno del Poder Judicial» o de sistemas jurídicos—,
sino de un determinado proyecto de reforma legislativa, no me limitaré a
consideraciones de ortodoxia constitucional o de doctrina y técnica jurídicas.
Algo diré también —en parte, de inmediato— sobre elementos de otra índole. Los
proyectos de cambio legislativo no son ucrónicos ni utópicos, sino históricos:
se inscriben en precisos espacios territoriales, temporales y, en suma,
culturales, de modo que importan algunos datos y circunstancias históricas.
II. Sustancia y
circunstancia del Borrador: la «circunstancia»
Bien se puede
considerar que el texto es la sustancia
del referido Borrador. Pero éste tiene también una circunstancia, con elementos concretos, que deben ser expuestos y
analizados, porque en absoluto carecen de relevancia, sino que, por el
contrario, resultan, si se me permite el juego de palabras, muy sustanciosos.
1. La comisión oficiosa
elaboradora del Borrador
El primero de
esos elementos circunstanciales consiste en que los Borradores proceden de una
comisión no oficial, pero auspiciada por el Ministerio de Justicia (siendo su
titular el Sr. Acebes) y presidida por el actual Presidente de la Sala de lo
Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo, el Sr. Rodríguez García.
Que la
comisión sea oficiosa o informal, aunque se le haya encargado una tarea de
tanta envergadura, quizá se explique por el régimen legal de incompatibilidades
de los Magistrados del Alto Tribunal. Ese régimen legal no permite la
integración de tales Magistrados en activo en la Comisión General de
Codificación, órgano asesor del repetido Ministerio. Y, en todo caso y aunque
no hubiera ley, el buen sentido jurídico y constitucional desaconseja que
Magistrados que ejercen jurisdicción asesoren a miembros del Gobierno (en
especial, si corresponde precisamente a esos Magistrados el control
jurisdiccional de las disposiciones y actos del Gobierno).
Por mucha que
sea la informalidad de la comisión, lo cierto es que ha existido y actuado y
que el tan citado Ministerio ha difundido, aunque muy restringidamente, las dos
versiones del Borrador (1). Así que, en definitiva, resulta poco discutible la
infracción del espíritu de la ley y de la Constitución en la base de esta
iniciativa, lo que constituye un pésimo principio y resulta tanto más extraño
por ser los protagonistas quienes son. Si no hay escándalo no será por falta de
motivo o causa, sino por una lamentable carencia de sensibilidad y por
acostumbramiento, igualmente lamentable, a sucesos similares.
2. La ausencia
de base política y doctrinal del Borrador
El segundo
elemento o dato circunstancial del Borrador es que los dos referidos cambios
proyectados en la LOPJ no se encuentran previstos en el programa electoral de
ningún partido conocido ni en documento programático de ningún Colegio o
asociación profesional ni en el llamado Pacto de Estado para la reforma de la
Justicia.
Tampoco
ninguno de los dos cambios a que me ciño aquí ha sido reclamado por sectores
doctrinales del Derecho ni por autores aislados, más o menos prestigiosos.
Así, pues,
además de no responder a clamor doctrinal alguno, mayor o menor, el Borrador
carece de base política conocida.
Esta
consideración carecería de sentido (y, a
fortiori, de sentido peyorativo), si el Borrador fuese una iniciativa
privada, perfectamente legítima. Pero la ausencia de base política resulta
relevante a causa de dos factores. Primero, que la prensa y varios destacados
personajes judiciales vinculan el Borrador con el Ministerio de Justicia, sin
contradicción ni rectificación alguna. El segundo elemento o factor que
atribuye relevancia a la ausencia de una conocida base política del Borrador es
el hecho de que, por lo que se sabe, en su elaboración ha sido predominante la
intervención de Magistrados del Tribunal Supremo.
En efecto: al tiempo de
redactar estas páginas, es conocido que la «comisión oficiosa» estaba presidida
por el Excmo. Sr. D. Ángel Rodríguez García, Magistrado del Tribunal Supremo
(TS) y Presidente de su Sala de lo Contencioso-Administrativo (2). Y sabemos
también que han defendido públicamente el Borrador los Excmos. Sres. D. Ramón Trillo Torres y D. Francisco J. Hernando Santiago (3) (los cito por el orden de sus intervenciones
públicas). El primero es Magistrado del TS, Sala de lo Contencioso-Administrativo
y el segundo es el actual Presidente del TS y del CGPJ, también Magistrado de
la Sala lo Contencioso-Administrativo del Alto Tribunal.
Concretamente, el Presidente
del TS y del CGPJ afirma que «un borrador de anteproyecto para la posible reforma
de la Ley Orgánica del Poder Judicial» (…) «ha sido confeccionado por un grupo de expertos designados al efecto
por el Ministerio de Justicia» y que «aquel documento (por demás meritorio
y al que han dedicado sus esfuerzos profesionales del máximo nivel) (4) no ha sido aún [nótese: «aún»] hecho propio por el Ministerio de Justicia».
Y prosigue Hernando Santiago:
«Tampoco ha sido objeto de negociación con los partidos políticos, sindicatos o
Comunidades Autónomas, extremo éste por demás trascendente ya que toda reforma
de esta área debe buscar los niveles de consenso alcanzados por el Pacto de
Estado de Reforma de la Justicia. Por último, no se ha debatido, para la
aportación de sugerencias de mejora, con la Carrera Judicial, sus asociaciones
o cualquiera de los cualificadísimos profesionales del Derecho que trabajan día
a día en nuestra nación.»
Hernando
Santiago
culmina estos párrafos con las siguientes palabras orientadoras: «creo por ello
innecesario decir —por evidente a tenor de lo expuesto— que a partir de ahora
se han de empezar a quemar, sin prisas pero sin pausas, todas aquellas etapas
de reflexión, concertación y consenso con el fin de lograr entre todos un texto
de Ley Orgánica del Poder Judicial riguroso, moderno y que tenga vocación de
perdurabilidad.»
Así, pues, ocurre que,
cuando escribo, ya entrado el mes de agosto de 2002, no ya la mayor, sino la
única información detallada ofrecida públicamente sobre la iniciativa del
Borrador de nueva LOPJ, cuyo impulso es atribuido al Ejecutivo —a un Departamento
ministerial, en concreto—, ha sido suministrada, con pormenores sobre su
situación y, lo que es aún más llamativo, con expresión de propósitos acerca de
su ulterior desarrollo (ritmo, etapas «a quemar», etc.), no por algún órgano
del Ejecutivo, sino por quien preside el Poder Judicial.
Ni que decir tiene que el
Presidente del TS y del CGPJ puede, sin escándalo de nadie, tener conocimiento
de todo lo que comunica y ha quedado transcrito: una cosa es la separación de
poderes y otra, la ausencia de comunicación entre ellos. Y resulta preferible
la comunicación y las buenas relaciones —cada cual «en su sitio», eso sí— que
la tirantez y la hostilidad sistemáticas. Parece evidente que el Presidente del
TS y del CGPJ conoce bien el impulso del Borrador, sus protagonistas, el futuro
trabajo y otros pormenores. Y no hay que dudar de que la sencillez y el
acertado convencimiento de la inexistencia de secreto han inspirado las
palabras de Hernando Santiago. Con
todo, no deja de resultar chocante que, en medio del silencio del Ejecutivo,
sea el máximo representante del Poder Judicial quien informe de un trabajo
pasado y del previsible futuro, cuando aquél ha sido promovido por el Ejecutivo
y cuando a éste corresponde la iniciativa legislativa, de la que carecen
legalmente (y conviene que la realidad se ajuste a la legalidad) los Jueces y
los Magistrados, cualesquiera que sean su categoría y cargos judiciales.
Todo esto guarda relación
con algunas consideraciones, no técnico-jurídicas, que formularé más adelante.
III. La «sustancia» del
Borrador
En cuanto a
la sustancia del Borrador,
circunscrita a los dos cambios ya indicados, cabe adelantar un rasgo común: no
ser conformes a la Constitución, rasgo éste que, como se verá, poca duda puede
ofrecer si la Norma Fundamental es interpretada según las normas de la
hermenéutica. Pero comenzaré por describir la innovación relativa al CGPJ.
A) El cambio en el Consejo General del Poder Judicial
1. La
«miniaturización» del CGPJ
Según el
Borrador, los órganos del Consejo serían el Presidente, la Comisión Permanente
y el Pleno, con un aumento de las competencias de los dos primeros. La Comisión
Permanente pasaría a estar compuesta, no por cinco, sino por seis miembros (el
Presidente y cinco Vocales), que cambiarían periódicamente. Y los Vocales a los
que no les correspondiese integrar la Comisión Permanente podrían ejercer su
profesión (de Jueces o Magistrados, de Abogados, Fiscales, Secretarios
Judiciales, etc.), aunque se prescribiría (¡faltaría más!) la preferencia del
deber de asistir a los Plenos.
A favor de
estas novedades se han aducido, que sepamos, dos argumentos: el primero, que
seis personas son suficientes para desempeñar las funciones «ordinarias» del
Consejo o, con otras palabras, que el Consejo tiene un «tamaño» excesivo. El
segundo, que el ejercicio de sus correspondientes profesiones jurídicas por la
mayoría de los Vocales puede resultar saludable, a distintos efectos, entre los
que se ha mencionado, respecto de los que han de ser Jueces y Magistrados, frenar
el deseo de ser Vocales basado en carecer de trabajo judicial («no poner
sentencias», dicen) durante cinco años.
Estoy de acuerdo con la apreciación de
que el «tamaño» del Consejo puede ser excesivo: así lo dije públicamente hace
ya bastantes años. Pero una cosa es esa apreciación y otra, muy distinta, poner
manos a la obra legislativa de una «miniaturización» del CGPJ, que pretende
burlar la norma constitucional. En la ocasión aludida, expresamente consideraba
necesaria una reforma constitucional para ese cambio de «tamaño». Y es
necesaria tal reforma porque, hoy, conforme al art. 122.3 CE, el Consejo está
formado por al menos 20 Vocales y esta norma constitucional no carece de un
contenido concreto y de un sentido cierto, de manera que pueda ser burlada
mediante un «ingenioso» expediente.
Estoy de
acuerdo con la apreciación de que el «tamaño» del Consejo puede ser excesivo:
así lo dije públicamente hace ya bastantes años (cfr. Acerca del Consejo General del Poder Judicial, en Revista de Derecho Procesal, 1994, núm.
2, págs. 306-307). Pero una cosa es esa apreciación y otra, muy distinta, poner
manos a la obra legislativa de una «miniaturización» del CGPJ, que pretende
burlar la norma constitucional. En la ocasión aludida, expresamente consideraba
necesaria una reforma constitucional para ese cambio de «tamaño». Y es
necesaria tal reforma porque, hoy, conforme al art. 122.3 CE, el Consejo está
formado por al menos 20 Vocales y esta norma constitucional no carece de un
contenido concreto y de un sentido cierto, de manera que pueda ser burlada
mediante un «ingenioso» expediente.
El art. 122.3
CE está disponiendo, sin lugar a dudas, que exista un órgano colegiado, con al
menos veinte miembros, que pueden llegar a ser 21 si los Vocales no eligen de
entre ellos al Presidente del Tribunal Supremo, que lo es, ipsa Constitutione, del mismo Consejo. El Presidente es un «primus
inter pares» y las decisiones sobre los asuntos constitucionalmente atribuidos
al CGPJ («nombramientos, ascensos, inspección y régimen disciplinario» de
Jueces y Magistrados o de los tribunales de justicia: art. 122.2 CE) han de ser
adoptadas por el concreto colegio, de 20 o 21 miembros, establecido por la
Constitución.
Con tanta
razón y tanto motivo para considerar que las funciones del CGPJ no requieren
veinte personas, cabría pensar, p. ej., que el Congreso de los Diputados no
necesita un mínimo de trescientos miembros para ejercer sus atribuciones. Pero
a nadie se le ha ocurrido desvirtuar la concreción numérica que la Constitución
establece en su art. 68.1 y «miniaturizar» el Congreso de los Diputados
mediante una ley, ordinaria u orgánica.
2. Vocales de
«primera» y Vocales «de segunda»
Nada en el art. 122.3 —que no ha dejado de ser autorizadamente
analizado e interpretado por el TC (5)— permite que unos miembros sean de mayor
categoría o relevancia que otros (o por decirlo con palabras muy llanas, que
haya unos Vocales «de primera» y otros «de segunda»).
No se niegue la diversa categoría o relevancia de unos y otros
Vocales, pretendiendo reducirla a una cuestión de atribución de funciones
distintas: el Borrador, al proyectar un estatuto muy diferente para unos
Vocales y para otros (según sean, o no, miembros de la Permanente), traza una
innegable línea de separación cualitativa: unos, los de la Permanente, estarían
obligados a una dedicación exclusiva a las funciones del CGPJ, con rigurosas
incompatibilidades; a los restantes, su trabajo de Vocales sólo les exigiría
una dedicación parcial, meramente preferente, sin las incompatibilidades de los
miembros de la Permanente.
Cabalmente esta diferenciación de status
merece un análisis detenido, relacionándola con la cuestión de la proyectada
estructura nueva del CGPJ. Veamos dos hipótesis:
Primera hipótesis: El Pleno del CGPJ conserva la potestad decisoria
definitiva en todas las materias que la Constitución atribuye al Consejo. En
tal caso, se respetaría la condición de órgano colegiado concretamente derivada
del art. 122.3 CE. Pero, en este mismo caso, carecería de sentido la diferencia
de status de los Vocales, según
integrasen, o no, la Comisión Permanente del CGPJ.
Segunda hipótesis: El Pleno no es decisorio en todas las aludidas
materias, porque muchas, pocas o alguna de ellas incumbirían a la Permanente.
Se entendería la diferencia de status
entre unos y otros Vocales. Pero la letra y el espíritu del art. 122.3 CE
serían infringidos, porque se habría operado una importante alteración del
concreto órgano colegiado establecido por la Norma Fundamental.
O se incurre en inconstitucionalidad por «miniaturización»
del CGPJ o se incurre en el absurdo de una injustificada dualidad de estatutos,
de la que seguiré ocupándome de inmediato
Como se ve, o se incurre en inconstitucionalidad por «miniaturización»
del CGPJ o se incurre en el absurdo de una injustificada dualidad de estatutos,
de la que seguiré ocupándome de inmediato.
3. Vocales
«gobernantes» y «gobernados» a la vez
En la segunda
de las dos hipótesis formuladas, la diferencia de status de unos y otros Vocales se entendería, como acabo de decir,
pero no se justificaría. Pues si una sola de las competencias constitucionales
del Consejo exigiera la intervención decisoria del Pleno ocurriría algo no
menos importante y casi más sorprendente aún que todo lo anterior, a saber: que
gobernarían a los Jueces y Magistrados quienes están ejerciendo como Jueces y
Magistrados (o como Abogados, etc.) o, lo que es igual, que éstos ejercientes
como Jueces y Magistrados serían gobernados por ellos mismos.
Y, lo
repetiré: para que no se diera nunca en la mayoría de los Vocales (los no
integrantes de la Comisión Permanente y ejercientes como Jueces y Magistrados,
etc.) esa doble condición de «gobernantes» y «gobernados» tendrían que carecer
absolutamente de capacidad de decisión y, entonces, la Constitución sería
abiertamente infringida, pues un órgano de 20 o 21 miembros pasaría a tener, en
realidad, sólo 6.
4. Acierto sustancial del régimen de
incompatibilidades de los Vocales del CGPJ en la LOPJ vigente
El régimen de
incompatibilidades de todos los miembros del CGPJ, previsto en el art. 117
LOPJ, aunque acaso mejoraría con algunos retoques, es sustancialmente acertado.
Nadie ha cuestionado, hasta ahora, que resulte necesario, como garantía del más
objetivo desempeño de sus funciones, que los Vocales que sean Jueces y
Magistrados no ejerzan jurisdicción, al igual que los Vocales que sean Abogados
no deben ejercer la Abogacía. Nunca se ha entendido que fuese suficiente el
mecanismo de la abstención y la recusación, que opera además del régimen de
incompatibilidades, respecto de asuntos concretos.
Frente a la
sólida ratio de ese régimen, que,
desde luego, implica sacrificar algunos otros bienes menores, resulta de
extrema debilidad la argumentación fundada en la posibilidad de un tamaño más
reducido y en la conveniencia de no incentivar las aspiraciones a ser Vocal con
la ausencia de trabajo como Juez o Magistrado durante cinco años.
Es de notar,
por lo demás, que la condición de Vocal en un Juez o Magistrado conlleva, según
el art. 120 LOPJ, la imposibilidad legal de acceder, durante la duración del
mandato, a la condición de Magistrado del Tribunal Supremo y la de ser
destinatario de un nombramiento «para cualquier cargo de la Carrera Judicial de
libre designación o en cuya provisión concurra apreciación de méritos.» Por
tanto, algún inconveniente —y no insignificante— acarrea ya al Juez o
Magistrado la condición de Vocal del CGPJ.
Por
añadidura, el Borrador mismo reconoce, a la postre, la necesidad o alta
conveniencia de la dedicación exclusiva, con rigurosas incompatibilidades. ¿Por
qué, si no, mantendría ese régimen para los miembros de la Comisión Permanente?
5. Breve
conclusión
Por todo lo expuesto, siempre que la conformidad con la Constitución
importe, la mutación del CGPJ que el Borrador pretende debe considerarse
jurídicamente inviable. Y Constitución al margen (lo que, para mí, es sólo una
hipótesis intelectual), la iniciativa adolece de clara contradicción interna.
Pero es que, además, que el «gobierno» del «Poder Judicial» estuviese, de ordinario,
en manos de sólo siete personas resulta inadmisible, no ya, como hemos
demostrado, desde el punto de vista de la exigencia constitucional de un órgano
colegiado concreto, con un número de miembros determinado, sino en el plano de
la racionalidad política.
Por otro lado, mi experiencia como Vocal del CGPJ (1990-1996) me
inclina decididamente a pensar que una rotación de los veinte Vocales en la
Comisión Permanente comportaría serias dificultades de diversa índole.
B) La
imposición a los «jueces y tribunales» de la «interpretación uniforme» del
Tribunal Supremo
Uno de los textos normativos proyectados en el
Borrador (art. 5.4) dispone lo siguiente:
«Los jueces y
tribunales garantizan la seguridad jurídica en la interpretación y aplicación
de las leyes y reglamentos, a cuyo efecto no podrán contradecir la
interpretación uniforme que de ellos haya realizado el Tribunal Supremo.»
Más adelante, el Borrador (art. 13.3) reza así:
«La
independencia de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus funciones
jurisdiccionales se ejercerá dentro de los límites de su vinculación al
ordenamiento jurídico y con sujeción a lo dispuesto en el artículo 5 de esta
Ley.»
1. Una observación previa sobre el contenido deseable de una Ley
Orgánica del Poder Judicial
Toda la
tradición legislativa y jurídica y el texto de la vigente Constitución
aconsejan vehementemente que cuando algún día la LOPJ de 1985, actualmente en
vigor, sea sustituida, la nueva LOPJ se ajuste a lo que es propio de la
legislación orgánica sobre la justicia y a lo que prevé el art. 122.1 CE (con
el añadido, si acaso, del contenido previsto en el aptdo. 2). Es deseable,
pues, que la LOPJ se limite a determinar «la constitución, funcionamiento y
gobierno de los Juzgados y Tribunales, así como el estatuto jurídico de los
Jueces y Magistrados de Carrera (…) y del personal al servicio de la
Administración de Justicia». Cabe también, como se acaba de indicar, que regule
además el CGPJ, pero, desde luego, ni antes ni después de la Constitución
Española de 1978, ha sido o es propio de una ley orgánica de la justicia
establecer o modificar un sistema de fuentes del Derecho y, a la vez, el entero
sistema jurídico.
Aunque no me
resulte convincente, comprendo que al elaborar la LOPJ de 1985, sus redactores
introdujesen un Título Preliminar con buen número de normas jurídicas no
calificables de orgánicas y ni siquiera de procesales, sino más bien de básicas
o generales para la vida jurídica, aunque con vocación de aplicación judicial y
no dirigidas directamente a los sujetos jurídicos. Ocurría, en aquel momento
histórico, que la Constitución de 1978 había generado numerosas sentencias del
Tribunal Constitucional sobre cuestiones jurídicas tales como la fuerza
normativa directa y derogatoria de la Norma Fundamental, la superación de
formalismos jurídicos excesivos, la jerarquía normativa, etc. Conjeturo que los
autores del texto o textos que condujeron a la LOPJ de 1985 encontraban
ilusionante y conveniente objetivar esa jurisprudencia, junto con criterios
mucho más discutibles (el que informa el régimen de la prejudicialidad, p. ej.,
cada día se revela más disparatado).
A la vez,
eran los tiempos del alumbramiento, accidentado y penumbroso, de un denominado
«Derecho judicial», que nunca se aclaró qué podía ser. Cuando, en no pocas
ocasiones, me hablaban del «Derecho judicial» y, por el contexto, era claro que
no se referían a normas o conjuntos normativos sobre el estatuto de los Jueces
y Magistrados, acostumbraba a preguntar si acaso había un Derecho de o para
los Jueces y Magistrados, distinto del Derecho, a secas, del que se venía
hablando y sobre el que se trabajaba desde hacía siglos. La pregunta no obtuvo
nunca respuesta, de ninguna clase. Y, a mi parecer, si la criatura llegó a
nacer (yo no la vi), no tardó mucho en fallecer. A buen seguro, porque era un
monstruo, inviable.
Pues bien: no
estamos ya en tiempos de una postconstitucionalidad reciente y apasionante, con
novedades casi a diario, ni en tiempos del «Derecho judicial». Si hubiera de
elaborarse una LOPJ enteramente nueva, algo muy deseable sería acabar con el
dualismo de dos textos con normas jurídicas generales: los Títulos Preliminares
del Código Civil y de la Ley Orgánica del Poder Judicial. Y, en cualquier caso,
no deben existir dos preceptos legales relativos acerca de las fuentes del
Derecho o, visto desde un concreto ángulo, al material jurídico que los Jueces
y Magistrados han de manejar.
2. El silencio imposible ante el
texto del Borrador
Sentado lo
anterior, afrontemos los dos textos del Borrador que se han transcrito.
Frente a la
ocurrencia de esos textos, ya han expresado fundadas críticas, radicalmente
negativas, García de Enterría, E.
(«¿Cambio radical del sistema jurídico español?», ABC, de 6 de julio de 2002, pág. 3) y Díez-Picazo y Ponce de León, L. («Jurisprudencia y seguridad
jurídica», ABC, 31 de julio de 2002,
pág. 3, del que tomo, entre otras cosas, la definición como «ocurrencia» de
este concreto propósito reformador). Cada uno de estos autores —aunque el
segundo muy en especial, por su condición de civilista— ha escrito, además de
las citadas, otras muchas y excelentes páginas, que, a su vez, tenían en
consideración los ríos de tinta derramada a propósito de la clásica cuestión
«jurisprudencia y fuentes del Derecho».
Considero
casi imposible y, desde luego, inútil, exponer aquí la síntesis de un
tratamiento completo de esa cuestión, de las respuestas ofrecidas por unos y
otros y de la respuesta que estimo más acertada (y conforme con nuestro
Derecho). No me parece aventurado suponer que así lo han considerado también García Enterría y Díez-Picazo y Ponce de León. Pero, como quiera que,
pese a la superlativa autoridad doctrinal de ambos autores, se persiste en
defender la reforma proyectada, echaré yo mi cuarto a espadas, con brevedad,
pero también sin la obligada restricción de espacio que conllevan los escritos
destinados a la prensa diaria.
Por otra
parte, desde muy temprano tengo acreditados —no, desde luego, a base de frases
enfáticas o más o menos grandilocuentes, sino de estudios que han procurado ser
muy minuciosos— el máximo respeto y la mayor consideración a la jurisprudencia
del TS (6). Y en el trance de la reforma completa del Título Preliminar del
Código Civil (CC), así como inmediatamente después de la aprobación de esa reforma,
me ocupé de analizar con detenimiento el aptdo. 6 del art. 1 CC. Después, no he
dejado de pensar sobre la jurisprudencia y de procurar precisar y aclarar al
máximo una posición personal, que, en lo sustancial, me atrevería a calificar
de clásica (7).
Estoy seguro
de que buena parte de lo que diré en adelante no será novedoso. Sin embargo,
reiterarlo parece muy conveniente, si no estrictamente necesario. Además de no
poder permitir que el silencio propio se considere aquiescencia personal, llevo
tiempo notando —y haciendo notar— que la crisis general de formación jurídica
—que se observa también en el trabajo judicial y, como tengo dicho ya desde
1990 (8), en las alturas de la organización jurisdiccional—, consiste en el
desconocimiento u olvido de lo fundamental. No quisiera contribuir a consolidar
esa crisis, por omisión del recordatorio de lo que son, objetivamente,
elementalidades jurídicas.
Los males y defectos de nuestras
instituciones jurídicas —incluidas las jurisdiccionales y, respecto de ellas,
la falta de seguridad jurídica— dependen mucho más de un generalizado déficit
de buena formación jurídica que de lagunas o errores legislativos, como los
que, pretendidamente, el Borrador querría eliminar
Por cierto
que los males y defectos de nuestras instituciones jurídicas —incluidas las
jurisdiccionales y, respecto de ellas, la falta de seguridad jurídica— dependen
mucho más de un generalizado déficit de buena formación jurídica que de lagunas
o errores legislativos, como los que, pretendidamente, el Borrador querría
eliminar.
3. La «ocurrencia» del Borrador de nueva LOPJ, un intento de cambio del
sistema jurídico español
Si a la
«interpretación uniforme» de las normas, llevada a cabo por el Tribunal
Supremo, hubieran de someterse todos los restantes «jueces y tribunales»,
parece innegable que se produciría en nuestro país una gran mutación jurídica,
con dos facetas:
1.ª) Los
Jueces y Magistrados dejarían de estar sometidos «únicamente al imperio de la
ley» (art. 117.1 CE). O lo que es igual, se alteraría la independencia judicial
establecida en la Constitución, independencia que, cuando menos, sufriría un
recorte sustancial.
2.ª) La
jurisprudencia del TS (o la jurisprudencia, a secas) dejaría de desempeñar la
función que hasta ahora le corresponde (aptdo. 6 del art. 1 CC, en relación con
el aptdo. 1 del mismo artículo).
Si estas
afirmaciones son acertadas y no erróneas (dedicaré los siguientes epígrafes a
mostrar que son acertadas), sería innegable que España abandonaría el llamado
sistema jurídico europeo-continental para emparentar con el denominado sistema
jurídico anglo-sajón y encontrarse sumida en una hibridación confusa.
Que tamaño
cambio se produjese a consecuencia de una nueva LOPJ resultaría estupefaciente,
por las razones antes expuestas. Un cambio como el que pretenden los promotores
y autores del Borrador debería plasmarse, en todo caso, en una modificación del
Título Preliminar del Código Civil. Y la razón obligaría, dada la índole del
asunto, a una previa consulta oficial a las Reales Academias competentes (me
parece que, además de la de Jurisprudencia y Legislación, también a la de
Ciencias Políticas y Morales) y a todas las Facultades de Derecho, antes que a
los «partidos políticos, sindicatos o Comunidades Autónomas», mencionados por Hernando Santiago. Así, partidos
políticos, sindicatos [pido perdón por no entender porqué el sistema de fuentes
del Derecho es asunto que incumba a los sindicatos] o Comunidades Autónomas
—entidades bien heterogéneas, por cierto— dispondrían de pareceres jurídicos
cualificados para formar su criterio.
4. La independencia judicial: su recorte sustancial y su muy defectuoso
entendimiento en el Borrador de LOPJ
Aunque el precedente epigrafiado señale lo contrario, es de mucha
mayor importancia el recorte de la independencia judicial que su mal
entendimiento. El error grave de expresión acerca de la independencia judicial
apenas tendría trascendencia en la realidad del quehacer de los tribunales. Por
eso, y por enlazar mejor con lo que se ha escrito en el precedente epígrafe 2,
comenzaré por lo que Díez-Picazo y Ponce
de León llama «ataque despiadado a la independencia de los jueces y
tribunales» y aquí prefiero —aunque sin desacuerdo alguno con el distinguido
civilista— describir como «recorte», aunque sustancial.
a) Recorte sustancial de la
independencia judicial, contrario a la Constitución
Veamos el
recorte sustancial y su clara oposición a la Constitución. Y por cierto que, en
este momento y con esta ocasión, el vocablo «veamos» resulta singularmente
preciso. Porque cabe en verdad «ver» o «visualizar», como ahora se ha dado en
decir, que estar sometidos a una «interpretación uniforme» de la ley por el TS
es algo más que estar «sometidos únicamente al imperio de la ley» y que es esto
lo que dispone el art. 117.1 in fine
CE.
Ante esta
denuncia de frontal oposición a nuestra Constitución, sólo con formalismo
vacuo, puesto al servicio del sofisma, instrumento, a su vez, del utilitarismo
y del interés coyuntural, podría argüirse, como defensa de la «ocurrencia» del
Borrador, alguno de estos tres «argumentos» (o los tres juntos o combinados):
Primero: que,
al disponer una ley el sometimiento a la «interpretación uniforme», ese
sometimiento sería sometimiento a la ley.
Segundo: que
la expresión constitucional, transcrita ya dos veces, no puede entenderse en
sentido técnico, porque «los Jueces y Magistrados», integrados en «los Juzgados
y Tribunales», no se someten sólo a las normas positivas con rango formal de
ley, sino también a las normas positivas de rango inferior (Reglamentos, en
general).
Tercero: que,
tratándose de «interpretación» y haciéndose ésta siempre de preceptos
procedentes de las genuinas fuentes del Derecho, ninguna fuente del Derecho
nueva se inventaría o establecería. Y que, además, no debemos abrigar temor a
que, de convertirse en ley el Borrador, los Magistrados del TS «legislen»
(rompiendo el monopolio atribuible a las Cámaras legislativas): no sucedería
tal cosa —dicen— porque siempre habría un exquisito sometimiento de esos
Magistrados a «la ley».
Aunque estos
alegatos carecen de seriedad, requieren respuesta en el actual estado de cosas,
caracterizado por la aceptación del tópico, tan falso como socialmente
rampante, según el cual «en Derecho todo es discutible». A este tópico ya me he
referido hace algún tiempo (9), enteramente al margen del Borrador que motiva
estas páginas.
En cuanto al
primer «argumento», la respuesta, para ser breve, puede consistir en una
consideración de cierto calado conceptual y en una reducción al absurdo ejemplificada.
La
consideración no es otra que advertir la imposibilidad de atribuir a la ley
formal una omnipotencia transformadora de la naturaleza de las cosas. Y una tal
transformación es la que cabalmente sería precisa para convertir la
«interpretación uniforme» en un ente o entidad de índole semejante a cualquier norma positiva, a una costumbre en
sentido jurídico o a un principio general del Derecho.
La reducción
al absurdo consiste en preguntarse si no entenderíamos infringido el imperativo
constitucional de exclusivo sometimiento a la ley en caso de que, p. ej., una
mayoría parlamentaria aprobara un texto que mandase a los Jueces y Magistrados
no contradecir las órdenes de los Delegados y Subdelegados del Gobierno. Por el
momento, no me parece necesario añadir nada más acerca del referido primer
«argumento».
El segundo
«argumento» resulta especialmente deleznable. Porque está sobreentendido —y
nadie ha sostenido lo contrario— que la expresión «sometidos únicamente al
imperio de la ley» no se refiere sólo a la norma escrita o positiva con rango
formal de ley, sino a las normas positivas
aprobadas por quienes tengan las atribuciones correspondientes (Cámaras
legislativas, autoridades administrativas, etc.). Y la «interpretación» de
cualquier norma no es, en virtud de los principios lógico-metafísicos de
identidad y de no contradicción, lo mismo que la norma. Y menos identidad aún,
si cabe, puede existir entre la interpretación de una norma positiva y la misma norma positiva que
es objeto de aplicación e interpretación. Con otras palabras: pertenece al
reino de la evidencia que la interpretación de una norma es una realidad
distinta de la norma. La interpretación constituye un innegable «plus» respecto
de la norma interpretada.
Por lo que se
refiere al tercer «argumento», ocurre que la innovación de una vinculante
«interpretación uniforme» de las normas por el TS no preocupa casi nada
respecto de la actividad enjuiciadora que incumbe a las Salas, Secciones y
Magistrados del TS: nada dice el Borrador acerca de una vinculación del mismo
TS a su anterior «interpretación uniforme» de una norma. Por consiguiente,
asegurar, ante el Borrador, que el TS será respetuoso con el Derecho objetivo
no constituye sino una frase que augura continuidad o, lo que es igual, ninguna
garantía objetiva añade al ya establecido sometimiento del TS «únicamente al
imperio de la ley». A quienes vincularían, según el Borrador, las
«interpretaciones uniformes» del TS sería a los restantes órganos
jurisdiccionales. Son éstos los que verían sustancialmente recortada su
independencia. El sometimiento único a la ley por parte del TS en nada
eliminaría ese recorte sustancial de Juzgados, Audiencias, y Tribunales
Superiores.
Decía Gómez Orbaneja: «en lo que constituye
propiamente la función jurisdiccional, (…) tan soberano e independiente es el
juez de paz de la última aldea como la Sala de lo civil del Tribunal Supremo»
(10). Así es hoy. Pero dejaría de ser así si la ocurrencia del Borrador fuese
elevada a precepto legal.
Si las
«interpretaciones uniformes» vinculantes alterarían, o no, nuestro sistema de
fuentes del Derecho no es sino la cuestión de la naturaleza de dichas
«interpretaciones» y de la posibilidad de constituir un “plus” normativo
respecto de la ley, la costumbre (en los ámbitos en que es aplicable) y los
principios generales del Derecho. Es ésta una cuestión que veremos un poco más
adelante, en distintos momentos.
b) Muy defectuoso entendimiento, en el Borrador, de la independencia
judicial
Yerra muy
gravemente el Borrador cuando afirma, en su art. 13.3, que «la independencia de los jueces y tribunales en el ejercicio de sus
funciones jurisdiccionales se
ejercerá dentro de los límites de su vinculación al ordenamiento jurídico…».
En un examen oral de la asignatura «Derecho Procesal I» en que escuchara esa o
parecida frase, yo —como otros profesores— requeriría al alumno para
rectificar, facilitándoselo con alguna observación y, de no hacerlo y
explicarse adecuadamente, no podría obtener la calificación de aprobado. Digo
esto, no para molestar a nadie, sino para señalar, con toda la expresividad
posible, la gravedad de la equivocación.
Además de que
la «independencia (...) en el ejercicio
de (...) funciones (...) que se ejercerá...»
constituye un galimatías horrísono —pienso que no hace falta explicarlo: basta
leer un par de veces el texto—, el estilo deplorable de la frase encubre dos
errores conceptuales de bulto.
El primero de
esos errores estriba en que la independencia judicial no se ejerce, salvo que
se hable un lenguaje coloquial, vulgar, impreciso, impropio en una ley y más
sobre asunto de tanta importancia. Lo que ejercen «los jueces y tribunales»
(dualidad también defectuosa) es el poder o la potestad jurisdiccional. Y la
independencia es una característica o rasgo intrínseco del ejercicio de la
potestad jurisdiccional o, ganz kurz,
del ejercicio de la jurisdicción. Es decir: que la potestad jurisdiccional o la
jurisdicción se ejercen con
independencia (cuando se predica del ejercicio de la jurisdicción, la
independencia no necesita del adjetivo «judicial»).
Si se quiere,
se puede considerar indispensable para la ortodoxia de la Jurisdicción en
cuanto sustitutivo de la «justicia privada» o autotutela que el Derecho se diga
en los casos concretos sin vínculos de dependencia. O, lo que es igual, se
puede conceder tanta importancia a la independencia en el ejercicio de la
función jurisdiccional que se niegue la existencia de una Administración de
Justicia o de un Poder Judicial aceptables cuando no haya independencia. Pero lo que ejercen los Jueces y
Magistrados es el poder de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado y la
independencia es un modo o cualidad de ese ejercicio, cualquiera que sea,
incluso máxima, la importancia que a la independencia se reconozca o atribuya.
Constituye un error tremendo afirmar
que la independencia judicial está limitada por el ordenamiento jurídico. La
específica y singular independencia judicial es
o precisamente consiste en la
vinculación o sometimiento exclusivo o único al ordenamiento jurídico
Con no ser
venial el primer error, el segundo es de mucha mayor entidad. Porque la
independencia judicial, con que ejercen la potestad jurisdiccional los Jueces y
Magistrados, no presenta (hablo yo de «presentar», por no volver a hablar de
«ejercer», como lo hace el Borrador) unos «límites» consistentes en «su
vinculación [la de los Jueces y Magistrados, quiere decirse] al ordenamiento
jurídico». Constituye un error tremendo afirmar que la independencia judicial
está limitada por el ordenamiento jurídico. No. En general, la independencia
es, como el propio término indica, la ausencia de dependencia. Y la específica
y singular independencia judicial es
o precisamente consiste en la
vinculación o sometimiento exclusivo o único al ordenamiento jurídico. Hay, luego,
diversas garantías de la independencia judicial, pero, en esencia, la
independencia judicial es, como dice
atinadamente el art. 117.1 CE, estar «sometidos únicamente al imperio de la
ley» o, lo que es igual, carecer de otros sometimientos.
Así, pues, la
Constitución dice bien qué es la independencia judicial, sin nombrarla. En
cambio, el Borrador contiene una fórmula reveladora de una desorientación
conceptual o jurídico-intelectual, que, tratándose de materia tan capital,
resulta sumamente grave. Releyendo el texto que nos ocupa, se tiene la
impresión de que sus redactores piensan en Jueces y Magistrados que deben
autolimitarse en su independencia (que no se sabe en qué consistiría para esos
redactores) atendiendo a las normas del ordenamiento jurídico.
5. La «interpretación uniforme» del Borrador y la norma sobre la
jurisprudencia del TS en el Título Preliminar del Código Civil
Resulta
preciso ahora confrontar los textos del Borrador, antes transcritos, con lo que
establece el art. 1.6 del Código Civil, es decir, con lo dispuesto por el
primer precepto de su Título Preliminar. Y señalo, aunque sea sabido, que ese
precepto constituye una norma de singular categoría y relevancia: materialmente constitucional, han venido
a sostener no pocos especialistas.
Tras recordar el aptdo. 1 del primer precepto del
Código Civil («las fuentes del ordenamiento jurídico español son la ley, la
costumbre y los principios generales del derecho»), traigamos a la vista el
exacto texto del aptdo. 6 de ese mismo precepto:
«La
jurisprudencia complementará el ordenamiento jurídico con la doctrina que, de
modo reiterado, establezca el Tribunal Supremo al interpretar y aplicar la ley,
la costumbre y los principios generales del derecho.»
Como quiera
que la «doctrina» procede de las resoluciones motivadas del TS y la
«interpretación uniforme» también se atribuye al TS, que no actúa
jurisdiccionalmente sino a través de sus resoluciones, podemos dejar sentado
que el texto legal que se acaba de reproducir y el del art. 5.4 del Borrador se
refieren a la misma realidad. Sobre esta base, veamos, en primer lugar, el
presente estado de cosas (en la síntesis más apretada que quepa). Después
veremos lo que derivaría del Borrador.
a) Jurisprudencia y «doctrina»
jurisprudencial en el Derecho español vigente
A mi
entender, del aptdo. 1 y el aptdo. 6 del art. 1 CC y del art. 117.1 in fine CE y, por supuesto, de la
tradición jurídica española, que incluye la aceptación multisecular de nuestro
sistema jurídico y su plena incardinación en el denominado sistema
europeo-continental, resulta lo siguiente:
1.º) Nuestro
ordenamiento jurídico se compone por las normas positivas escritas, las
costumbres (en los ámbitos en que resultan relevantes) y los principios
generales del Derecho. Éstas son las únicas fuentes del Derecho objetivo.
2.º) De la
jurisprudencia, es decir, de las sentencias —cada una de ellas creación
jurídica diferente del Derecho aplicado, en cuanto juicio relativo a un caso,
respecto del cual agotan su directa virtualidad—, cabe con frecuencia extraer,
por abstracción, una doctrina. Esta doctrina es de naturaleza distinta a la
sentencia o sentencias (11) de las que se obtiene, porque la doctrina no
consiste en un juicio prudencial sobre una concreta porción de historia humana,
sino en una elaboración intelectual genérica, acerca de diversas cuestiones y
problemas.
3.º) La
jurisprudencia del Tribunal Supremo no carece de valor, pero sí de una
juridicidad vinculante originaria o propia. En concreto, la referida
jurisprudencia posee el valor que, conforme a la racionalidad y a la prudencia,
le es atribuible a la no fluctuante y buena doctrina extraída de las sentencias
y autos en que la jurisprudencia consiste. Y ese valor es el servir de guía en
la aplicación e interpretación de las genuinas fuentes del Derecho, en tanto en
cuanto la doctrina goce de auctoritas,
es decir, del fundamento racional y de la fuerza de convicción que conducen a
un reconocimiento general del acierto jurídico.
4.º) Nuestro
ordenamiento jurídico rechaza terminantemente que el valor de la doctrina
jurisprudencial vaya más allá que el de su auctoritas,
al disponer la libertad o soberanía enjuiciadora de cada Juez y Magistrado,
sometido únicamente al imperio de la ley, es decir, al Derecho objetivo. Pero,
por otra parte, al regular distintos instrumentos jurídicos (vid., p. ej., arts. 477.3, 479.4, 481.3,
483.2, 3.º, 487, 490 y 493, todos ellos de la Ley de Enjuiciamiento Civil: en
adelante, LEC), nuestro ordenamiento no deja de disponer que se debe tener en
cuenta y prestar atención a la citada doctrina.
5.º) La
«doctrina» de la jurisprudencia no está positivizada, sino que litigantes,
profesionales del Derecho, profesores, Jueces y Magistrados, etc., la extraen
de las sentencias y la toman en consideración del modo adecuado al trabajo que
hayan de llevar a cabo. Éste es un punto capital para una cuestión
técnico-jurídica y práctica de la máxima importancia, que, precisamente por
ello, trataremos al final.
[Una única
excepción a lo dicho en el punto 5.º inmediatamente anterior, excepción muy
singular por lo demás, puede admitirse respecto de las sentencias que
resuelven, no casos concretos, sino los denominados «recursos en interés de la
ley» o institutos análogos. Nos ocuparemos de estos institutos más adelante.]
b) Innovaciones que derivarían de los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador
¿Qué novedades presenta el Borrador, frente al anterior panorama?
Trataré de enunciarlas con la mayor concisión y claridad.
En primer lugar, el Borrador, por razones o motivos que desconocemos,
deja de lado el concepto de «doctrina» (reiterada) y utiliza el de
«interpretación uniforme». No me parece ningún acierto este apartamiento de los
términos del art. 1.6 CC, porque, ante todo, no es deseable desconcertar a
nadie con una dualidad de denominaciones para la misma realidad. Pero además,
«interpretación» es vocablo que, a diferencia de «doctrina», significa tanto la
acción como el efecto o resultado y para el asunto de que nos ocupamos no interesa
la acción, la actividad interpretativa en sí misma, sino el resultado.
En segundo término, parece innegable que, si los textos de los arts.
5.4 y 13.3 del Borrador se convirtieran en preceptos legales y no existiese el
art. 117.1 in fine CE («sometidos únicamente al imperio de la ley»), España habría
pasado, de un sistema que reconoce un
valor orientador al precedente judicial autorizado o con auctoritas, a un sistema de precedente judicial autoritario (12),
que impone la vinculación.
Podrán decirse o escribirse muchas palabras para negar la magnitud y
radicalidad del cambio proyectado y cabe incluso encogerse de hombros o
limitarse a decir «¡no es para tanto!». Pero el criterio que expreso, y que se
fundamentará aún más en páginas ulteriores, no es una opinión aislada (aunque
aislada, podría ser, además de legítima, plenamente certera), sino que
coincide, sin necesidad de reflexión colectiva ni de la menor concertación, con
las claras afirmaciones, en el mismo sentido, de García de Enterría y de Díez-Picazo
y Ponce de León (13).
c) Una concreta pretensión de que el Borrador nada innova: las
sentencias de los «recursos en interés de la ley»: datos y consideraciones
A más de uno
le parecerá asombroso que, en favor del Borrador en el punto que nos ocupa, Hernando Santiago afirme lo siguiente:
«nada defiendo por otra parte que no esté ya presente en el art. 1.6 del Código
Civil» (seguidamente lo reproduce).
Es tan
patente la falta de identidad entre los preceptos del Borrador y el del Código
Civil, que la afirmación contraria sólo puede ser producto de un voluntarismo
puro o de no tener a la vista los textos. Nada más se debe alegar.
En cambio,
merece atención y análisis lo que Hernando
Santiago prosigue diciendo: «tampoco pretendo cosa distinta de lo ya
dicho en el art. 493 de la recientísima Ley de Enjuiciamiento Civil o los
artículos 100 y 101 de la Ley Reguladora de la Jurisdicción Contencioso
Administrativa de 1998 respecto de la vinculación de la jurisprudencia.» Ante
la cita de preceptos legales concretos, sí es menester el análisis y la expresa
formulación de la conclusión que se alcance.
He de decir,
ante todo, que, conforme a los arts. 493. LEC y 100 y 101 LJCA, la doctrina
establecida en cierto tipo de sentencias se declara, en efecto, con fuerza
vinculante para los restantes órganos jurisdiccionales (14). Pero es obligado
que a este reconocimiento por mi parte añada algunos datos y ciertas
consideraciones. Vayamos primero con los datos, que son los siguientes:
1.º) En
primer término, y en cuanto al art. 493 LEC, se trata de las sentencias que
habrían de resolver los denominados recursos «en interés de la ley», en los que
no se juzgan casos concretos, como en la inmensa mayoría de las comunes
sentencias, en todos los órdenes jurisdiccionales. Esas resoluciones de la Sala
de lo Civil del TS se pronunciarían, sin efectos inter partes ni ejecución forzosa, ante sentencias de los TT.SS.JJ.
que «sostuvieran criterios discrepantes» al resolver recursos extraordinarios
por infracción procesal.
2.º) En la
actualidad y por tiempo indefinido, este art. 493 LEC no es legalmente de
aplicación.
3.º) Por su parte, los arts. 100.7 y 101.4 LJCA,
también tratan de las sentencias resolutorias de los más que escasos «recursos
de casación en interés de la ley», es decir, asimismo no relativos a casos
concretos, sino directamente encaminados, sin efectos inmediatos ni posible
ejecución forzosa, a la corrección de errores de aplicación e interpretación de
normas en resoluciones ordinarias. Los recurrentes han de ser Administraciones
públicas territoriales o Entidades Corporaciones (de Derecho Público)
representativas de intereses generales o corporativos, que tienen que
considerar la resolución recurrida «gravemente dañosa para el interés general y
errónea».
Es engañoso,
pues, citar los arts. 493 LEC y 100 y 101 LJCA como si se refiriesen a la
generalidad de las sentencias del Tribunal Supremo. Se trata exactamente de lo
contrario: de unos enjuiciamientos singularísimos, inexistentes en el orden
jurisdiccional civil y prácticamente inéditos en el contencioso-administrativo.
Vayamos ahora con las anunciadas consideraciones:
Primera.— Por
todo lo que entiendo que son las sentencias, incluso aquellas tan singulares
como las que resuelven los denominados «recursos en interés de la ley» o para
«la unificación de doctrina», considero un error el cometido en los arts. 493
LEC y 100 y 101 LJCA al imponer fuerza vinculante.
Erróneo me
parece, desde el punto de vista de la técnica jurídica, que, en el art. 493
LEC, la fuerza vinculante se prescriba tras parafrasear los conocidos términos
del aptdo. 6 del art. 1 CC, pero conviene reparar en que la vinculación
establecida es la que proceda «en tal concepto», es decir, en cuanto
complemento del ordenamiento jurídico. Ni que decir tiene que esta precisión
—no irrelevante, aunque tampoco sea satisfactoria, a mi entender— en absoluto
aparece en el Borrador de nueva LOPJ.
Segunda.— En
honor a la verdad —y, parcialmente, en descargo propio—, pero, sobre todo, como
elemento significativo de la doctrina casi unánime entre los juristas, es de
señalar que ni en el Proyecto de Ley Reguladora de la Jurisdicción-Contencioso
Administrativa (vid. art. 95 del
Proyecto, en el Boletín del Congreso de los Diputados, Serie A, núm. 70-1, de
18 de junio de 1997, pág. 29) ni en el Proyecto de Ley de Enjuiciamiento Civil
(vid. art. 495, en el Boletín del
Congreso de los Diputados, Serie A, núm.147-1, de 13 de noviembre de 1998, pág.
106) aparecen los párrafos que establecen la fuerza vinculante de las
sentencias resolutorias de los «recursos» en interés de la ley.
Son esos
párrafos, por tanto, producto de enmiendas parlamentarias, que no es necesario
pormenorizar aquí. Pero, el hecho de que el Texto Refundido de la Ley de
Procedimiento Laboral, aprobado por Real Decreto Legislativo, fuese redactado
por un grupo de especialistas y el dato de que, en cuanto a la LEC y a la LJCA
nuevas, las iniciativas gubernamentales (notoriamente asesoradas por algunos
especialistas) no establecieran la fuerza vinculante de las singulares
sentencias referidas, constituyen indicios vehementes de que lo que Hernando Santiago cita en defensa del
Borrador no han sido sino desafortunadas iniciativas parlamentarias, no
cribadas en el mismo Parlamento.
Con esto, no
falto al respeto debido a las Cámaras legislativas. Digo, simplemente, que, a
mi entender, con la aprobación de esas enmiendas se cometió un error. Y, desde
luego, que se haya cometido un error legislativo no puede justificar un error
ulterior, pero de mucha más entidad.
Considero errónea la decisión parlamentaria —a la
que yo sí me someto, a diferencia de otros, algunos «guardianes de la ley»—
porque entiendo que nuestro sistema jurídico, consagrado en la Constitución,
entraña que las resoluciones judiciales todas se dicten con plena soberanía de
cada Juez y de cada Magistrado en la aplicación e interpretación de las
genuinas fuentes del Derecho, sin ninguna mediación, ni de instrucciones o
acuerdos de cualquier clase (por supuesto) ni de precedentes vinculantes.
Pero es de
justicia señalar que las iniciativas parlamentarias que atribuyeron fuerza
vinculante a las sentencias resolutorias de los especiales recursos «en interés
de la ley» o para la «unificación de doctrina» tuvieron una justificación
—insisto, para mí insuficiente y poco acorde con la Constitución— de la que, en
cambio, carece por completo lo que el traído y llevado Borrador pretende.
Ocurre, en
efecto, que las sentencias que resuelven esos «recursos» están pensadas
cabalmente para sentar doctrina, en tanto que, como es sabido, las sentencias
ordinarias o comunes tienen la finalidad de resolver un caso o responder a una
pretensión de tutela jurisdiccional, de suerte que lo que antecede a su parte
dispositiva (otorgar o denegar la tutela solicitada; absolver o condenar, las
sentencias penales) es el fundamento de la concreta respuesta o, en otros
términos, la motivación de la parte dispositiva o fallo, siempre relativo,
insisto, a un caso concreto.
Tercera.—
Cuando se aduce a favor del Borrador la existencia del inaplicable art. 493 LEC
y los casi inéditos arts. 100 y 101 LJCA, es de notar que mucho más
significativo resulta, como argumento en contra del Borrador, el hecho de que,
con ocasión de las nuevas LJCA y LEC, a nadie, ni al Gobierno ni a los
parlamentarios, se le ocurriese establecer lo que el Borrador pretende:
atribuir fuerza vinculante a la doctrina o «interpretación uniforme» extraíble
de la jurisprudencia del TS, en general, es decir, de todas sus sentencias.
6. La seguridad jurídica, bandera de la «ocurrencia» del Borrador
acerca de la jurisprudencia del TS: algunas observaciones
Llegados al punto que señala el enunciado del precedente epígrafe,
resulta indispensable obligarse a ser esquemático, so pena de alargar estas
páginas en demasía. Así, pues, a la simple argumentación consistente en afirmar
que la «ocurrencia» del Borrador procurará la seguridad jurídica hoy
inexistente a consecuencia de la jurisprudencia («menor», se sobreentiende por
unos y se afirma de modo expreso por otros) contradictoria (argumentación, hay
que reconocerlo, con fuerte poder de convicción para legos en Derecho o para
titulados en Derecho que, muy legítimamente, no hayan reflexionado expresamente
sobre las cuestiones que nos ocupan y carezcan de una buena experiencia
jurídica), opongo las siguientes observaciones:
Primera.— Una perfecta y constante seguridad jurídica en un país es
tan improbable como una situación sanitaria perfecta en cualquier población
humana. Porque gran parte de los casos de inseguridad jurídica tienen su origen
en la falible condición humana. Y esa condición es permanente.
Como quiera que la inseguridad
jurídica es ineliminable en su totalidad, los remedios ideados para reducirla a
un mínimo tolerable han de establecerse con ponderación de los inconvenientes
que esos remedios pueden acarrear y de la más o menos probable incidencia en
ellos de la falibilidad humana
Me ha parecido conveniente recordar esta «verdad de Pero Grullo»
porque considero nocivos todos los mesianismos, sean cósmicos, terráqueos o
mucho más pequeños, como el que prometería acabar con la inseguridad jurídica
en España. Pero una razón de la apelación a Pero Grullo, mucho más importante
que la anterior, es ésta: como quiera que la inseguridad jurídica es
ineliminable en su totalidad, los remedios ideados para reducirla a un mínimo
tolerable han de establecerse con ponderación de los inconvenientes que esos
remedios pueden acarrear y de la más o menos probable incidencia en ellos de la
falibilidad humana.
Segunda.— La seguridad jurídica es un bien de estimación general. No hay
aceptables primacías, y menos aún admisibles monopolios, en el deseo de
seguridad jurídica y en el afán por procurarla. Haber ensalzado la seguridad
jurídica y haber encarecido su necesidad en absoluto puede presentarse, sin
incurrir en sofistería demagógica, como contradictorio con una posición adversa
a la concreta pretensión del Borrador, de la que ahora tratamos.
Tercera.— Nadie ha discutido ni discute —todo lo contrario— que el
Tribunal Supremo de España está llamado a procurar la unidad de la doctrina
jurisprudencial en el mayor número posible de cuestiones jurídicas.
Existen ya instrumentos jurídicos diversos para que el TS lleve a cabo
esa labor: no aludo sólo los especiales «recursos» antes citados, sino también
—y mucho más aún— al entero sistema de recursos, en cuanto permite acceder al
Alto Tribunal y genera sentencias de éste.
Cuarta.— La primera y principal tarea del TS en pro de la seguridad
jurídica es no producir, él mismo (se entiende: cada una de sus Salas y, en su
caso, Secciones) «jurisprudencia contradictoria».
Que tribunales distintos (Juzgados o Audiencias Provinciales, p. ej.)
interpreten de manera distinta algunas normas e incluso les atribuyan
significados y virtualidades incompatibles es fácilmente explicable e incluso
cabe considerarlo, ciertamente no deseable y negativo, pero, a la postre,
efecto previsible de la soberanía enjuiciadora. El sistema jurídico y los
juristas dicen (en España como en el resto del llamado mundo civilizado) que
para remediar ese fenómeno está precisamente el Tribunal Supremo (o como se
denomine al órgano jurisdiccional que ocupe el vértice de la pirámide
judicial).
En cambio, que el mismo supremo tribunal dicte sentencias en las que,
ante casos similares, interprete de forma distinta y aun opuesta las mismas
normas, eso no es un efecto previsible de ninguna causa inherente al sistema
jurídico vigente y no es lógicamente justificable (aunque pueda disculparse).
Con el fundamento de algún conocimiento propio y de alguna experiencia
personal directa, así como de mucho conocimiento y experiencia ajenos, puedo
afirmar que el momento actual del TS se inscribe en una etapa de la historia
del Alto Tribunal que no se distingue precisamente por dictar sentencias que
generen doctrina de alta calidad y, por ende, constante o uniforme. Con
palabras más llanas: abunda excesivamente, desde hace años, la «jurisprudencia
contradictoria» del TS.
Negar que en el Alto Tribunal hay actualmente Magistrados, Salas y
Secciones que se esfuerzan por ir acabando con ese estado de cosas sería tan
contrario a la verdad y a la justicia como tachar mi anterior afirmación de
infundada, falsa o temeraria.
Por solo lo expuesto en los precedentes párrafos, ya ordenaría la
prudencia rechazar la «ocurrencia» del Borrador sobre la fuerza imperativa o
vinculante de la «interpretación uniforme» del TS o, cuando menos, dilatar para
dentro de uno o dos lustros la mera apertura de un debate serio sobre la
innovación radical que, impulsada por varios Magistrados del TS, pretende el
tan repetido Borrador.
7. Una cuestión básica, en sí misma y para la seguridad jurídica: ¿qué
sería «interpretación uniforme»?
Los redactores del Borrador probablemente piensan que los arts. 5.4 y
13.3 son autosuficientes y no problemáticos. Lo conjeturo así por el hecho de
que el Borrador no diga más que lo que dice sobre la «interpretación uniforme»
y, sin embargo, sean dos los textos proyectados. Esto último indica haber
pensado en la necesidad de integrar con otras normas el cambio jurídico que
supondría el art. 5.4.
a) La inaceptable ambigüedad de no
objetivar la «interpretación uniforme»
Pero lo que dispone el art. 5.4 (carácter vinculante de la
«interpretación uniforme») exige algo más que establecer expresamente que los
Jueces y Magistrados están vinculados a dicha «interpretación» (art. 13.3). La
idea de que la sustancial innovación del art. 5.4 sería posible sin más ni más,
prosiguiendo el TS sus trabajos como siempre, habría de deberse necesariamente
a uno de estos dos fenómenos: o a déficit de reflexión o a una voluntad de
establecer una situación caracterizada por una ambigüedad y una inseguridad
jurídica máximas. Aunque descarto lo segundo, las dos hipótesis merecen el
análisis que sigue.
Hemos dicho más arriba que la «doctrina» que cabe extraer de la jurisprudencia
(es decir, de las sentencias) ex art.
1.6 CC no está positivizada, sino que Jueces y Magistrados, litigantes,
profesionales del Derecho, profesores, etc., han de deducirla de las sentencias
para tenerla en cuenta cada uno del modo más adecuado al trabajo que haya de
llevar a cabo. La excepción serían las sentencias resolutorias de los llamados
«recursos» «en interés de la ley».
Esta ausencia de positivación u objetivación no presenta
inconvenientes insalvables con nuestro sistema jurídico; porque nadie debe
desdeñar la doctrina jurisprudencial —en especial, la del TS—, pero tampoco
puede pretender nadie que esa doctrina —cuando existe— tenga más fuerza que la
derivada de su racionalidad y de su poder de convicción intrínsecos o, por
decirlo con otras palabras, de su calidad, de su auctoritas.
Los Jueces y Magistrados que no quieran desatender la doctrina
jurisprudencial del TS, decidirán, después de haberla buscado y encontrado
(cuando exista y la encuentren), si la siguen o no, en virtud de muy distintos
factores. Dejando aparte los factores propios de la «comodidad en el juzgar» (Carnelutti), cabe hablar del juicio de
aplicabilidad de la doctrina al caso y, de ser positivo, de la comparación de
la doctrina (o lo que se piense que es tal) con las alegaciones de las partes
y, en definitiva, de la idoneidad de aquella para fundamentar una resolución
conforme a Derecho.
Por su parte, los Abogados que se preocupen, como es debido, de la
doctrina jurisprudencial sobre normas que consideren aplicables a los asuntos
que les ocupen, ante todo tendrán en cuenta esa doctrina en su función de
asesoramiento extra o preprocesal, así para el contenido y forma de un contrato
como para una recomendación de abstenerse de litigar o, caso de considerar
fundada (o «defendible») una pretensión de tutela jurisdiccional, para
formularla inicialmente y desarrollarla en el curso del proceso. Pero serán los
Abogados los que escruten la jurisprudencia en búsqueda de la doctrina o para
confirmar que existe si parten de afirmaciones ajenas.
No es cosa de extenderse aquí en consideraciones sobre la decisiva
distinción entre rationes decidendi y
obiter dicta o sobre el valor
relativo de los resúmenes jurisprudenciales (que alguna vez he llamado
«píldoras jurisprudenciales») o en advertencias sobre el mal uso de las
sentencias (invocación descuidada o engañosa, confusión entre párrafos que
exponen la posición de una parte y aquellos que recogen en verdad el fundamento
de la decisión judicial, etc.). Llevo años difundiendo, por escrito y de
palabra, la breve pero muy acertada «definición» de Díez-Picazo y Ponce de León: «una sentencia del Tribunal
Supremo consiste en lo que decide y en la razón inmediata de decidirlo en
estrecha vinculación con el caso decidido.» (15). Demos, pues, por conocidas
las laboriosas y delicadas operaciones que actualmente se han de realizar para
conocer la genuina «doctrina» que complementa
el ordenamiento jurídico. Y concluyamos que, pese a las dificultades, es
ciertamente posible que esa doctrina cumpla su actual papel orientador, pero no
vinculante.
Otra cosa, muy distinta, es el panorama de las aporías que el Borrador
plantea respecto de una «interpretación uniforme» de las normas por el TS, de
índole vinculante. Porque se debe descartar, como ligereza superlativa, la idea
—no expresada, desde luego, pero real, al parecer— según la cual el TS seguiría
dictando sentencias (y autos; en cambio, las providencias no interesan aquí) y
las «interpretaciones uniformes» se producirían y se manifestarían por sí
solas, como si las sentencias y un precepto legal con el texto del art. 5.4 del
Borrador fuesen elementos capaces, al entrar en contacto, de desencadenar un
proceso de complejísima naturaleza (¿psicobiológica y física?) del que
surgiesen las «interpretaciones uniformes». Ya se comprende que esto no es sino
una fantasía, que hemos esbozado para una necesaria reductio ad absurdum.
Y hay que descartar, asimismo, una voluntad consciente de que, a
consecuencia de normas como las propuestas en los arts. 5.4 y 13. 3 del
Borrador, se viniese a producir una situación, antes apuntada, de ambigüedad e
inseguridad jurídica máximas. Pero conviene ser plenamente conscientes que de
que ésa es la situación que generaría en España el que las «interpretaciones
uniformes» fuesen vinculantes para los Jueces y Magistrados (con la
consiguiente fuerza o eficacia indirecta para todos los demás profesionales del
Derecho, para las Administraciones y Entidades públicas cuya actuación está
sometida a control jurisdiccional, etc.), pero no se objetivasen o
positivizasen, sino que cada Juez, Magistrado, etc., hubiese de hallarlas y
atribuirles contenido, a partir de las sentencias.
Esta especie de «libre examen» de la jurisprudencia (de las
sentencias, que, a diferencia de la Biblia, son juicios sobre casos concretos)
a efectos de «interpretaciones uniformes» vinculantes, no sólo no representaría
ningún avance en la seguridad jurídica, sino un inmenso retroceso.
b) El «ejemplo» de Gran Bretaña y de los EE.UU.
Como
fácilmente vienen a la cabeza ejemplos culturales distintos, con igual
facilidad podría aducirse, en contra de la necesidad de la objetivación de la
«interpretación uniforme» y como si se tratase de un elemental apunte de
«Derecho comparado», la siguiente pregunta: ¿acaso no coexisten, en el Reino
Unido de la Gran Bretaña y en EE.UU (ni siquiera Lousiana es una excepción
clara), las leyes positivas y el precedente vinculante, pero sin objetivar?
Es cierta esa
coexistencia, pero el Derecho comparado, tomado medianamente en serio, no
consiente alegatos del estilo de la pregunta anterior. Entre otras innumerables
razones —imposibles de abordar en un trabajo como éste— por todas las que se
resumen en el dato de que el muy complejo sistema jurídico propio del mundo
anglo-norteamericano no haya sido originado por normas positivas semejantes a
los arts. 5.4 y 13. 3 del Borrador ni necesite de ellas.
Mas, por otro
lado, el Borrador de nueva LOPJ no puede lograr —ni, a decir verdad, manifiesta
pretender— transportarnos de un plumazo de un sistema jurídico a otro. Y los
defensores conocidos del Borrador vienen a negar que los preceptos de éste que
ahora examinamos se propongan tamaña transformación.
Estoy cierto, además, de que, al menos
para este país, con sus gentes y su cultura, ningún adelanto jurídico
supondría, sino un atraso grandísimo, cambiar totalmente de sistema jurídico,
objetivo inalcanzable, por añadidura, en virtud de una LOPJ
Estoy cierto,
además, de que, al menos para este país, con sus gentes y su cultura, ningún adelanto
jurídico supondría, sino un atraso grandísimo, cambiar totalmente de sistema
jurídico, objetivo inalcanzable, por añadidura, en virtud de una LOPJ. Y ya
hemos visto cómo, en punto a seguridad jurídica, aceptar la «interpretación
uniforme» vinculante, pero no objetivada, no representaría ningún adelanto,
sino todo lo contrario.
c) Las aporías de la objetivación
de la «interpretación uniforme»
Volvamos,
pues, a sentar o presuponer que la fuerza vinculante de las «interpretaciones
uniformes» exigiría su positivación u objetivación (a su necesidad, siempre
según el Borrador, apunta Díez-Picazo y
Ponce de León cuando, en el lugar citado en este texto principal, se
refiere al «massimario» italiano o al anual «edicto del Pretor»).
A su vez, la
exigencia de objetivación o positivación de la «interpretación uniforme»
comportaría, ineludiblemente, a) identificar la norma o normas interpretadas;
b) expresar a qué efectos importa la interpretación y c) enunciarla con toda
precisión. Pero si ha de haber esa objetivación o positivación, entonces, los
interrogantes no dejan de surgir.
Ante todo,
¿quién dice y cómo se dice que existe o que se acaba de producir una
«interpretación uniforme»? Y se suscita de inmediato otra cuestión
problemática, pero insoslayable ante un, llamémosle así, material jurídico de
aplicación obligatoria, que es la de su ineludible publicación, porque sólo a
partir de ella sería exigible la «aplicación» o surgiría la fuerza vinculante.
Caben unas
fáciles primeras respuestas a las anteriores preguntas. Como quiera que el
Borrador se refiere a la interpretación realizada por el TS, es claro, p. ej.,
que habría de ser el TS quien dijera que existe, desde hace tiempo o desde una
determinada sentencia, una «interpretación uniforme» de tal o cual norma. Y la
segunda cuestión, la de la publicación, podría resolverse fácilmente
recurriendo al Boletín Oficial del Estado.
Pero, más
atentamente considerada la primera de esas dos cuestiones, es decir, la del
protagonismo en la declaración de «interpretaciones uniformes», la precedente
respuesta debe considerarse deficiente, porque la unidad del Derecho no es una
entelequia. Si por el TS se entendiese cada una de sus diferentes Salas (el
Pleno carece de atribuciones en la actualidad), ¿sería eso satisfactorio
respecto de tantas normas jurídicas (positivas o principios generales del
Derecho) que han de aplicar y aplican, con cierta frecuencia, dos o más Salas?
Dejando esta pregunta en el aire (ya se atravesaría
ese puente si, desdichadamente, algún día se llegara a él), quedan otros
interrogantes, los más difíciles, sin resolver. Para afrontarlos, situémonos en
el hipotético momento de la entrada en vigor de preceptos como los arts. 5.4 y
13.3 del Borrador. Y, además, pongámonos en el lugar del TS, con la bandera de
la seguridad jurídica enarbolada en el lugar más destacado.
En tal
tesitura, cabría pensar que el TS, en coherencia con el deseo de no perpetuar
la inseguridad jurídica, debería publicar, cuanto antes, las «interpretaciones
uniformes» ya existentes sobre diversas normas. Se trataría, desde luego, de
una labor, más que ingente, hercúlea, sobre todo porque el Alto Tribunal habría
de seguir dictando sentencias resolutorias de los recursos de su competencia…
salvo que el Borrador eliminara de la competencia del TS la resolución de
recursos, convirtiendo a dicho Tribunal en un colegio de juristas dedicado a la
interpretación vinculante del ordenamiento jurídico.
[Pongo de
manifiesto el carácter hercúleo de la labor como imaginable consecuencia de uno
los posibles desarrollos del Borrador y no como reducción al absurdo ni como
mera objeción al cambio que se pretende. Porque estoy cierto de que la tarea
hercúlea se afrontaría: o con más Magistrados o con más letrados al servicio
del Tribunal. Esta última opción de seguro sería vista con mejores ojos que la
primera: tengo el conocimiento y la experiencia personal de la oposición o
resistencia a una ampliación de la planta del TS simplemente en el número
correspondiente al de habituales Magistrados suplentes en el Alto Tribunal.]
Por otra
parte, incluso si, dejando a media asta la bandera de la seguridad jurídica, el
TS prescindiese de publicar rápidamente las «interpretaciones uniformes»
preexistentes a la entrada en vigor de su aplicación obligatoria (lo que sería
mucho prescindir y no aparece autorizado en los textos de los arts. 5.4 y 13.3
del Borrador), no cabe eludir una cuestión de suma importancia. Ésta: ¿cómo o
dónde daría a conocer el TS las «interpretaciones uniformes»? La alternativa
parece clara: o las «interpretaciones uniformes» se declaran en las sentencias
del Alto Tribunal o son establecidas en documentos de otro tipo.
En la primera
hipótesis, ha de quedar sentado que, por las razones ya expuestas en varios
lugares de estas páginas, no cabría calcar, como modelo, el tipo de sentencias
resolutorias de los denominados «recursos» «en interés de la ley» o «para la
unificación de doctrina». La exposición y declaración de la «interpretación
uniforme» no debe confundirse con la motivación del fallo, relativo a un caso
concreto. La «interpretación uniforme» habría de constituir un añadido a la
sentencia resolutoria del caso, para no confundirse con la motivación de esta
sentencia y, sobre todo, porque, a fin de que fuese vinculante en otros casos, habría
de expresarse con abstracción o generalidad. Por lo demás, no todas las
sentencias del Alto Tribunal requerirían la objetivación de una «interpretación
uniforme». Muchas sentencias podrían ser semejantes a las actuales.
La segunda
hipótesis —expresar la «interpretación uniforme» en un vehículo formal distinto
de las sentencias— presenta la dificultad de inventar tal vehículo.
Pero, tanto si suponemos que los promotores del
Borrador son capaces —así me lo parece— de esa invención, como si la «interpretación
uniforme» se expusiera como añadido de algunas sentencias, hay algo que no
cambiaría: el Tribunal Supremo vendría a enunciar lo que, en su apariencia
externa y en su eficacia (siempre según el Borrador), en nada se distinguiría
de una norma positiva. Por tanto, habría ser afirmativa la respuesta a la
cuestión acerca de si el Borrador convertido en ley constituiría una alteración
del actual sistema de fuentes del Derecho. Sin duda, las vinculantes
«interpretaciones uniformes» objetivadas o positivizadas constituirían un
«plus» normativo respecto de lo previsto en el art. 1.6 CC.
Nada de
extraño tendría el fenómeno, porque a fin de cuentas, las objetivaciones de la
jurisprudencia siempre, desde el mundo jurídico romano, con su notabilísima
evolución, se han llevado a cabo en las leyes. El Tribunal Supremo, en
desarrollo lógico del Borrador, se convertiría insoslayablemente en legislador,
con independencia de intenciones y de voluntades, que nada pueden contra la
naturaleza de las cosas.
9. Breve conclusión: oposición del Borrador a la Constitución por doble
concepto: contra la independencia judicial y contra la función de los Juzgados
y Tribunales
No hablaré, tras la última frase del epígrafe
anterior, de invasión por el Poder Judicial de la esfera del Poder Legislativo.
Dejo ahora a otros el asunto de las «pequeñas leyes» que inexorablemente serían
las «interpretaciones uniformes» objetivadas o positivizadas.
La objetivación o positivación de las «interpretaciones
uniformes» excede con meridiana claridad de lo que constitucionalmente incumbe
a los órganos jurisdiccionales, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La expresión o declaración de la
«interpretación uniforme» ya no es juzgar y, desde luego, no es hacer ejecutar
lo juzgado
En cambio, me
parece inexcusable hacer notar que la objetivación o positivación de las
«interpretaciones uniformes» excede con meridiana claridad de lo que
constitucionalmente incumbe a los órganos jurisdiccionales, que es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. La expresión o declaración de la
«interpretación uniforme» ya no es juzgar y, desde luego, no es hacer ejecutar
lo juzgado.
En
consecuencia, si los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador llegaran a convertirse en
ley, a mi entender serían inconstitucionales, con toda claridad, por
contrarios, como ya dije, a la independencia de los Jueces y Magistrados,
sometidos «únicamente al imperio de la ley» (art. 117.1 CE). Pero también
serían contrarios a la Norma Fundamental por no ajustarse al cometido
constitucional de los Juzgados y Tribunales (art. 117.3 CE).
Cierto es que el inciso
final del aptdo. 4 del mismo art. 117 CE permite que la ley asigne a «los
Juzgados y Tribunales» otras funciones, distintas de juzgar y hacer ejecutar lo
juzgado. Pero esa norma constitucional exige, muy razonablemente —porque, sin
duda, no se redactó imaginando nada semejante al art. 5.4 del Borrador—, que
esa asignación de funciones no estrictamente jurisdiccionales a los tribunales
de Justicia se haga «expresamente». Los arts. 5.4 y 13.3 del Borrador no
cumplen en absoluto esa exigencia, lo que constituye una nueva manifestación de
su carácter de «ocurrencia».
Madrid, 5 de agosto de
2002.
NOTAS
(1) En su día, llegó a mi
poder —no recuerdo cómo— un «Borrador» distinto de nueva LOPJ, elaborado en el
tiempo en que fue Ministro de Justicia el Sr. Belloch Julbe. Entre otras cosas,
ese «Borrador» preveía la constitución de Consejos del Poder Judicial en los
ámbitos autonómicos, lo que nada conforme parece con el art. 159.1, 5.ª, en
relación con el art. 122, ambos de la CE. Pero, a diferencia del «Borrador» que
motiva estas páginas, aquel Borrador no trascendió en absoluto, sin duda porque
no pasó de un documento interno y nadie, desde el Ministerio del que era
titular el Sr. Belloch, lo hizo circular externamente a efectos informativos o
de consulta.
(2) El Sr. Rodríguez García
es también, a propuesta del Presidente del CGPJ (y del TS), Sr. Hernando
Santiago, el Magistrado encargado del denominado «control judicial previo» de
las actividades del Centro Nacional de Inteligencia («sucesor» del CESID) que
afecten a derechos fundamentales y libertades públicas. Vid. R.D. 523/2002, de 11 de junio, publicado en el BOE de 22 de junio del mismo año.
(3) Vid., respectivamente, «La mirada del Estado», ABC, 17 de julio de 2002, pág. 3 y «Jurisprudencia y seguridad
jurídica», ABC, 19 de julio de 2002,
pág. 3.
(4) No han de ponerse en
duda estas afirmaciones de Hernando Santiago, pero se desconoce por la
generalidad de los interesados (y de los «profesionales del Derecho que
trabajan día a día en nuestra nación», sean más o menos cualificados) la
identidad de los miembros de la comisión, «expertos» y «profesionales del
máximo nivel».
(5) La conocida STC
108/1986, de 29 de julio, abunda en consideraciones sobre los distintos Vocales
que no me parecen compatibles con la «miniaturización» que el Borrador
pretende.
(6) En mi monografía La sociedad irregular mercantil en el
proceso, Pamplona, 1971, el análisis pormenorizado de la jurisprudencia del
TS jugaba un papel primordial, sobre la base de indagar las verdaderas rationes decidendi de muchas sentencias, por encima de lo que Díez-Picazo y Ponce de León había
denominado «literatura» de las sentencias.
(7) Cfr. «La jurisprudencia en la
Ley de Bases para un nuevo Título Preliminar», en Revista de Derecho Procesal Iberoamericana, núm. IV, 1973 y,
después, «La Jurisprudencia en el nuevo Título Preliminar del Código Civil», en
Anuario de Derecho Civil, 1975, págs.
437 y ss. Me cabe la satisfacción imborrable de que el Maestro Don Federico de
Castro y Bravo me animara a redactar y publicar el segundo texto citado, a la
vista del primero. Pero vid., después
el § 7, núms. 13-21, de mi Derecho
Procesal. Introducción (con Díez-Picazo
Giménez), 2.ª ed., Madrid, 2001.
(8) Cfr. «En torno a la crisis
de la Administración de Justicia», en Boletín
del Colegio de Abogados de Madrid, núm. 4/1990, de julio-agosto, págs.
11-29.)
(9) Vid. «Sobre los criterios inspiradores del Proyecto de Ley de
Enjuiciamiento Civil, de 30 de octubre de 1998», en Revista de Derecho Procesal, núm. 2, 1999, pág. 373: “Nunca ha sido
cierto —y lo vengo diciendo desde hace tiempo— ese tópico según el cual ‘en
Derecho todo es discutible’. Muchas cosas son discutibles, pero es innegable
que el debate jurídico y el progreso jurídico —doctrinal, legislativo,
jurisprudencial, etc.— se apoyan sobre un consenso en ciertos instrumentos
entre los cuales sobresalen muchos conceptos.
De lo contrario, si las bases de la comunicación estuviesen todas, y siempre,
en discusión, poco se podría avanzar.»
(10) Vid. Gómez Orbaneja, Derecho Procesal Civil (con Herce
Quemada), vol. I, pág. 51, Madrid, 1976.
(11) O, a veces, autos. En
cambio, las providencias no interesan aquí. En el resto del texto principal se
hablará sólo de sentencias, para simplificar.
(12) Esta expresión la tomo
de una excelente monografía, que no me canso de recomendar (aunque, al parecer,
con escaso éxito en algunos ambientes de poder, donde deberían leerla). Me
refiero a la de Michele Taruffo, Il vertice ambiguo, Saggi sulla Cassazione civile, Bologna, 1991, 189 págs.
(13) Cfr. loc. cit.
en el texto principal, supra. Se dirá
que esa frase significa recurrir al denominado «argumento de autoridad». Pero
el «argumento de autoridad» es censurable cuando la autoridad no existe y resulta
penoso cuando se esgrime como único y no se formula como complementario de
algún razonamiento expreso. Obviamente, no es el caso. Por lo demás, rara vez
el «argumento de autoridad» añadido en el texto principal responderá más exactamente a la verdad y estará más
justificado.
(14) El art. 493 dice en su
segundo párrafo: «En este caso [si la sentencia fuere estimatoria], se
publicará en el ‘Boletín Oficial del Estado’ y, a partir de su inserción en él,
complementará el ordenamiento jurídico, vinculando en tal concepto a todos los
Jueces y tribunales del orden jurisdiccional civil diferentes del Tribunal
Supremo.» En cuanto a los arts. 100 y 101 LJCA, la fórmula es ésta; «En este
caso [cuando la sentencia fuere estimatoria, se publicará en el ‘Boletín Oficial
del Estado’ y a partir de su inserción en él vinculará a todos los Jueces y
Tribunales inferiores en grado de este orden jurisdiccional» (art. 100.7) o «…a
todos los Jueces de lo Contencioso-administrativo con sede en el territorio a
que extiende su jurisdicción el Tribunal Superior de Justicia.» (art. 101.4).
(15) Cfr. Díez-Picazo y Ponce de León, Estudios sobre la jurisprudencia civil,
Madrid, 1966, págs. 33 y 34. Poco antes de la frase citada, afirma el mismo
autor que «la sentencia como obra literaria es una realidad que decepciona
notablemente.»
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