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martes, 14 de diciembre de 2010

EL FUTURO DEL PROCESO PENAL Y DEL MINISTERIO FISCAL


[ACTUALIDAD DE CRITERIOS AÑEJOS, EN LOS QUE PERSEVERO]


Andrés de la Oliva Santos.
Catedrático de Derecho Procesal. U. Complutense.
1) Introducción.[1]
El título de esta ponencia, con el futuro como sujeto, puede evocar la adivinanza. Pero tengo por seguro que no se me encarga dar cuenta de un ejercicio adivinatorio: no interesan el proceso penal y el Ministerio Fiscal más probables, sino los más deseables. En ese entendimiento quiero entrar de inmediato en materia, pero no sin una consideración previa, que me parece importante, y que es ésta:
Lo deseable tiene que ver con lo existente y con lo posible. Se trata, por tanto, de examinar el proceso penal y el Ministerio Fiscal dentro de unas coordenadas reales de espacio y de tiempo para procurar que el futuro se configure, si no de una concreta manera, al menos en una línea o con una precisa orientación. Debo, pues, afrontar el futuro del proceso penal y del Ministerio Fiscal con un planteamiento netamente histórico y no teórico-utópico.
Ocurre, sin embargo, que, ante tantos ejemplos de posturas y tesis partidarias de determinados desenlaces o demasiado reactivas respecto del último episodio histórico, se siente el temor de formar criterio y de formular propuestas bajo una influencia excesiva de la situación histórica en que nos encontramos. Sin embargo, me parece que sería un error pretender conjurar ese peligro recurriendo a un planteamiento radicalmente abstracto de nuestros temas, para que su tratamiento fuese, como suele decirse, "estrictamente jurídico".
He de moverme aquí el plano de las opciones legislativas, que, más allá de la dogmática y la técnica jurídica, son prudenciales. Por ende, entiendo que, aunque no se me pide un manifiesto o discurso programático sobre el porvenir, en el que predomine la expresión de una voluntad política, sí se espera un material apto para una reflexión que conduzca a optar acertadamente.
Sin duda, ese material debe basarse en el análisis más objetivo posible de los datos e inspirarse y empaparse en el rigor de la interpretación jurídica, pero ha de estar orientado a cambios de la realidad a partir de su conocimiento y aceptación, cambios que sean posibles y de signo positivo. Me esforzaré al máximo, por tanto, en armonizar estos dos grandes componentes del trabajo con que me ha honrado la Asociación de Fiscales.
Para terminar esta ya larga advertencia previa: nada de lo que ahora diré debe entenderse como ataque o menosprecio de personas o de clases profesionales. Lo advierto -no tanto para los oyentes como para futuros lectores- a causa de que, en España y en estos tiempos, muchos debates sobre asuntos jurídicos y, más en concreto, judiciales, se ven constantemente perturbados por interferencias no jurídicas de muy distinta índole, que generan un ambiente en el que la más leve discrepancia provoca la más grave de las desafecciones. Y también lo digo porque sufrimos, entre otros males, una considerable exacerbación de las perspectivas corporativas, en sí mismas admisibles y útiles, pero que, extremadas y desquiciadas, conducen a actitudes corporativistas o gremialistas, en las que conjugar el "nosotros" se considera el principal, si no el único valor.
2) La crisis del Ministerio Fiscal y la descomposición del modelo procesal penal.
Hay en la actualidad dos fenómenos íntimamente ligados a la preocupación por el futuro de este X Congreso de la Asociación de Fiscales. Cabe hablar, por un lado, de una crisis del Ministerio Fiscal -institución perennemente problemática y en perenne crisis- y considero poco discutible que padecemos, por otro lado, una descomposición de nuestro sistema o "modelo" de proceso penal.
Ambos fenómenos y ambos temas guardan estrecha relación entre sí. Me voy a permitir abordarlos por orden inverso al del rótulo del Congreso y comenzar por el futuro del Ministerio Fiscal, a partir de su actual crisis. Es verdad que el Ministerio Fiscal ha de cumplir en el proceso penal un relevantísimo papel, punctum dolens de muchas discusiones fundamentales. Pero las cuestiones básicas sobre el futuro del Ministerio Fiscal no están relacionadas sólo con el porvenir del proceso penal y presentan una faceta constitucional de gran importancia, razones por las que me parece aconsejable tratar en primer término del Ministerio Fiscal, con cierto detenimiento.
a) La crisis del Ministerio Fiscal y su reforma, dentro de la Constitución.
Entraré derechamente en materia. Es significativo, desde luego, que el art. 124. 2 CE imponga al Ministerio Fiscal sujetarse, en su actuación, a los principios de "legalidad" e "imparcialidad". Esto significa que, aun siendo parte, como debe serlo,  ha de adoptar la posición que la ley determine o indique.[2]
Pero, si bien se mira, en un Estado de Derecho, la legalidad y la imparcialidad han de ser notas de la actuación de todo órgano público y de todo servidor público. Por servir a los intereses generales con sujeción a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, todos los poderes públicos y las personas que los encarnan han de someterse a la legalidad y ser imparciales en el ejercicio de sus funciones (cfr. arts. 9 y, más concretamente respecto de las Administraciones públicas, el art. 103 CE, en el que se exigen expresis verbis la "objetividad" y la "imparcialidad").
A mi entender, lo que especifica al Ministerio Fiscal es, por un lado, su carácter de singular promotor de la acción de la Justicia y, de otra, la "unidad de actuación" y la "dependencia jerárquica".
Estamos, pues, ante una relevantísima función de iniciativa, de impulso material e incluso de control de la actividad jurisdiccional o procesal, mediante el ejercicio de los recursos y mediante el cumplimiento de otros cometidos (p. ej., varios de los que consigna el art. 6 EOMF). Esta función del Ministerio Fiscal, no es, desde luego, la del Ejecutivo y ni siquiera la de la Abogacía del Estado. Pero promover la acción de la Justicia tampoco es juzgar y hacer ejecutar lo juzgado. Por añadidura, no cabe desconocer que los dos principios, de "unidad de actuación" y de "dependencia jerárquica", cada uno por sí y entrelazados, son exactamente opuestos a los que inspiran el estatuto y la actuación de los Jueces y Magistrados "integrantes del Poder Judicial" y administradores de la Justicia.
Cierto que "el ejercicio de la potestad jurisdiccional... corresponde exclusivamente a los Juzgados y Tribunales...", que son órganos, no personas, y cabe sostener que los órganos jurisdiccionales se integran con elementos subjetivos distintos de los Jueces y Magistrados: Secretarios, Oficiales, Auxiliares, Agentes.
Sin embargo, las más claras e indiscutibles exigencias de la hermenéutica jurídica imponen interpretar este apartado 3 del art. 117 CE de modo que no se disocie y oponga a lo que proclama el apartado 1 del mismo art. 117 CE, sino que, al contrario, sea consonante con él.
Así, aunque los Secretarios Judiciales, por ejemplo, integren el órgano jurisdiccional, no son "Jueces y Magistrados independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley", que administran Justicia y que son "integrantes del Poder Judicial". En consecuencia, por más que se aprecie la labor de los Secretarios -y no cedo a nadie la primacía en ese aprecio-, no cabe, con nuestra Constitución, atribuirles funciones jurisdiccionales.
La lectura conjunta de los apartados 1 y 3 del art. 117 CE es, a mi parecer, ésta: la justicia se administra con el ejercicio de la potestad jurisdiccional, por Jueces y Magistrados independientes...(etc.), no individualmente considerados, sino dentro de unos especiales órganos públicos, los Juzgados y Tribunales, de los que esos Jueces y Magistrados constituyen el núcleo subjetivo esencial.
La Fiscalía o el Ministerio Fiscal no es un elemento integrante de los órganos jurisdiccionales, sino que constituye un complejo orgánico propio y distinto aunque conectado con el judicial. El sentido de ese complejo orgánico que es el Ministerio Fiscal y el núcleo del quehacer específico de sus integrantes esenciales, los miembros del Ministerio Fiscal en activo, es también servir de instrumento a la Justicia, pero, ciertamente, no juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.
Por otra parte, a diferencia de los miembros del Ministerio Fiscal, de todos y de cada uno de los Jueces y Magistrados cabe predicar la independencia y, además, todos están llamados a ejercitar la potestad jurisdiccional en órganos asimismo independientes cada uno de ellos y también distintos -real y competencialmente distintos- cada uno de cualquier otro órgano de la Jurisdicción o Administración de Justicia, de la que no es predicable la "unidad de actuación", que caracteriza, en cambio al Ministerio Fiscal.
No sólo en esta ocasión, sino en otras recientes y, probablemente, en otras del porvenir, me ha parecido necesario este recordatorio de elementalidades. Porque nos hallamos en un momento histórico caracterizado por el rechazo, en la sociedad, en muchos ambientes jurídicos y en el mismo seno del Ministerio Fiscal, de una imagen y de una realidad de esa institución como apéndice del Gobierno e instrumento al servicio del Ejecutivo.
Con sincero respeto y afecto para las personas, debo expresar mi convicción de que una serie de Fiscales Generales del Estado han generado, con su misma personalidad[3] o con su actuación, o con una y otra, una imagen y una realidad de afinidad y domesticidad de la Fiscalía respecto del Gobierno.
A mi entender, esa imagen y esa realidad no derivan necesariamente del apartado 4 del art. 124 CE, por el que es el Gobierno quien designa al Fiscal General del Estado, oído el Consejo General del Poder Judicial.
Este precepto constitucional no tiene por qué significar que el Fiscal General del Estado sea -como ha sido, de facto, a causa de una larga praxis- un subordinado más, aunque de alta categoría, del Ministro de Justicia. Y los miembros del Ministerio Fiscal tampoco son servidores públicos que se encuentren, respecto de ningún órgano del Ejecutivo, en relación orgánica y funcional semejante a la de los funcionarios de las Administraciones Públicas respecto de quienes están a la cabeza de éstas.
No hace falta reformar la Constitución para eliminar la imagen y las realidades contrarias a estas negaciones positivas -negaciones que afirman, que dicen algo positivo-, pero tampoco cabe ignorar las consecuencias de dos datos constitucionales: primero, que el Ministerio Fiscal no es el Poder Judicial; segundo, que designar a quien está a la cabeza del Ministerio Fiscal corresponde al Gobierno de la Nación.
Como antes he apuntado, una mayoría de los miembros del Ministerio Fiscal, que desean y propugnan un cambio de realidad y de imagen, han vuelto la mirada al "modelo" del "Poder Judicial". Se aduce, en tal sentido, la colocación del art. 124 CE dentro del Título VI de la Constitución: "Del Poder Judicial" y se recuerda que el art. 2 EOMF, de 30 de diciembre de 1981, afirma que el Ministerio Fiscal está  "integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial".
A mi parecer, la íntima relación del Ministerio Fiscal con el Poder Judicial puede explicar, tanto la ubicación del precepto constitucional sobre el Ministerio Fiscal en el Título VI (dentro del cual también se menciona a la policía judicial), como la expresión del art. 2 EOMF.
No parece razonable, en cambio, extraer de esos dos datos ninguna conclusión que no sea armónica con lo que taxativamente expresa el apartado 1 del art. 117 de nuestra Norma Fundamental: "los Jueces y Magistrados... independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley" son los "integrantes del Poder Judicial" y la Justicia se administra por esos mismos "Jueces y Magistrados... independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley".
Si no se quiere o si se hace muy cuesta arriba reconocer la ambigüedad de la expresión "Poder Judicial"[4] en nuestra Constitución, habrá al menos que convenir que se trata de unos términos con sentidos bien diversos: dos, llamémosles oficiales, son éstos: primero: conjunto de los órganos que desarrollan la función o potestad jurisdiccional (así lo entiende la Exposición de Motivos de la LOPJ); segundo: la potestad jurisdiccional misma (STC 108/1986: "el Poder Judicial consiste en la potestad de ejercer la jurisdicción").
Aún cabría deducir, de la letra del apartado 1 del art. 117 CE, otro sentido de "Poder Judicial": el conjunto de los Jueces y Magistrados (puesto que éstos son los "integrantes del Poder Judicial"). Lamentable noción, ésta última, porque según ella existiría un Poder del Estado compuesto o constituido por la Magistratura o la Judicatura como conjunto de los Jueces y Magistrados, lo que, a todas luces, es falso y resulta indeseable.
Sin detenerme más, ahora, en esta cuestión, resulta claro que, Constitutione lata, el Ministerio Fiscal no es ni puede ser, en ninguno de esos sentidos, Poder Judicial. Y nótese lo que digo: que no es ni puede ser, cosa distinta de negar que guarde estrecha relación con o que sea imprescindible para, etc. El Ministerio Fiscal no es el conjunto de los órganos jurisdiccionales, no es -ni posee ni ejercita- la potestad jurisdiccional y no es "la Magistratura", grupo profesional y social convertido en poder.
Pero, además, un cambio radical del Ministerio Fiscal en la línea de su identificación o asimilación -no de su innegable relación singularísima- con el Poder Judicial sería imposible sin eliminar la dependencia jerárquica y, por tanto, sin una reforma constitucional.[5]
Sin esta reforma, no cabe en el Ministerio Fiscal la independencia interna (la de sus miembros respecto del superior) ni una completa desvinculación del Gobierno.[6] Dentro de la Constitución, caben, no obstante, a mi entender, diversos cambios que, si bien no independizarían a cada Fiscal dentro de la Fiscalía, sí dificultarían y eliminarían la domesticidad del Ministerio Fiscal respecto del Ejecutivo, procurando la autonomía institucional, que es necesaria y posible.
Si, dentro de la seriedad de lo jurídico, trascendemos coyunturas concretas y nos negamos a demonizaciones de moda, como la de la Audiencia Nacional,[7] la de los "jueces estrella", la de un Poder Judicial "demasiado independiente" y "escasamente responsable" o la de un Ministerio Fiscal doméstico, también habrá de rechazarse la demonización del Ejecutivo, apoyada en extremas perversiones históricas de su actuación, pero que hemos de resistirnos a tomar como lo habitual, aquello quod plerumque accidit y de lo que se ha de partir al legislar o proponer reformas legales.
Ni es prudente legislar bajo el impacto de casos concretos muy singulares ni determinados fenómenos patológicos del Gobierno, de unos banqueros, de unos periodistas o de unos seres humanos deben conducirnos a las proximidades de un juicio de maldad intrínseca, según el cual el Gobierno, la Banca, los medios de comunicación y el ser humano serían intrínsecamente perversos.
Del mismo modo que no conviene legislar en materia de libertades ideológicas bajo un excesivo influjo de unos cuantos casos de terrible abuso de ellas o de espantosa degradación de la condición humana, patente en muchos crímenes, tampoco parece razonable, volviendo a nuestro asunto, plantearse las relaciones entre los poderes públicos y el Ministerio Fiscal como si el Poder Ejecutivo fuese malo en sí mismo. Al legislar o proponer reformas legales, parece poco razonable que el Gobierno sea constantemente contemplado como permanente e inminente amenaza grave -sí, en cambio, como posible amenaza-, contra las libertades públicas, la separación de poderes, la independencia judicial y la dignidad y recto cumplimiento de las funciones del Ministerio Fiscal.
En la línea de una serenidad realista, es decir, tomando como base una deseable y posible recuperación de una cierta normalidad en la juridicidad de la actuación gubernamental, podemos volver la vista al vigente Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal.[8] Me parece que este texto legal constituye un buen punto de partida para sugerir y proponer lo deseable, con vistas al futuro. El valor e interés del Estatuto estriban en tratarse de una ley tempranamente postconstitucional (1981) y haberse aprobado con un amplio consenso parlamentario.
Pues bien: el Estatuto Orgánico en vigor revela, de una parte, la singularidad del Ministerio Fiscal, al remachar la idea constitucional de conjunto orgánico propio para el desempeño de funciones específicas, diferentes de las de cualesquiera otros órganos del Estado. Y a partir de ahí, se pone también de manifiesto la importancia capital de la figura del Fiscal General del Estado, no ya por la simple proclamación de que las funciones del Ministerio Fiscal se ejercen por sus órganos conforme al principio de dependencia jerárquica, sino porque muchos e importantes preceptos expresan y concretan cómo el Fiscal General puede y debe mandar y cómo puede y debe ser obedecido, siempre dentro de la legalidad (p. ej., los arts. 22 a 26 EOMF).
Mas, por otro lado, el Estatuto Orgánico manifiesta que el Ministerio Fiscal es entendido, a la luz del texto constitucional de 1978, como una "Institución" (ciertamente, pública) con fines y órganos propios, insisto, y con cargos que específicamente la representan a ella sin considerarla subsumida en ninguno de los tan mentados "tres clásicos poderes del Estado".
Y el Estatuto ve al Ministerio Fiscal como Institución que, para el cumplimiento de sus fines, entra en "relaciones con los poderes públicos", relaciones de las que se ocupa el Capítulo IV. Como quiera que toda relación hace siempre referencia a un alterum, a un sujeto distinto, esa porción del Estatuto revela que el Ministerio Fiscal no se concibe como parte de ninguno de "los tres clásicos poderes", sino como algo distinto, como una Institución de naturaleza y fines específicos.
En ese Capítulo IV, el EOMF da por supuesta la constante relación funcional del Ministerio Fiscal con los Juzgados y Tribunales, pues sólo ante ellos o respecto de ellos se cumplen las funciones propias de la Institución. Pero el tan repetido Capítulo IV del Estatuto enseña algo más, a saber: que, dejando aparte a la Justicia, la relación del Ministerio Fiscal que se considera más intensa es, con mucho, la que puede existir con el Ejecutivo y, más en concreto, con el Ejecutivo o Gobierno de "la Nación Española" (cfr. arts. 8 y 9 y arg. art. 11 EOMF).
Y si no fueran suficientes sus específicas funciones y si la entidad orgánica propia del Ministerio Fiscal no impidiese considerarlo como oficina dependiente del Ejecutivo, ocurre, por añadidura, que el modo en que el EOMF prevé que se desarrollen las relaciones entre el Gobierno y el Ministerio Fiscal (instancias en lugar de órdenes) está subrayando la dignidad de esta Institución y de sus miembros, en las antípodas de toda imagen de confusión o de compadreo político con el Gobierno de la Nación.
No se olvide, empero, otra enseñanza, también indiscutible, del dato legal: la existencia de relaciones estrechas y frecuentes es considerada, in tempore non suspecto (1981), como algo razonable y limpio, no irracional ni vergonzoso.
Añadiré, con vistas al debate, como simple apunte, pero sabedor de su calado, esta nueva consideración: que del hecho de corresponder al Gobierno la designación del Fiscal General del Estado cabe deducir que se hace al Gobierno políticamente responsable de tal designación y de todas sus consecuencias, que, a causa de la jerarquía, la dependencia y la unidad de actuación propias del Ministerio Fiscal, no son pocas ni insignificantes.
Es menester meditar acerca de la responsabilidad política del Gobierno por la actuación del Ministerio Fiscal, en vista de que el Gobierno designa a su cabeza: si existe tal responsabilidad, no pueden eludirse algunas consecuencias: por ejemplo, que los miembros del Ministerio Fiscal no son, uti singuli, como individuos, políticamente responsables ante el Parlamento; que el nexo -nexo, digo, no confusión o subordinación- entre el Gobierno y el Fiscal General del Estado e, indirectamente, entre el Gobierno y el Ministerio Fiscal no podría simplemente desaparecer, sin ser sustituido por otro (sin que me parezca que el Parlamento mismo o el Consejo General del Poder Judicial sean buenos "sustitutos").[9]
Cualquiera que sea lo que acerca de este punto se piense, me parece poder afirmar que una cuidadosa y sostenida observancia, por todos, de lo que el EOMF dispone conduciría a una notabilísima mejora de la realidad y de la imagen del Ministerio Fiscal. Para un futuro mejor, mucho mejor, del Ministerio Fiscal sólo es preciso un Gobierno, un Fiscal General y unos Fiscales que respeten la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico y que se esmeren formal y sustancialmente en unas buenas relaciones, estando cada uno en su sitio constitucional y legal. Si el Gobierno o el Fiscal General o algunos miembros del Ministerio Fiscal pierden su sitio, mecanismos hay para ponerlo de relieve: ni los miembros del Ministerio Fiscal están, sin más, expuestos a cualquier veleidad gubernamental, sin posibilidad de encontrar amparo en su único superior jerárquico, que es el Fiscal General, ni el cese del Fiscal General puede producirse sin más, pues debe atravesar la delicada barrera del Consejo General del Poder Judicial.
Todo lo anterior no significa que no considere conveniente ninguna reforma legal.[10] Sin entrar en modificaciones orgánicas y funcionales que sólo están en condiciones de estimar oportunas o necesarias quienes conozcan a fondo las interioridades del Ministerio Fiscal -p. ej., los participantes en este Congreso-, no puedo dejar de suscitar estos tres puntos:
1º) No me parece necesario y no considero oportuno, aunque fuese constitucionalmente posible, introducir, en el procedimiento para la designación del Fiscal General del Estado, ni en su singular estatuto, ninguna innovación. Y, en concreto, una intervención del Congreso de los Diputados o del Senado alentaría la errónea idea de que todos los altos cargos del Estado han de franquear una suerte de aduana parlamentaria para empaparse de soberanía popular y adquirir así legitimidad.
También en concreto, considero un acierto del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal que el cargo de Fiscal General del Estado pueda ser confiado a quienes no pertenezcan a la Carrera Fiscal, siempre, claro es, que se designe a un genuino jurista -que no es igual a Licenciado en Derecho- de reconocido prestigio como tal jurista y con más de quince años de ejercicio efectivo de una o varias profesiones inequívocamente jurídicas.
2º) Me parece muy conveniente que, al igual que en la Magistratura, sean de carácter temporal, por un periodo de cinco años, ciertos altos cargos del Ministerio Fiscal, en concreto, las Jefaturas de Fiscalía ante el Tribunal Supremo, Tribunal Constitucional, Audiencia Nacional, Tribunales Superiores de Justicia y Tribunal de Cuentas, así como las Fiscalías especiales "para la Prevención y Represión de los Delitos Económicos relacionados con la Corrupción" y "para la Prevención y Represión del Tráfico Ilegal de Drogas".
Esta posibilidad periódica de renovación personal sería una medida adecuada, tanto al desgaste que ha de producir la especial responsabilidad que esos cargos comportan como, por qué no decirlo, a la acumulación de poder que entrañan.
Obviamente, el cese en estos altos cargos no debiera conllevar ninguna consecuencia retributiva desfavorable ni entrañar la necesidad de trasladarse a otra población, etc.
3º) Sería muy deseable que todas las unidades orgánicas ordinarias del Ministerio Fiscal estuviesen en buenas condiciones de intervenir, con arreglo a sus funciones constitucionales y legales, en la lucha contra el narcotráfico y contra los denominados "delitos económicos". Las actuales Fiscalías especiales deberían, por tanto, desaparecer.[11]
b) Los intentos de un "nuevo" proceso penal.
En los últimos lustros, han sido varios los intentos y los propósitos oficiales -el último, con la Ley del Jurado- de introducir en nuestro Ordenamiento jurídico un nuevo proceso penal, caracterizado, entre otros rasgos, por ser -o, mejor dicho, pretender ser- más acentuadamente acusatorio, atribuyendo al Ministerio Fiscal y a otros sujetos papeles más importantes, en detrimento del atribuido hasta ahora al Juez para el impulso y el control, ya ab initio, de la persecución jurídica de los hechos criminales. Además, se ha querido y aún se quiere un proceso penal en el que, frente a una múltiple proclamación constitucional y legal del principio de legalidad, encuentre acomodo para un amplio influjo el denominado "principio de oportunidad".[12] Y también se insiste, incluso contra la realidad más evidente y no fácilmente modificable, en que la fase de instrucción de los procesos penales debe correr a cargo del Ministerio Fiscal.[13]
A propósito de ese "nuevo proceso penal", pueden ser de utilidad algunas consideraciones generales, necesariamente breves.
De nuevo he de afirmar que no comparto la fuerte atracción, casi fascinación, que el modelo anglonorteamericano de proceso penal parece ejercer sobre algunos.[14] Al comparar los sistemas procesales, en sí mismos considerados, no se me alcanza por qué sería positivo prescindir de un elemento de nuestro sistema consistente en que sea incumbencia del juez la decisión inicial y el control inmediato y directo de las actuaciones procesales, desde que se tiene noticia de un hecho de apariencia criminal.
Sin alterar este sistema, una serie de reformas -no siempre de la calidad deseable- han ido pretendiendo garantizar mejor los derechos fundamentales de las personas encartadas (desde la situación de meros sospechosos).[15] Aún caben mejoras legales en ese sensible punto, sobre todo en el mal denominado y peor concebido "procedimiento abreviado". Pero de ahí al apresurado y torpe traslado o copia a nuestras leyes de algunas piezas de otro "modelo" procesal, media un abismo, en el que, a mi entender, quedaría gravísimamente comprometida la Justicia penal entera.[16] Algunas innovaciones incoadas en y con ocasión de los procesos con Jurado pretenden ser sólo el comienzo de la gran reforma del proceso penal (cfr. D. Final Cuarta de la L.O. 5/1995, del Tribunal del Jurado).
Que el impulso inicial del proceso penal ante la noticia de un hecho con apariencia criminal pueda proceder ex officio del Juez, profesional del Derecho con estatuto de independencia y sin interés personal en los casos, es, de un lado, garantía de la debida persecución jurídica de la criminalidad, sin que resulte incompatible con el derecho de defensa.[17] Por eso afirmo no ver ninguna razón para eliminar esa pieza clave de nuestro sistema procesal penal.
Y tampoco encuentro que exista razón alguna para desechar aquélla otra en virtud de la cual es el Juez -el Juez instructor- quien, de modo inmediato y directo, lleva la dirección y ejerce el control de la delicada sucesión de actuaciones tendentes a reconstruir el hecho o hechos motivadores del proceso y que pueden exigir confrontaciones con derechos fundamentales -como el secreto de las comunicaciones, la libertad personal, el derecho a la presunción de inocencia, el pleno ejercicio de las facultades dominicales, etc.,- hasta decidir, tanto que una persona ha de ser considerada probable responsable de una conducta criminal y debe, por ello, soportar medidas cautelares gravosas, como que procede disponerse a la apertura o incluso abrir ya las puertas del enjuiciamiento de una determinada acusación penal por jueces no prevenidos, con plena contradicción, publicidad y demás garantías.
Claro está que este esquema puede padecer desajustes, de mayor o menor importancia. Pero lo que tales desajustes demandan no es sustituir el esquema por otro distinto, no sólo completamente inédito entre nosotros, sino quizá  inferior en el terreno de los principios y no superior, desde luego, en el de los resultados prácticos.
Esos resultados dependen extraordinariamente de factores extralegales y, por supuesto, de piezas legales distintas de la que el Juez constituye. Así, un proceso penal a imagen y semejanza del norteamericano no es siquiera seriamente pensable sin un Fiscal como el norteamericano...y sin un presupuesto como el de los EE.UU. Pero, sobre todo, ocurre que lo que exigen los desajustes de un buen sistema son correcciones, como las que, unas más certeras que otras, han venido produciéndose en las últimas décadas y singularmente desde la Constitución de 1978. En esta línea, es justo reconocer, por ejemplo, el esfuerzo y los positivos logros de estos últimos años en el sentido de que el sumario o instrucción preparatoria no tenga el indebido peso que muchas veces tuvo en la sentencia definitiva, confiriéndose de verdad, en cambio, al juicio oral la trascendencia que debe tener.
En el debate sobre los distintos sistemas procesales penales o sobre la pretendida conveniencia o necesidad de cambiar sustancialmente nuestro sistema, lo mismo que en otras discusiones, aparece casi siempre la importantísima cuestión de cómo impedir que sobre una persona recaigan los deberes y cargas inherentes a la condición de parte pasiva del proceso penal sin que existan motivos suficientes para verse colocado en esa muy gravosa situación.
A este efecto, parece preferible que la serie de actuaciones que pueden conducir a aquella condición -la ser considerado probable protagonista de un delito o falta- sea -siga siendo- una serie de actuaciones dirigidas por el Juez independiente, con posibilidades de defensa del encartado y del imputado, a que esas actuaciones -comenzando, como ya se ha dicho, por la decisión de su inicio y siguiendo por las de su prosecución- dependan principal o exclusivamente de la actividad de unas partes acusadoras y, sobre todo, del Fiscal, con estatuto jurídico de dependencia y en número abrumadoramente por debajo de lo necesario.
Pero también debe recordarse que el acertado propósito de no colocar a nadie en situación de implicado, imputado o acusado, sin suficiente fundamento fáctico y jurídico, es el anverso de un problema que tiene un reverso tan digno de atención como su opuesta faceta. Nos referimos al no menos importante designio de disponer las cosas de manera que, existiendo aquel fundamento, no deje de formularse a quien corresponda la debida imputación. Defensa eficaz de la sociedad y de sus miembros frente a la delincuencia y respeto a los derechos individuales son los dos polos de la Justicia penal, que han de situarse y mantenerse en equilibro.[18] También a estos efectos del reverso de la medalla resulta preferible seguir confiando en los Jueces instructores.
Otra cuestión general sobre el futuro del proceso penal, una cuestión que no puedo dejar de traer a colación aquí, es la confusión en torno a los conceptos "principio acusatorio" o "sistema acusatorio" -y, frecuentemente, el abuso de esos términos-. Se afirma que esos principios, tal como cada uno los entiende, están consagrados en la Constitución (aunque sin citar ningún precepto ni ofrecer argumentaciones) y se pretende, a veces con ignorancia inexcusable o sofística interesada, que de ellos derivan las más diversas consecuencias, algunas de ellas lamentables y, desde luego, sumamente discutibles.[19]
Asistimos, así, a la pretensión de que el órgano jurisdiccional penal -también el Instructor- se encuentre condicionado, en sus decisiones, incluidas la adopción de las medidas cautelares más importantes, no por la concurrencia de unos determinados presupuestos y por la posibilidad de un debate contradictorio, sino por los términos en que ese debate se produzca y por la existencia de una pretensión de parte; y vemos también cómo se defiende y se acepta que el tribunal penal se encuentre absolutamente maniatado por las calificaciones jurídicas de las partes, al no ser suficiente, para aplicar la ley que considere aplicable, haber planteado la clásica tesis del art. 733 LECr, debidamente corregida.
Quiero, por último, dedicar algunas palabras a la fuerte presión, durante muchos años proveniente de esferas oficiales, para introducir en nuestro proceso penal el denominado "principio de oportunidad" y, bajo ese rótulo, la praxis de las negociaciones, cosa del todo distinta de la previsión legalidad de conformidad entre las partes, conformidad que el MF no debiera prestar ni ofrecer si la propuesta no responde, en cuanto a la calificación y a la pena, al canon legal.
No ignoro lo que motiva esa presión, ese movimiento favorable al "bargain", al trato. Pero tampoco puedo ignorar que me parece radicalmente disconforme con varios preceptos constitucionales (señaladamente, los arts. 9, 14 y 124.1) y otras normas positivas en vigor. Y entiendo, además, que el más elemental respeto a los fundamentos de la soberanía popular exige un debate público y extenso en el que los ciudadanos conozcan que, ante situaciones de desbordamiento de la Justicia penal, se plantea renunciar a perseguir todas las infracciones penales y a que todos los que aparezcan como sus responsables se les apliquen, por igual, las reglas parlamentariamente aprobadas como respuesta justa y necesaria ante los ilicitudes que se han estimado merecedoras del reproche mayor y de la sanción más enérgica.
Para terminar y por no extenderme más, permítanme, en cuanto al futuro del proceso penal, resumir el que considero deseable en los siguientes puntos:
1º) Mantenimiento de la posibilidad de iniciación de oficio, por el Juez, del proceso penal, entendido como sucesión de actuaciones del Juez y de otros órganos y sujetos jurídicos bajo control del Juez o ante él, encaminadas a preparar el eventual enjuiciamiento de un hecho que revista apariencia criminal; el enjuiciamiento ha de seguir dependiendo, sin duda, de la existencia de parte acusadora.
2º) Mantenimiento del principio del juez no prevenido, pero con sustitución, tras detenido estudio del problema, de las fluctuaciones jurisprudenciales sobre contaminación por unas normas procesales claras y completas.
3º) Mantenimiento de la acción penal del ofendido o perjudicado y de la acción popular, sin introducir requisitos o condicionamientos distintos de los actuales, porque no lo sería que alguna vez se estrenase el tipo de la querella o denuncia falsas.
4º) Mantenimiento de la atribución de la actividad instructora a los Jueces de Instrucción; es decir, que a ellos corresponda legalmente dirigir la actividad de investigación del hecho con caracteres de delito o falta y acordar las medidas cautelares reales y personales que resulten necesarias y oportunas.
5º) Nítida distinción entre la imputación contenida en una denuncia o en una querella y la que lleve a cabo el órgano jurisdiccional penal, que debe expresarse en una concreta resolución motivada.
6º) Proscripción de la inquisitio generalis, pero, a la vez, perfeccionamiento del régimen de la conexión de delitos, de modo que, en efecto, los conexos se investiguen y enjuicien, como regla, en un mismo proceso, pero con excepciones razonables, semejantes a las que aparecen en otros ordenamientos jurídicos.
7º) Revisión y clarificación legal de los presupuestos materiales de las medidas cautelares y, en especial, de la prisión y de la libertad provisionales; coincidencia absoluta de esos presupuestos con los de la imputación judicial.
8º) Revisión del régimen de recursos admisibles en la fase de instrucción;
9º) Indisponibilidad absoluta del objeto del proceso penal;[20] debate claro y sin prejuicios, con amplia información a los ciudadanos, sobre la posibilidad constitucional y legal de la "negociación", teniendo en cuenta las exigencias derivadas del principio de legalidad (arts. 9 y 124.1 CE) y del principio y derecho fundamental a la igualdad en la aplicación de la ley (art. 14 CE); en todo caso, eliminación del actual estado de cosas, en que, sin presupuestos jurídico-materiales y con sólo portillos procesales, la "negociación" puede desbordar cualquier límite prudente.
10º) Clarificación de la posibilidad de desvinculación del tribunal penal respecto de las calificaciones y pretensiones punitivas de todas las partes acusadoras, con clara y terminante necesidad legal de que, a tal efecto desvinculador, se promueva debate contradictorio sobre la calificación y la posible sanción que, a juicio del tribunal, eventualmente divergente del de las partes, pueda corresponder a los hechos objeto del proceso.
11º) Revisión de la segunda instancia, para adecuarla a elementales exigencias racionales y constitucionales en cuanto a la formación del juicio de hecho, si se mantiene la posibilidad de que un segundo juicio de tal naturaleza pueda emitirse en la sentencia de dicha instancia.[21]
12º) Revisión a fondo, asimismo, de los juicios de faltas, conjugando el realismo y las exigencias constitucionales.
13º) Unificación de regímenes del proceso ordinario y del procedimiento abreviado en diversos puntos comunes. Por ejemplo: imputación judicial, prisión y libertad provisional, conformidad vinculante, correlación pretensiones-sentencia, la “tesis” del art. 733 LECr, etc. En realidad, se trata de terminar con la actual situación, de difícil coexistencia de sistemas y principios no siempre coherentes o armónicos, que se observa si se atiende al proceso ordinario por delitos graves, al procedimiento abreviado y al proceso ante el Tribunal del Jurado.
14º) Perfeccionamiento de la casación y la revisión.





[1] Ponencia de clausura del X Congreso ordinario de la Asociación de Fiscales, Segovia, 25 de octubre de 1996. En la salutación inicial se hacía notar, y conviene reiterarlo ahora, la ausencia de pretensiones de exhaustividad o de erudición, que se justifican por la materia y por la naturaleza del trabajo. He añadido unas pocas notas equivalentes a lo expuesto durante el debate que siguió a la presentación de comunicaciones. Este mismo texto fue publicado en Tribunales de Justicia, nº 1, enero de 1997, págs. 9-18.
[2] La imparcialidad del Juez o Magistrado (o de los órganos jurisdiccionales) consiste en no ser nunca parte, a diferencia de ésta, que se predica del Ministerio Fiscal, como la que se predica de los funcionarios públicos. Es algo de suma elementalidad, pero, por desdicha, resulta necesario aclararlo expresamente.
[3] En sí misma respetable, pero inadecuada al cargo de Fiscal General del Estado.
[4] Cfr., a este respecto, mi Derecho Procesal Civil (con Fernández López), Madrid, 1995, vol. I, págs. 109  a 115.
[5] Dentro de un planteamiento netamente histórico del futuro del MF, atendiendo, como he dicho, a lo existente y a lo posible, me parece, hoy por hoy, que sería muy perturbador proponer una reforma constitucional para cambiar los arts. 117 y 124 CE, que habría que modificar, como mínimo -probablemente también el art. 122 CE-, para introducir al MF en el "Poder Judicial" y dotarle de independencia.
[6] Avanzo ahora, de paso, que la inexistencia de una independencia fiscal abona, por elemental prudencia, no atribuir al Ministerio Fiscal un papel de predominio en los procesos jurisdiccionales o de condicionamiento absoluto de la potestad jurisdiccional respecto de la efectividad del Derecho Penal.
[7] Quede constancia de que, desde su constitución, he mostrado grandísimas reservas acerca de este órgano jurisdiccional, singularmente en cuanto tribunal penal. Cfr. "El invento de la Audiencia Nacional", en Actualidad Económica, 10-16 de enero de 1977 y "La Audiencia Nacional" en  Diario 16, de 26 de enero de 1977. Pero la "demonización" es algo distinto de la disconformidad o del deseo de cambio e incluso de desaparición.
[8] Un fenómeno muy de nuestros días es el de mezclar en el análisis del estado de una Institución los defectos de comportamiento (lo que se hace mal) y los defectos de las normas (lo que está mal regulado). En las propuestas subsiguientes a estos análisis se tiende a sustituir las necesarias reformas de conducta o comportamiento por reformas legales. Se muestra, así, una de las credulidades más inexplicables entre personas de mediana cultura, a saber: la que se deposita en la capacidad de transformación de la realidad por obra de un texto aprobado en el Parlamento y publicado en el B.O.E. o papel semejante.
[9] Si el nexo desapareciese, la singular Institución que es el Ministerio Fiscal no generaría responsabilidad política alguna. Y la ausencia de esta responsabilidad sólo es justificable en los casos de los órganos jurisdiccionales, por su singularísima función y del Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Constitucional, por tratarse de órganos constitucionales cuya función es esencialmente de garantía.
[10] Y menos aún que me parezca satisfactoria la situación real del Ministerio Fiscal, con una falta de medios semejante a la de muchos Juzgados y Tribunales y con el grave lastre de comportamientos habituales inadecuados.
[11] Cfr. Voto particular discrepante de Margarita Mariscal de Gante, José Luis Manzanares Samaniego y Andrés de la Oliva Santos respecto del Informe del Consejo General del Poder Judicial acerca del "Anteproyecto de Ley por el que se modifica la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal y se crea una Fiscalía especial para la represión de los delitos de naturaleza económica y de corrupción", publicado en Boletín de Información del Consejo General del Poder Judicial, 3ª época, año XIV, núm. 118, Madrid, 1994, págs. 32-38.
[12] Cfr., al respecto, por ser una obra rigurosa y completa, ARMENTA DEU, T., Criminalidad de bagatela y principio de oportunidad: Alemania y España, Barcelona, 1991, PPU, 258 págs. y, especialmente, las págs. 181-244.
13] Cfr., sobre éste y otros puntos conexos, DE LA OLIVA SANTOS, Jueces imparciales, fiscales "investigadores" y nueva  reforma para la vieja crisis de la Justicia penal, PPU, Barcelona, 1989, passim.
[14] Lo que no significa que considere que los ciudadanos de los EE.UU. o del Reino Unido de la Gran Bretaña carecen de un sistema procesal penal civilizado y mínimamente eficaz. No "condeno" los demás "modelos". Lo que sostengo es que el nuestro dista mucho de ser "condenable" y merecedor de sustitución, tarea, sumamente delicada y difícil, por no decir que puede ser imposible y altamente indeseable en un momento histórico determinado.
[15] Alguna ley nueva y no pocos textos forenses utilizan el término "imputación" en el amplio sentido de acción y efecto de atribuir una persona a otra una conducta de apariencia criminal (la denuncia y la querella implicarían, así, imputación), mientras que, siguiendo criterios generalmente aceptados, ese término ha venido siendo utilizado hasta ahora en el sentido de imputación judicialmente realizada o asumida. Imputado sería, por tanto, aquél a quien el Juez considera o admite como probable -en virtud de un juicio de probabilidad no simple (que sería la del mero sospechoso), sino cualificada- partícipe de un posible delito. Y aunque en la imputación, tanto la del denunciante o querellante como la judicial, se da una acusación, sería preferible hablar de ésta reservando tal término -y la correlativa condición de acusado- para la persona que haya de ser o sea sometida al juicio oral, contradictorio y público, etc. en calidad de parte pasiva del proceso penal como pretendido partícipe de unos hechos criminales. Mientras se gasta tiempo y dinero en innovaciones más que discutibles, la confusión, no ya doctrinal, sino legal, en cuanto al distinto estatuto jurídico del sospechoso, el implicado o encartado, el inculpado y el acusado ha ido en aumento, con graves efectos para muchas personas y en descrédito de la Administración de Justicia y el Derecho. Se necesita una reforma de la LECr que clarifique esas distintas situaciones.
[16] La introducción de piezas de un sistema en otro distinto, esto es, en un mecanismo que responde a principios y estructuras distintos, bien puede conducir a la parálisis o al caos. En cuanto a la entera sustitución de un sistema por otro, a nadie en sus cabales o al que le importe la subsistencia y funcionamiento de una Justicia penal digna de tal nombre se le ocurre llevarla a cabo sólo a fuerza de reformas legales procesales y orgánicas.
[17] Será  muy excepcional e infrecuente la apertura de un proceso penal -llámesele como se quiera- sin previa denuncia, querella o atestado, pero entiendo que es bueno que el Juez pueda incoarlo si, por cualquier otra vía, que debe inmediatamente reflejarse en los autos, le llega la notitia criminis. En una tal incoación del proceso no hay vulneración alguna del denominado "principio acusatorio", bien entendido. Hay, en cambio, una previsión que, en sí misma, manifiesta la necesidad del Derecho Penal y de su instrumento insoslayable, sin que esa manifestación, por sí sola y en sí misma, produzca indefensión ni elimine la debida contradicción. Por lo demás, me parece muy poco sólida la pretensión de que la incoación del proceso ex officio pugna con el art. 124 CE al atribuir éste al MF la "misión" de "promover la acción de la justicia". Además del inciso "sin perjuicio de las funciones encomendadas a otros órganos", que precede a la atribución de esa "misión", el Juez instructor que incoa proceso penal ex officio no promueve la acción de la Justicia, sino que es la Justicia actuando.
[18] Vid., a este respecto, DE LA OLIVA SANTOS, Derecho Procesal Penal (con Aragoneses, Hinojosa, Muerza y Tomé), Madrid, 1995, págs. 3-62.
[19] Cfr., el reciente y excelente resumen de ARMENTA DEU, "Principio acusatorio: realidad y utilización (lo que es y lo que no)", en Rev. de Derecho Procesal, 1996, n§ 2, págs. 265-291. Allí se consignan las aportaciones de muchos otros autores, que, con toda seriedad y rigor jurídico, se resisten a una utilización antojadiza del "principio". Vid., asimismo, lo expuesto en mi Derecho Procesal Penal (con Aragoneses, S., Hinojosa, Muerza y Tomé), cit., págs. 41 y 42, más lo relativo a los principios y formas del proceso penal.
[20] Cfr. mi trabajo "Disponibilidad del objeto, conformidad del imputado y vinculación del tribunal a las pretensiones en el proceso penal”, en Revista General del Derecho, núms. 577-578, Octubre-Noviembre de 1992, págs. 9853-9903.
[21] Cfr., al respecto, mi ponencia sobre "El derecho a los recursos. Los problemas de la única instancia", publicada en catalán, por ahora, ("El dret als recursos. Els problemes de l'unica instancia"), en el volumen Autonomia i Justicia a Catalunya, Ponencies del tercer seminari, págs. 30-35, Barcelona 26 i 27 d'octubre de 1995, editat pel Consell Consultiu de la Generalitat de Catalunya.

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