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jueves, 2 de diciembre de 2010

EL PAPEL Y LOS PODERES DEL JUEZ EN EL PROCESO CIVIL

Andrés de la Oliva Santos.
Catedrático de Derecho Procesal. Universidad Complutense.


Consideración preliminar[1]
Sólo una sólida amistad con el Prof. MONTERO AROCA y la amable perentoriedad de su requerimiento motivaron que aceptara hace meses escribir sobre el tema del título cuando están a punto de cumplirse cuarenta años desde mi primera publicación sobre asuntos procesales y son innumerables las ocasiones en que me he ocupado –aunque no monográficamente- de lo que, a mi entender, le corresponde al juez en el proceso civil.
Pertenece este papel al género del ensayo. Y el ensayo, como se atribuye a ORTEGA Y GASSET, es “la ciencia sin la prueba explícita". Del ensayo se han emitido, con sarcasmo, juicios peyorativos e incluso ácidos.[2] Pero ORTEGA no lo definía con los términos transcritos para descalificarlo sino, muy al contrario, por considerarlo legítimo y para que esa legitimidad quedara establecida. Pues bien: aplicado el criterio orteguiano a un trabajo sobre asunto jurídico, significa, entre otras cosas, que la extensión puede y suele ser moderada, que el autor está liberado de sujeciones formales, que es de esperar, mucho más que la exposición sistemática completa, la reflexión personal y que lo escrito se impregna de una especial intensidad retórica o persuasiva.
Esto último conviene mucho a la finalidad polémica con que se me piden estas páginas. Otra cosa, como se verá, es que lo que diga a partir de ahora responda a las expectativas de quienes esperen o incluso deseen encontrarse, en este número de Teoría & Derecho, trabajos que expongan y defiendan posiciones diametralmente opuestas, con una oposición ideológico-política. En verdad, aquí me opondré a diferentes entendimientos de lo que al Juez le corresponde en el proceso civil, pero sobre todo, me opondré -me opongo ya- a los dogmatismos sobre el “rol” del juez y, por supuesto, a la pretensión de imponer universalmente unas concepciones dogmáticas. Así, pues, me parece que el ingrediente picante de la polémica dependerá, más que de lo que yo diga, de lo que otros afirmen. Pero es probable que, por la inteligencia y prudencia de los demás polemizadores, el resultado sean muchas más convergencias de las esperadas y de las habituales hace años. Me parece probable y deseable que así sea.
El papel del juez en el proceso civil y los principios del proceso.
Por la intensidad y la duración de la polémica sobre el papel del juez, cabría pensar que están en juego “cuestiones de principios”, es decir, grandes valores humanos con dimensiones de justicia y orden o, lo que es igual, grandes valores jurídicos (lo que, en España, desde la Constitución de 1978, se designa con la expresión “valores superiores” del ordenamiento jurídico). Veamos, pues, ante todo, algunas ideas sobre los principios del proceso.
Como ya he escrito en otros lugares, considero principios del proceso o principios procesales las ideas y reglas que constituyen puntos de partida para la construcción de los instrumentos esenciales de la función jurisdiccional, en el muy preciso sentido de poseer una virtualidad originaria (de ahí que el término "principio" resulte apropiado), determinando que los procesos sean sustancialmente como son. No merecen, por tanto, el nombre de principios del proceso cualesquiera criterios inspiradores de la respuesta a las muy diversas cuestiones que se suscitan a la hora de establecer ciertas series o sucesiones de actos o su forma externa, sino sólo las ideas-fuerza o criterios determinantes de las principales opciones configuradoras de la sustancia interna de los procesos.
Desde varios puntos de vista, es erróneo y perturbador denominar “principios” a todos los criterios generales en virtud de los cuales se opta por regular de un modo o de otro el proceso o ciertos aspectos o actuaciones de éste. Para la mayoría de esos criterios resulta preferible utilizar los conceptos y términos de "reglas" o "máximas". Como he repetido en muchas ocasiones, cuando todo son principios, nada es principio. Y lo mismo sucede -y con paciencia lo repito una y otra vez- cuando a cualquier posibilidad de actuación humana se le denomina "derecho": cuando todo son "derechos", nada es derecho. Semejante amplitud conceptual no conduce a nada positivo.[3]
Pero mi preocupación por los conceptos de “principio” y de “derecho” (subjetivo) no es sólo un cierto celo por la precisión o exactitud, de modo que los términos y conceptos se ajusten máximamente a la realidad, también a la legal. El deseo de que perduren y se aprovechen las conquistas de la ciencia y de la técnica —incluidas, por tanto, la ciencia y la técnica jurídicas—, sin retornar a nociones vulgares después de muchos razonables y prolongados esfuerzos de precisión, obedece, sobre todo, al deseo de no provocar equiparaciones que degradan los genuinos principios y los auténticos derechos. Principio es lo que constituye un origen y lo que
 determina las características esenciales de lo originado. Si denominamos "principio" a todo criterio general, se pondrán a la par lo principal y lo accesorio. Y no parece razonable, por ejemplo, equiparar el principio de audiencia o el de igualdad con el denominado "principio" de economía procesal.
Los genuinos principios del proceso (como los relativos a otras realidades) presentan, en sentido etimológico, un carácter radical (del latín radex-icis: raíz) por su relación íntima con dos necesidades primarias. En primer lugar, la de superar de verdad una situación de autotutela o "justicia privada", para lo que ha de darse satisfacción a unos pocos criterios que concretan aspiraciones de justicia universalmente sentidas. En segundo lugar, la de ajustar máximamente el instrumento procesal a la finalidad de tutelar eficazmente los muy diversos tipos de derechos subjetivos y las distintas parcelas del Derecho objetivo.
En virtud de la primera necesidad, el proceso se ha de configurar de modo que siempre sean efectivos unos determinados postulados elementales de justicia: éstos son los principios procesales que hemos llamado necesarios o, siguiendo a mi maestro, CARRERAS LLANSANA, "jurídico-naturales". A causa de la segunda necesidad, en cambio, los procesos se construyen conforme a criterios contingentes: los que se consideran más adecuados según la diversa realidad jurídica de la que han de ser instrumentales. Se trata, por tanto, de principios procesales que no configuran siempre toda clase de procesos, sino que inspiran, unos, ciertas construcciones procesales, y otros, otras. Son los que algunos hemos dado en llamar "principios jurídico-técnicos".
En cuanto al primer tipo de principios procesales, los necesarios o “jurídico-naturales”, he venido reduciéndolos a dos: el principio de audiencia (muy resumidamente: nemo debetur inaudito damnari; audiatur et altera pars) y el principio de igualdad de las partes[4]. Los principios de esta clase, insoslayables en todos los procesos (con aparentes excepciones), no son los que más directa y decisivamente influyen en el papel del juez en el proceso civil. Lo que al juez corresponde, o no, se relaciona estrechamente con el entendimiento de los principios denominados “jurídico-técnicos”, que, a mi parecer, pueden reducirse a dos: “principio dispositivo” y, en contraposición, el “principio de oficialidad”.
Tan corto número de genuinos principios procesales, cuya denominación, aunque no enteramente original, sí puede suscitar alguna extrañeza, es debido, ante todo, a una opción expositiva o didáctica, que se sustenta en la argumentación que enseguida se ofrecerá, exenta de pretensiones excluyentes de otros puntos de vista. También podrá advertirse, espero, que no hay una base ideológica concreta en mi modo de ver y exponer algunas claves del proceso civil. Pero, además, reservar el concepto de principios del proceso para unos pocos criterios, responde a una distinción, tempranamente aprendida de mi ya mencionado maestro, CARRERAS LLANSANA, entre principios y formas del proceso, distinción en virtud de la cual una serie de importantes y muy visibles rasgos del proceso dependerían, no tanto de criterios con virtualidad originaria y determinante de las principales características esenciales del proceso, como son los principios, sino de la opción por modelos de configuración externa del proceso, que serían las formas: históricamente, la inquisitiva o la contradictoria.[5]
Son, empero, genuinos principios procesales, “técnico-jurídicos”, las ideas o criterios determinantes de la posición y del papel del tribunal y de las partes ¾con sus correspondientes funciones, facultades, derechos, deberes y cargas¾, así como de las bases estructurales y de desarrollo y desenlace de los procesos. Son principios de ese tipo los que inspiran la capacidad de decisión y de influencia del órgano jurisdiccional y de las partes en el nacimiento del proceso, en su objeto, en su desenvolvimiento y en su terminación.
Principio de oficialidad (y de “investigación de oficio”) y principio dispositivo (y “de aportación de parte”)
Soslayaré intencionadamente, por imposible y poco relevante, todo intento de exponer, incluso en resumen, las innumerables discrepancias que entre los autores existen, desde el nacimiento del llamado "Derecho Procesal moderno", en torno a las denominaciones más apropiadas de los principios jurídico-técnicos que configuran los procesos. Pero conviene un breve recordatorio de conceptos conocidos que, por otra parte, será útil para que el lector pueda entender cabalmente posición sobre nuestro asunto aquí defendida. Comenzaremos por el principio de oficialidad, siguiendo un orden inverso al más frecuente.
A) Principio de oficialidad (y “principio de investigación de oficio”)
Entiendo por principio de oficialidad el criterio, derivado del intenso interés público predominante en ciertas materias, en virtud del cual la Justicia se debe ocupar de los asuntos en que esté presente aquel interés, de modo que el proceso, su objeto, los actos procesales y la sentencia dependan de la necesaria defensa y tutela de ese interés público, con un protagonismo decisivo de órganos oficiales y del mismo órgano jurisdiccional. Tan pronto como un asunto que implique ese tan repetido interés (también conocido clásicamente como bonus communis, el “bien común”) sea conocido, habrá de hacerse valer mediante el proceso, sin que las partes gocen, ni extraprocesal ni procesalmente, de un poder de disposición como el que cabe predicar respecto de los derechos e intereses legítimos de los que son titulares los sujetos jurídicos particulares.
Se comprende que una primera manifestación del principio de oficialidad es la necesidad de que el proceso comience siempre que aparezca el interés público de cuya satisfacción es instrumento el proceso. El inicio de éste no puede depender de la voluntad libre de un sujeto jurídico particular (no se inicia "a instancia de parte"), sino que se encomienda a la decisión reglada del mismo órgano jurisdiccional (comienzo del proceso ex officio) o se impone la realización de actos de iniciativa a un órgano público, legalmente encargado, como se acaba de decir, de hacer valer el interés público general (en España y en otros países suele ser el Ministerio Fiscal).
En los procesos regidos por el principio de oficialidad, ni las partes son dueñas de establecer el objeto del proceso ni pueden disponer de éste libremente mediante el desistimiento (como máximo podrán algunas partes dejar de ser tales), ni cabe que la parte activa renuncie o que la pasiva se allane, o que ambas transijan, con los efectos propios de tales actos de disposición.
Por otro lado, aunque pueda confiarse en la iniciativa de los sujetos procesales en cuanto a la aportación de los hechos y a la proposición de las pruebas, el órgano jurisdiccional no se encuentra vinculado a tal iniciativa sino que resulta razonable establecer que sea él quien la tome (investigación de oficio) o, al menos, pueda acordar de oficio actuaciones probatorias. Tampoco hay vinculación del órgano jurisdiccional respecto del planteamiento jurídico que las partes puedan hacer, puesto que, dada la raíz del principio de oficialidad, la tutela del interés público no se debe subordinar a aquel planteamiento, que no enlaza con un poder de disposición particular que merezca ser respetado.
Finalmente, la actividad procesal y la resolución que ponga término al proceso estarán delimitadas, no tanto por las pretensiones de las partes (y por los fundamentos fácticos y jurídicos de dichas pretensiones), como por la situación real –una pequeña historia, una porción de realidad- con dimensiones jurídicas, que ha dado origen y sentido al proceso. Las pretensiones no serán del todo irrelevantes, desde luego, pero su relevancia guardará relación con la necesidad de preservar los principios de audiencia e igualdad, dentro de la forma contradictoria del proceso, esto es, en coherencia con una estructura procesal dual y de controversia.
Así, pues, las pretensiones de las partes, con sus fundamentos fácticos y jurídicos, no entrañarán, en un proceso regido por el principio de oficialidad, limitaciones del tribunal fundadas en el respeto a unos inexistentes (o subordinados) derechos e intereses legítimos de sujetos jurídicos particulares: habrán de tomarse en consideración sólo en la medida en que la satisfacción del interés público se ha de conseguir respetando el papel procesal atribuido a las partes, que, por la naturaleza de las cosas, no tiene que ser decisivo ni determinante y que es razonable configurar de modo que no se alce nunca como obstáculo para la satisfacción del fin del proceso.[6] Esta satisfacción es o debe ser compatible con un pleno derecho de defensa de la persona a la que se atribuyen ilícitos de especial gravedad. Nunca el interés público de la respuesta debida a tales ilícitos puede justificar un menos cabo de ese esencial derecho de defensa.
B) Principio dispositivo (y “principio de aportación de parte”)
El principio dispositivo puede ser definido como el criterio, derivado de la naturaleza eminentemente particular de los derechos e intereses en juego, en virtud del cual el proceso se construye asignando (o reconociendo) a las partes un papel de gran relieve, de modo que, en primer lugar, se hace depender la existencia real del proceso y su objeto concreto del libre poder de disposición de los sujetos jurídicos implicados en la tutela jurisdiccional que al menos uno de ellos pretende y, en segundo lugar, los resultados del proceso dependen en gran medida del ejercicio por las partes de las oportunidades de actuación procesal (alegaciones y prueba) abstractamente previstas en la norma jurídica.
Desde todo punto de vista, la manifestación primera del principio dispositivo es que el proceso no comience por iniciativa del propio órgano jurisdiccional (ne procedat iudex ex officio: “que el juez no proceda de oficio”), sino sólo por la de un sujeto jurídico que pretende obtener una resolución jurisdiccional concreta. Nemo iudex sine actore, reza el aforismo, en el sentido de que el juez, el tribunal, no actuará o, lo que es igual, el proceso no se iniciará, si no hay un actor, alguien que insta el proceso, alguien que, con una actuación concreta, de petición al órgano jurisdiccional, hace pasar el proceso de la potencia al acto.
Esta primera consecuencia del principio dispositivo es resultado natural de dos factores: la total instrumentalidad del proceso respecto de derechos e intereses predominantemente privados o individuales, por un lado y, por otro, el libre poder de disposición del sujeto jurídico sobre lo que puede ser materia de aquél. Sólo se iniciará un proceso relativo a la protección de un bien jurídico mío si yo quiero protegerlo y, más en concreto, verlo tutelado jurisdiccionalmente. La parte pasiva, el demandado, que, en cuanto tal, sólo tiene, como regla, derechos procesales, es también titular soberano de esos derechos, siempre que -de ese supuesto partimos, insisto- en el proceso únicamente estén en juego derechos e intereses legítimos de unos concretos sujetos jurídicos.
Iniciado el proceso por el actor, que pide tutela jurisdiccional, no se discute que el poder de disposición de ese actor le permite renunciar a obtener lo que ha pedido (salvo que la renuncia, excepcionalmente, esté excluida), del mismo modo que la parte pasiva puede allanarse, es decir, mostrarse conforme con que, frente a ella, se conceda al actor lo que ha pedido. En los dos casos, la decisión vincula al juez, que deberá absolver o condenar, respectivamente. Además, por su disposición sobre el proceso, ambas partes o sólo el actor, hasta cierto momento procesal, pueden hacer terminar aquél sin resolución sobre el objeto (desistimiento) o con una transacción, que el juez aprobará, tras un juicio positivo sobre la legalidad del convenio.
Algunos sitúan en lo que acabo de escribir el límite del alcance máximo del principio dispositivo. Pero, a mi parecer, el mismo poder de disposición sobre el derecho del que alguien es titular implica y se extiende a disponer de los fundamentos fácticos y jurídicos de ese derecho. Precisamente porque mi derecho es mío, porque mi acción es mía, me corresponde disponer de los hechos y de las normas en que podría fundamentar mi derecho y mi acción. Así, el mismo principio procesal (el dispositivo) fundamenta también, pienso, que el objeto del proceso venga concretamente determinado, ante todo, por lo que el actor decida pedir, pero precisamente en relación con los fundamentos de hecho y jurídicos que quiera hacer valer. Acabará de perfilarse el objeto procesal según lo que la parte pasiva quiera hacer valer, usando también de su poder de disposición, tanto sobre sus derechos sustantivos y materiales como sobre los procesales.[7] Para referirse a estos aspectos del principio dispositivo, es tradicional en España hablar de principio de "justicia rogada" o de "rogación".
     Que la sucesión de actos del proceso verse sobre aquello que las partes quieren hacer valer disponiendo de todos sus derechos en la forma que se acaba de decir, esto es, que el proceso tenga por objeto, no sólo las pretensiones formuladas, sino, más precisamente, las pretensiones con sus respectivos fundamentos fácticos y jurídicos, lo considero asimismo una consecuencia del principio dispositivo, aunque —lo reconozco de buen grado— no enlace con el núcleo de dicho principio de modo tan directo, claro e insoslayable como la iniciativa del nacimiento del proceso y la posibilidad de renunciar a obtener la tutela jurisdiccional solicitada. Por distintas razones y motivos, cabe entender, adicionalmente, que es un método procesal razonable y coherente con el núcleo del principio dispositivo, atribuir a las partes la carga de aportar las pruebas en que apoyan sus pretensiones, estableciendo, para la sentencia, en caso de falta de certeza, las reglas de la denominada carga de la prueba material: a cuál de los litigantes perjudica la falta de prueba sobre un hecho relevante.
     Para aquellos que, con criterio distinto del que acabo de exponer, entienden que la virtualidad del principio dispositivo supone sólo la necesaria iniciación del proceso civil a instancia de parte, la libre configuración de una pretensión de tutela jurisdiccional y la permanencia de un poder de disposición que permite la renuncia del actor, con efectos absolutorios y el allanamiento del demandado, con efectos condenatorios, sería otro principio procesal distinto, el de “aportación de parte” el que explicaría que el juez deba dictar sentencia conforme a las pruebas aportadas por los litigantes. Y si se grava a las partes con la carga de alegar los hechos y los fundamentos de derecho de su posición, sujetando al juez en la sentencia a esos límites, dirán que el proceso responde al principio o máxima “iudex iudicet secundum allegata et probata partium”.
     No me produce el menor disgusto intelectual -y debo reconocer que mi irritabilidad intelectual ha aumentado y, por desgracia, es estimulada con mucha frecuencia de la deseable y sobrellevable- que se haya preferido y se prefiera por numerosos autores la noción más restringida del principio dispositivo. Me cabe desear, eso sí, que no les resulte irritante mi preferencia y mi adhesión a la idea más amplia de dicho principio, del que el de “aportación de parte” o el de estricta exigencia de congruencia de la sentencia con las pretensiones de las partes (...iuxta allegata et probata...) serían corolarios.
Uno puede encontrar con bastante facilidad, por encima de su cabeza, por así decirlo, ciertos principios, como los que he denominado “jurídico-naturales”, porque responden a postulados elementales de justicia o “fair play”, que capta como imperativo cualquier ser humano que no sea lo que en España llamamos un desalmado. Pero otros principios no se pueden hallar, ni fácil ni difícilmente, ni en el cielo de los conceptos ni en la caverna platónica de las ideas. Son el fruto de una elaboración intelectual, que se nutre, como casi siempre, de lo aprendido y del esfuerzo personal de análisis y crítica respecto de las normas jurídicas y de la tradición legal de una determinada sociedad, de un concreto país.
Lo diré con muy directas y expresivas palabras ajenas: “las llamadas máximas (AOS: para nuestros efectos, los principios) no tienen existencia real más que en la medida en que se derivan del derecho vigente. Y una legislación saludable, esto es, una legislación que no codifique teorías, sino que tenga la mira puesta en un fin práctico, tan pronto las hará realidad como establecerá excepciones, según que esas metas prácticas reclamen una cosa u otra.”. Así se expresaba (aunque la cursiva es mía) mi muy admirado Friedrich STEIN [8] en 1893. Pues bien, mi idea del principio dispositivo está elaborada sobre la base de la legislación procesal civil española, desde al menos 1855, y de la aún más larga tradición jurídica de nuestro proceso civil.
Opciones abiertas para diseñar el papel y los poderes del juez civil: la relatividad de la ideología
Nadie (salvo un reciente legislador español de crasa ignorancia sobre la ciencia, el Derecho comparado y la experiencia mundial, al que aquí dejaremos de lado) discute ciertos cometidos como propios del juez en los procesos civiles. Según un consenso universal (con la única salvedad aludida), le corresponde al juez admitir la demanda, dirigir el proceso, decidir sobre los medios de prueba, presenciar la práctica de la prueba y dictar sentencia o las resoluciones que ponen fin al proceso con declaración de derechos o efectos similares, procesales y jurídico-materiales.
En cuanto a la dirección del proceso, no resulta dudoso que, en conjunto, incumbe al juez, puesto que es axiomático que el Derecho se diga en los diversos casos mediante un insoslayable método, que es, cabalmente, el proceso. No hay justicia humana instantánea o sumarísima. Un juicio así es el que, en castellano, calificamos de temerario. Y en nuestra lengua se utiliza mucho la expresión (que tengo por nativa del foro judicial) “hablar sin conocimiento de causa” para referirse al que lanza afirmaciones contundentes sin datos y ciencia que las respalden. Así, pues, es propio (y exclusivo) del juez, en el ejercicio de la potestad jurisdiccional que sólo a él se confiere o, en otros términos, en el cumplimiento de la función jurisdiccional, decir el Derecho (ius dicere): no sólo el material o sustantivo, sino también el procesal, en tanto en cuanto éste regula cuanto es necesario, como método razonable y justo, para garantía del acierto de la sentencia o resolución similar.
Dicho lo anterior, me apresuro a añadir que, además del principio dispositivo, entendido como ha quedado apuntado, que personalmente prefiero como inspirador para la generalidad de los procesos civiles, caben otros planteamientos distintos, que, en sí mismos, estimo defendibles y respetables.
Tras la necesaria iniciación del proceso por quien requiere una tutela jurisdiccional para un bien jurídico suyo (o que, aun no siendo suyo, tiene título para proteger), los roles más concretos de las partes y del juez pueden fijarse de diferente manera, sin afectar al más primario poder de disposición de los sujetos jurídicos.
En teoría, podría no exigirse al demandante que concretase el contenido de su pretensión de tutela, limitándose a exponer su caso y a solicitar la tutela que fuese “procedente en Derecho” También podría requerirse del demandante una sencilla y muy elemental fundamentación de su pretensión, pero sin necesidad de expresar con mínima claridad a qué título jurídico (o títulos) se acoge y cómo enlazan con ese título ciertos hechos alegados. Asimismo, en teoría cabría dejar al órgano jurisdiccional la labor de descubrir si hay o no hechos ciertos y normas jurídicas que fundamenten la concesión de tutela jurisdiccional, en general, o la concesión de la tutela que concretamente se ha pretendido. En todas esas opciones, el papel del juez sería de mayor importancia y sus poderes serían también mucho mayores.
Llego así al punto o momento clave para establecer un aspecto importante de mi personal posición sobre el papel del juez y sus poderes. Y ese aspecto se puede expresar afirmando que las posibles opciones que acabo de enunciar no obedecen necesariamente a postulados políticos o ideológicos. Sería ciertamente totalitario que, p. ej., la tutela jurisdiccional civil de bienes jurídicos de sujetos determinados, sin implicación de un verdadero interés social, fuese dispensada ex officio por el aparato del Estado a su arbitrio, sin participación o con una participación únicamente de impulso inicial por parte del sujeto que afirma necesitar tutela. No me sentiría libre con un Estado que decidiese, sin mi voluntad o contra ella, protegerme de un deudor mío. Probablemente, se trataría de un Estado en que mi titularidad sobre un derecho de crédito dinerario no estaría clara. Y ni que decir tiene que también consideraría totalitario atribuir a autoridades administrativas, no independientes, la última palabra en la tutela jurídica de los derechos e interés legítimos de Ticio, Cayo o Sempronio. Pero, fuera de estos u otros similares supuestos, siempre que se reconozca y respete la titularidad de los derechos subjetivos de particulares y el poder de disposición de los sujetos jurídicos sobre sus intereses legítimos, así como la libertad de una razonable actuación procesal de las partes respecto de esos derechos e intereses,[9] no veo que exigir menos a las partes y gravar más al juez resulte (necesariamente, insisto) de una posición ideológica que desdeñe la importancia de los sujetos individuales o desprecie la libertad personal en favor de un extraordinario predominio del Estado o de una concepción de la vida social eminentemente estatalista.
Se me ocurre una hipótesis. Imagínese que Austria estuviese dividida en 18 Estados y no en 9. Sigamos imaginando que cada uno de esos Estados tuviese su propia Justicia y su propio sistema procesal. A mí no me parecería contrario a un exquisito respeto a la dignidad y a la libertad personales que en uno de esos Estados, con poca población, existiese un sistema procesal civil en el que, en primera instancia, al demandante sólo se le pidiese narrar los hechos y formular genéricamente su pretensión sin necesidad de fundamentarla jurídicamente y al juez le correspondiese, en cambio, la tarea de llevar a cabo las averiguaciones pertinentes sobre los hechos narrados que considerase relevantes, sin perjuicio de las pruebas que el demandante quisiese aportar. No consideraría derivación de una ideología totalitaria que, además de lo dicho, la búsqueda y selección de posibles normas aplicables al caso fuese asimismo una responsabilidad del juez, de modo que la sentencia no fuera reprochable por incongruencia siempre que constituyese una respuesta coherente con la genérica pretensión del demandante y con el caso por él expuesto, incluso si se fundase en un hecho, relacionado con ese caso, cuyo conocimiento cierto resultase ser fruto exclusivo de la investigación fáctica judicial.
Situados ahora en el pasado para otro ejemplo imaginario, tampoco me resulta inconcebible que un pueblo de hombres libres bien conscientes de ello hubiesen construido un modelo de proceso civil como el que acabo de esbozar. Bien podría ese modelo fundarse en una extendida y arraigada confianza popular en un juez sabio y diligente, que una especie de senado designase, temporal o vitaliciamente, de entre los mejores y más ilustrados ciudadanos. ¿Por qué ese modelo procesal habría de ser necesariamente contrario a la libertad y producto de un pensamiento y un designio autoritario o totalitario?
Esta desconexión de la configuración interna del proceso con postulados ideológicos, que acabo de defender, singularmente en lo que aquí nos interesa, esto es, el papel más o menos activo del juez civil y sus mayores o menores poderes, no significa negar que desde un punto de partida estrictamente ideológico o político sea posible desplegar, con coherencia interna, una consecuencia o serie de consecuencias en el plano de las construcciones legales y de las realidades procesales. No afirmo que no pueda haber o no haya habido disposiciones legales de inspiración ideológica. Conozco sólo muy a grandes rasgos la polémica sobre el Codice di Procedura Civile italiano, así como las apreciaciones sobre el sustrato ideológico de la ZPO austríaca bajo la influencia del pensamiento y la obra de Franz KLEIN. Mis escasos conocimientos en esos dos asuntos no me permiten adoptar una posición en esas polémicas, lo que, por lo demás, me parece innecesario para la defensa de lo que pienso desde hace muchos años, esto es: que, aunque algunos puedan defender y defiendan sus posturas acerca del papel del juez y de sus poderes en el proceso civil por lo que consideran imperativos ideológicos, es igualmente posible y absolutamente legítimo (y preferible, lo adelanto ya) que la propia opinión sobre el tema que nos ocupa obedezca a razones y motivos ajenos a las ideologías.
Un corolario lógico de lo anterior, que estimo de gran importancia, es el rechazo más firme a toda taxonomía ideológica o política que se fundamente en la opción relativa al papel del juez y a sus mayores o menores poderes en el proceso civil. Del mismo modo que no acepto que se tache necesariamente de enemigos de la libertad o de totalitarios (e incluso de autoritarios) a quienes postulen para el juez civil mayores poderes de los que personalmente considero prudente conferirles (en determinado país y en un momento histórico determinado), no acepto tampoco que se tache necesariamente de neoliberal a quien opte por un papel judicial poco activo en la determinación de los hechos y menos aún que se le vitupere ideológica o políticamente con desagradables etiquetas. No es que, poseído más o menos súbitamente de un extremo afán conciliador, quiera creer que todos los procesalistas son personas ideológica o políticamente asépticas o neutrales o simplemente centristas o equidistantes. Probablemente ha habido, hay y habrá procesalistas adscribibles a muy diversas posiciones del arco ideológico-político. Lo que afirmo es que, por sí mismas, las opciones de los cultivadores del Derecho Procesal sobre el papel del juez y sus poderes en el proceso civil no tienen por qué ser determinantes ni caracterizadoras de su ideología ni de su posición política.
Insisto: no me ofrece duda que cabe establecer criterios y normas procesales sobre la base de posiciones ideológicas. Sin remontarnos al pasado, es observable que, a partir de la denominada “ideología de género” se puede defender y se puede lograr establecer normas especiales de carga de la prueba que, p. ej., supongan prácticamente una inversión de dicha carga a favor de las mujeres. Sin embargo, es posible defender ciertas particularidades sobre la carga de la prueba (sin llegar a la inversión total, a todas luces poco equitativa) en asuntos de violencia contra la mujer, no ya sin suscribir los planteamientos de la “ideología de género”, sino incluso rechazándolos.
Terminaré este aspecto de nuestro tema con un ejemplo que sí conozco bien. En 1939, Piero CALAMANDREI publica en la Rivista di Diritto Processuale Civile, I, su después muy famoso trabajo, La relatività del concetto di azione. Durante un tiempo tuve serias sospechas de que ese trabajo era más citado que leído o, al menos, leído con atención. Después, supe con certeza total que, en efecto, no faltaban los que citaban e incluso invocaban este ensayo de CALAMANDREI sin haberlo leído en absoluto (o, si me equivocase, el caso sería aún peor, con un engaño consciente), puesto que traían a colación la relatividad del concepto de acción, sostenida por CALAMANDREI, para quitar importancia al tema, como si ésa fuese la tesis del Maestro de Florencia: lo relativo en equivalencia a lo escasamente importante. Y sabemos que, en 1939, el concepto de acción era para CALAMANDREI de extrema importancia, precisamente por la relatividad de ese concepto respecto de posiciones ideológicas netamente opuestas. Pero hoy puedo reafirmarme, muy sintéticamente, en lo que defendí públicamente en 1974 y publiqué seis años después[10], a saber: que si bien era y es inteligible y certero el núcleo de lo observado por CALAMANDREI (la coherencia de concebir la acción como derecho abstracto con una posición general autoritaria y estatalista y, al contrario, la armonía de la acción como derecho concreto con una ideología antiautoritaria y, en ese sentido, liberal), cualquiera de las dos opuestas teorías sobre la acción puede asimismo fundarse en argumentos no ideológicos y de estricta técnica jurídica, de modo que una taxonomía ideológico-política de los autores en razón de su opción respecto de la acción resulta arroja resultados erróneos y, en ciertos casos, risibles. Ni quien defiende la acción como derecho abstracto es necesariamente comunista, socialista o autoritario ni quien entiende la acción como un derecho subjetivo público de contenido concreto es necesariamente liberal, “neocon” o cosa similar.[11]
Con todo esto, me parece ya sentado un criterio personal muy firme sobre la cuestión polémica de que aquí se trata: la posición sobre el papel del juez y sus poderes en el proceso civil puede obedecer a posiciones ideológicas, pero cabe asimismo que nada tenga que ver con tales posiciones y no es acertado, por tanto, deducir posturas ideológico-políticas de lo que se defienda sobre nuestro asunto. Con otros términos: postular un papel judicial sumamente activo y ser partidarios de atribuir al juez civil grandes poderes no supone necesariamente totalitarismo, comunismo o socialismo (más, para los demagogos de izquierda, progresismo, palabra mágica con la que se exorciza al discrepante, que sería inmovilista, retrógrado o cavernícola) y, por el contrario, preferir un modelo de actividad judicial menos activo y, correlativamente, gravar con más cargas a las partes no es una consecuencia necesaria de convicciones liberales o neoliberales.
Hay un muy interesante corolario de este criterio: optar por atribuir al juez civil más protagonismo o, lo que es igual, atribuirle más poderes a causa de un prejuicio o punto de partida ideológico, como, a la inversa, entender que un imperativo ideológico-político liberal o de superlativo respeto a la dignidad de cada persona obliga a reducir al máximo los poderes del juez, además de constituir un error in principio, dificulta extraordinariamente la mera comprensión de las posturas diversas de la propia sobre nuestro tema (y el consiguiente debate), pero, sobre todo, se alza como un obstáculo imponente para el análisis racional de la cuestión que aquí tratamos y para la formulación de propuestas viables de distribución de funciones entre el juez y las partes en el proceso civil.
La función primordial de la prudencia para abordar y resolver la cuestión del papel y de los poderes del juez civil.
Acabo de hablar de propuestas viables. Si me importa sobremanera la viabilidad del modelo procesal civil resultante de la opción relativa a los poderes del juez es porque descarto que estemos jugando a modelos abstractos, con sus abstractos valores. En ese plano, de pura discusión teórica, no tengo inconveniente en declararme de antemano perdedor de cualquier debate, no sólo del que ahora mismo podría producirse (o re-producirse) en España, en Italia o en toda Latinoamérica, sino del que, hipotéticamente, se hubiese celebrado hace un siglo o cuatro siglos, en Inglaterra o en un cantón suizo. Pero parto de la base de que no se trata de deliberar en el vacío, utópica y ucrónicamente, sino de analizar y resolver la cuestión como es propio de una genuina perspectiva jurídica, a saber: con practicidad, buscando un resultado posible, que, a la vez, sea razonable y justo. El debate jurídico es histórico, es decir, se produce en el tiempo (en un tiempo determinado con sus realidades determinadas) y para nosotros, procesalistas, la viabilidad de las conclusiones es tanto más importante cuanto que no nos ocupamos de situaciones y relaciones humanas y de la regulación que las reconoce, encauza, rectifica o prohíbe, sino que nuestra específica tarea consiste en construir o analizar críticamente unos artefactos o artificios, sin realidad extralegal alguna, inventados para servir. Así pues, resulta decisivo que esos artefactos o artificios, que son los procesos, funcionen y sirvan.
A) Factores que se han de ponderar prudencialmente.
La cuestión del papel del juez (en relación con el de las partes) depende, a mi parecer, de muchos factores, que no me atrevo a enumerar con pretensiones de aproximarme siquiera a la exhaustividad. Pero unos cuantos elementos de la realidad en que esa cuestión se aborde sí resultan fácilmente identificables. Y comenzaré por una faceta que quizá otros no abordarían en primer lugar. Sin atreverme a situarla en lo alto del “ranking” de factores relevantes, me parece de suma importancia. Cuando afrontamos qué papel y qué poderes atribuir al juez civil, ¿nos encontramos en una sociedad con abogados o sin ellos? Más concretamente, esa sociedad, ¿acostumbra a recurrir a los abogados sólo para muy pocos asuntos o es habitual que los abogados intervengan en las relaciones intersubjetivas de índole jurídica?
Si viviéramos en una sociedad sin abogados (o con muy pocos, reservados para muy pocos asuntos), resultaría casi imperativo atribuir al juez civil un papel predominante de actuación procesal y unos amplios poderes, tanto para acordar pruebas ex officio como para establecer el planteamiento jurídico de los litigios civiles. Porque a los litigantes, en su inmensa mayoría legos en Derecho, no sería razonable imponerles cargas de alegación y prueba que, de ordinario, serían incapaces de levantar.
Supuesto que estemos, por el contrario, en un país de abogados (es el caso de España), ya se adivina que la población, la litigiosidad (cantidad y calidad) y el elemento humano de la Justicia (cantidad y calidad de Jueces, pero también de abogados) han de ser traídos a colación y considerados muy atenta y seriamente para decidir qué papel y qué poderes se asigna a los jueces en los procesos civiles en que no esté presente un intenso interés público. Esos tres elementos han relacionarse entre sí, de modo que dispongamos de un cuadro de la realidad de la Justicia dotado de notable estabilidad, pues esa realidad no puede ser modificada fácil y rápidamente (con un incremento sustancial del número de jueces o con una reducción asimismo sustancial del número de litigios) y sin efectos negativos (como los de una improvisación de jueces livianamente formados o una importante reducción de las vías jurídicas que una sociedad determinada considera razonables: p. ej., una eliminación amplia de la doble instancia).
A esos factores han de añadirse otros complementarios, que perfeccionan la visión panorámica de la realidad sobre la que se ha de operar. Las naciones y los pueblos no son iguales en cultura jurídica y, más concretamente, en cultura judicial. Es poco dudoso que los españoles, p. ej., somos mucho más proclives a plantearse acudir a los tribunales que los habitantes de otros países, donde los costes de la justicia resultan más disuasorios, aunque no sea ése, ni mucho menos, el único factor (puede concurrir con el hecho de que las infracciones jurídicas y las vulneraciones de derechos ajenos sean más o menos infrecuentes). Y todos sabemos que, además, hay naciones en que la población está más imbuida que en otras de la necesidad acuciante de una justicia igual para todos, incluso aunque la realidad diste mucho de ese ideal. En esos países, apenas hay resignación (o realismo y cálculo) ante la injusticia que se cree sufrida: la mirada de los ciudadanos se dirige enseguida hacia la Justicia del Estado.
Importa asimismo la mayor o menor utilidad social, en cada país, del arbitraje y de los mecanismos alternativos al proceso judicial para cuestiones litigiosas menores, como los medios para resolver reclamaciones de consumidores y usuarios. Si esas alternativas (encajen o no en el moderno concepto de ADR) son eficaces, la ratio juez/número de habitantes revestirá menor importancia que allí donde aquéllas quizá son muy publicitadas (en España, p. ej., el arbitraje de consumo) pero de escasísima efectividad. Esa misma clásica ratio juez/número de habitantes tampoco tiene el mismo significado en los países en que, como en España (torpemente, desde 1985), prácticamente el mismo tipo de juez se ocupa de grandes y de pequeños litigios, que allí donde existe una neta diferenciación entre tipos de tribunales, de modo que los litigios de importancia se sustancian ante unos pocos tribunales, pero otros muchos litigios, cotidianos, por así decirlo, están atribuidos a muchos jueces en tribunales diferentes y de menor categoría.
B) Los jueces: cantidad, calidad y mentalidad
Dicho lo anterior, al factor humano principal de la Justicia civil, los jueces, se le debe prestar una preferente atención. En cuanto al número de juzgadores, pienso que será suficiente mencionarlo, pues su influencia en la opción principal sobre el papel y los poderes del juez es obvia. Pero no es el número lo único que importa y ni siquiera lo más importante. Quizá aún de más relevancia es la formación judicial que podríamos llamar “promedio”, pues en todas partes coexisten (y son disfrutados o padecidos) buenos y malos jueces qua tales, es decir, no mirando a su bondad personal, sino a la bondad o calidad de su trabajo judicial. De nuevo recurro a palabras de STEIN: “toda legislación ha de medir el grado de coerción y libertad del tribunal, adecuándolo al valor y la calidad que tiene el personal judicial correspondiente. El que podía concedérsele en tiempo de la compra de cargos, cuando ni los estudios ni ningún examen aseguraban su capacidad científica ni inspección alguna su moralidad, es distinto del que resulta posible admitir en nuestros días”.[12]
Y también tengo en mucho, como influyente para deliberar y decidir sobre el papel y los poderes del juez civil, un elemento concreto de su formación, que se me ocurre denominar “mentalidad decisoria”, en la que, desde luego, influirá la tradición judicial del país. Me explico de inmediato.
No da lo mismo que los jueces estén acostumbrados a encontrarse con relativa frecuencia en el trance de resolver disponiendo de un amplio margen de discrecionalidad (no arbitrio o capricho) o que, por el contrario, sea infrecuente que afronten en sus decisiones otro riesgo que el de aplicar normas que establecen con aceptable claridad (de ordinario) los supuestos de hecho y las consecuencias jurídicas. Podría pensarse, no sin motivo y razón, que eso depende de las leyes (más numerosas y prolijas, de ordinario, en los países del Civil Law; menores y menos minuciosas en el sistema de Common Law, si se me permite por una vez seguir los tópicos divisorios de esos sistemas), pero resulta que la mentalidad favorable o desfavorable a la utilización de facultades o poderes discrecionales (por supuesto, con un criterio rector legal), sí es algo que se da (en mayor o menor grado, o no existe apenas) en los jueces, porque, tanto a finales del siglo XIX como en el pasado siglo XX, como en estos años del siglo XXI, ante normas que atribuyen a los jueces españoles facultades de actuación (muy diversas: desde la actuación que requiere explicaciones a un testigo hasta la que sanciona la mala fe procesal, pasando por la que ordenaba imponer condena en costas según se juzgase o no temerario el comportamiento procesal de demandante o demandado), cabe comprobar si esos jueces se atrevían y se atreven, mucho o poco o casi nada, a aplicar o hacer uso de esas normas. Si ha existido y persiste una renuencia judicial muy extendida hacia el uso de poderes y facultades que exigen al juez adoptar decisiones “arriesgadas” y, de hecho, la consecuencia es que apenas se usan esos poderes y facultades, esa realidad se debe valorar adecuadamente.
C) Los abogados: su influencia y su papel histórico en los procesos civiles.
Puesto que nos estamos ocupando del “factor humano” de la Justicia civil, hemos de volver la mirada nuevamente hacia los abogados. Suponemos, como hemos dicho antes, que estamos en un “país de abogados”, un país con un alto número de abogados a los que, p. ej., se acude a la hora de contratar, al menos cuando se trata de un contrato de importancia o atípico. Pero, ¿estamos también ante una Justicia civil “de abogados”, es decir, en un país en que, más o menos frecuentemente, o bien habitualmente, los procesos civiles, complejos o simples, sobre asuntos de extraordinaria importancia o sobre cuestiones litigiosas cotidianas, se inician y desarrollan con intervención de abogados? ¿Es esa intervención muy limitada o, por el contrario muy amplia e intensa? Si la situación se corresponde con una respuesta afirmativa a las últimas preguntas, estaremos también ante una Justicia civil con una larga y arraigada tradición de protagonismo de los abogados, puesto que la ley o la costumbre (o ambas) determinan su actuación como asesores de las partes. Así sucede en España, donde (salvo para la solicitud inicial del procedimiento monitorio), la asistencia de abogado es preceptiva como regla, con escasas excepciones.[13]
Pues bien, si las partes, por imperativo legal o por costumbre, cuentan de ordinario con un abogado que les asesora desde el comienzo del proceso, no será razonable diseñar el papel del juez prescindiendo de esa realidad de la ordinaria “asistencia letrada” de los litigantes. O lo que es igual, no será razonable atribuir a las partes unas cargas de alegación y prueba mínimas, que estarían plenamente justificadas en cambio, si aquéllas litigasen directamente. En cambio, si el proceso civil es un proceso de abogados, a las partes se les puede gravar con cargas que legitiman el papel del abogado y suponen un gran alivio del conjunto de trabajo del juez.
Ciertamente, cabe que, simultáneamente con una cuasi-omnipresencia del abogado en la Justicia civil, exista un cuasi-global malestar social (incluidos ámbitos jurídicos y judiciales) hacia los abogados. No se superará, en todo caso, el sentimiento de varios personajes de Enrique VI, como el secuaz del rebelde Jack Cade, Dick el carnicero, al que William Shakespeare hace decir programáticamente: "The first thing we do, let’s kill all the lawyers!" (“La primera cosa que haremos será matar a todos los abogados”). Ninguna revolución ha llegado a hacer efectiva esa propuesta radical. Y propuestas bastante razonables (y desde luego no sanguinarias como las de Dick, the butcher), han fracasado, por muchos y poderosos motivos que hubiera para su triunfo. El realismo y la prudencia pueden, sin duda, propulsar y orientar cambios relativos a los abogados, pero aún no conocemos (yo no logro ni siquiera imaginar) una situación en que sería realista y prudente proponerse, no ya cambios (se van a dar, me parece, en una línea de disminución paulatina de la intervención de abogados), sino la pura y simple supresión de los abogados en el proceso civil. (A veces, sin embargo, he escuchado a algunas personas, incluso a colegas universitarios, sugerir propuestas que, en buena lógica, supondrían la supresión de la abogacía: no las han puesto por escrito, desde luego).
Si no se suprime la “asistencia letrada” de las partes en el proceso civil (o si no se reduce a unos pocos casos), lo único razonable es procurar que los abogados cumplan lo mejor posible su función. Ahora que llevo ya años sin ejercer la Abogacía, puedo afirmar categóricamente que suprimir o menoscabar esa profesión histórica me parece irresponsable, aunque lo sea, en parecida medida, omitir lo que conduzca a que los abogados ofrezcan unos servicios de calidad y se comporten conforme a elevados criterios éticos. Es muy deficiente, por ahora, la exigencia de ética a los abogados por parte de sus corporaciones (en España, por los denominados “Colegios profesionales”, Corporaciones de Derecho Público) y aún resulta muy raro que se exija a un abogado responsabilidad civil por negligencia o mala praxis (no sugiero que se produzca un fenómeno de hostilidad procesal civil contra los abogados como el que en muchos países sufren los médicos, p. ej., pero hay una gran distancia entre el exceso de demandas por presunta infracción de la “lex artis” y la menos que escasa exigencia de responsabilidad civil a los abogados).
Esto sentado, procede, como ya apunté, ser coherentes con el hecho de que, de ordinario, los litigantes se convierten en tales e inician los procesos civiles conforme a los consejos de graduados en Derecho a los que, en muchos países, se les exige una seria formación jurídica básica. Se puede, o más bien se debe, suponer (dejando ahora aparte las reformas convenientes o necesarias para ejercer la abogacía y para controlar la calidad de los servicios) que, gracias a los abogados, los demandantes en potencia están en buenas condiciones para ser demandantes en acto interponiendo demandas con un contenido que implique un alto grado de precisión en lo que se pide y en la fundamentación de la tutela judicial pedida. Y se puede o más bien se debe suponer, asimismo, que ambas partes actuarán con pleno conocimiento de las reglas sobre carga de la prueba y sobre el valor de los elementos de prueba de que puedan disponer. Todo esto, por referirnos ahora sólo a lo que resulta más decisivo en la primera instancia.
Queda dicho, con lo anterior, que lo que cabe esperar de las partes del proceso civil en razón de sus abogados me parece de singularísima relevancia a la hora de responder a la cuestión del papel y de los poderes del juez civil. Porque ese papel y los poderes correspondientes han de ser armónicos con las cargas y deberes de los litigantes, como enseguida veremos con más detalle.
D) El papel de la prudencia.
He hablado de la prudencia al encabezar este epígrafe. Porque la prudencia es el específico hábito (un hábito bueno o virtud, no un vicio, claro está) por el que se salta de lo intelectual a lo agible, de los principios y criterios abstractos a las opciones prácticas, a las decisiones. No hablamos a la ligera de jurisprudencia ni cuando utilizamos el término en el sentido germano de Jurisprudenz, de Ciencia del Derecho, ni cuando lo empleamos para referirnos, como en España, a las sentencias, a la jurisprudencia de los tribunales, al trabajo jurisdiccional. En este último territorio, es casi evidente que cada sentencia, aunque no sea fuente del Derecho objetivo (ni solo ni junto con otras sobre casos semejantes), es una creación jurídica, porque resulta innegable que todo juez, al dictar sentencia, salta de las normas positivas y de los principios jurídicos más los criterios hermenéuticos (por no hablar de otros ingredientes generales, como la experiencia) a la decisión sobre un caso.
Un juez (normal, no necesariamente portentoso) no es -y nunca lo ha sido, ni en los momentos de la máxima efervescencia revolucionaria francés- un autómata aplicativo, la mera boca que pronuncia las palabras de la ley. La naturaleza de su quehacer, naturaleza ineludible, le lleva a una creación jurídica, la sentencia, distinta de la ley, por respetuosa que con la ley sea esa sentencia. El respeto al Derecho que sólo condiciona al juez independiente no es la pereza de quedarse en la letra de la ley, sin genuina interpretación, sin discurrir sobre la finalidad de la norma en su contexto y sin la debida atención a los detalles de cada caso y a su posible relevancia. El juez hace jurisprudencia porque la prudencia guía su trabajo de decidir y la consideración de los diversos materiales, fácticos y jurídicos, de cada caso.
Y algo semejante se descubre (o, más bien, se debería descubrir) en el quehacer del jurista académico, del jurista que hace Jurisprudenz. El acierto de las construcciones conceptuales, de las distinciones y de las relaciones, no radica ni en su originalidad ni en la exhaustividad de los estudios previos ni en la habilidad dialéctica de las discusiones con otros. La calidad y el acierto radican en el servicio que el trabajo científico-jurídico rinde para una adecuada (equitativa, justa, razonable) resolución de problemas reales, resolución que exige, antes, un análisis certero de esos problemas.
La prudencia ha de ser, asimismo, el motor decisivo para las opciones legislativas y, a fin de cuentas, la cuestión del papel y de los poderes del juez en el proceso civil es una cuestión central en el diseño del modelo más apropiado de ese proceso para una determinada sociedad. Todos los factores que hemos expuesto han de ser ponderados prudentemente para lograr un modelo justo y viable. Porque la cuestión que nos ocupa no trata de lo verdadero y lo falso: no hay una realidad que conocer, sino una realidad que crear, el proceso, la construcción o modelo procesal. Y el reto no es lograr el mejor conocimiento de la realidad, es decir, la verdad, sino acertar en el diseño de un artefacto que, supuesta su adecuación a criterios elementales de justicia (“principios procesales” de audiencia y de igualdad de armas de las partes), permita, en una sociedad determinada, conocer y resolver litigios civiles con suficientes garantías de acierto en todas las sentencias, en un tiempo razonable y con el mejor aprovechamiento de los recursos humanos, siempre limitados, que estén verdaderamente disponibles.
Dos convicciones fundamentales de mi posición: la relación entre poder y responsabilidad y la cuestión de la verdad en el proceso civil.
Tras todo lo dicho hasta ahora, antes de afrontar el desenlace de este ensayo con la exposición de la personal postura en la cuestión del papel y de los poderes del juez, me parece necesario ocuparme de dos asuntos, expresando mis convicciones al respecto, que quizá sean equivocadas, pero que, dada su firmeza, son dos fundamentos muy importantes de esa postura, hasta el punto de constituir puntos de partida, de los que paso a ocuparme seguidamente.
A) Poderes y responsabilidad
Por más clara que sea y por indiscutible que resulte la relación entre poder y responsabilidad, es pertinaz desconocerla o despreciarla en nuestro mundo a todas horas. Y de ahí que no pueda dejar de referirme a ella y a su relevancia una y otra vez y con el mayor énfasis de que soy capaz. Ganz kurz: cuando nos planteamos atribuir al juez unos poderes (como cuando se trata de atribuírselos al presidente de una asociación, al consejero-delegado de una sociedad o al Jefe de un Estado), nunca hemos de olvidar, sino, por el contrario, debemos siempre considerar que los poderes entrañan responsabilidades. Según mi experiencia, casi nunca está presente esta consideración al tratar de los poderes del juez. Y, sin embargo, prescindir de ella es, más que imprudente, insensato.
No es sensato, en efecto, dejar de tener en cuenta la carga (en sentido vulgar, no jurídico-procesal) que, con los poderes que se les atribuyan, se echa encima de los jueces, de todos y cada uno de ellos. Nunca es razonable y prudente cargar a nadie por encima de sus posibilidades, teniendo en cuenta todos los factores pertinentes. Pero, en cuanto a los jueces, su papel y sus poderes, ante cualquier posible diseño de un modelo procesal civil, resulta obligado afrontar con objetividad este interrogante: ¿están los jueces reales, todos o la inmensa mayoría de ellos -porque no se diseña o se legisla para uno o unos pocos-, en condiciones de asumir la responsabilidad que entrañan las atribuciones previstas en el proyecto o modelo? ¿Podrán hacer uso de los poderes que se piensa otorgarles con una finalidad, siempre que haya de cumplirse esa finalidad? Porque se ha de procurar, me parece, que, sin heroicidades, los poderes y facultades sean usados ordinariamente y no sólo vez de en cuando, por unos pocos jueces. Dicho de otro modo: se debe pensar en que se pueda reprochar con razón a los jueces no haber hecho uso de sus poderes y facultades, sin que éstos tengan la fundada excusa de que, si los usasen siempre que fuera procedente, se verían impedidos de resolver en tiempo razonable los casos que les han correspondido.
B) La cuestión de la verdad en el proceso civil
El simple enunciado de este subepígrafe, en un trabajo con las características del presente, ya debe hacer pensar que una cuestión tan capital sólo será aquí tratada en apretada síntesis. Pero no puedo ni quiero en modo alguno eludirla, sin que la obligada síntesis resulte una vaguedad.
Es frecuente que la necesidad de establecer la verdad del caso que es objeto de un proceso civil sea considerada, con razón, un punto fuerte, si no el más influyente, de las posturas favorables a atribuir amplios poderes al juez y a conferirle un papel de protagonismo muy superior al que derivaría de lo que, erróneamente -según espero haber demostrado-, parece un postulado ideológico liberal y antiautoritario de una supuestamente necesaria influencia en el modelo procesal civil. Un gran protagonismo judicial y unos amplios poderes en cuanto a la prueba no se corresponderían, en todo caso, con el entendimiento amplio, antes expuesto, del principio dispositivo o, cuando menos, se opondrían al denominado “principio de aportación de parte”: iudex iudicet iuxta allegata et probata partium. Singularmente, por mor de la pesquisa seria sobre la verdad de las cosas, el juez, suele decirse, tendría que poder acordar pruebas de oficio, incluso si se admitiese que, vinculado por el ámbito de los hechos que los litigantes hubiesen querido alegar en virtud de su poder de disposición, esas pruebas acordadas y practicadas oficiosamente, hubiesen de circunscribirse a hechos previamente alegados por las partes.
No voy a defender ahora, inmediatamente, la racionalidad y legitimidad -y, en definitiva, la prudencia- de no atribuir al juez esos poderes en materia de prueba. Lo que en este momento me importa más dejar establecido es que una y otra opción nada tienen que ver, si bien se mira, con la antigua y muy manida distinción entre una verdad material y una verdad formal. Nunca he recurrido, por respeto a mi propia (aunque nada original) idea de verdad, a semejante distinción, que considero errónea, no ya filosófica o psicológicamente, sino también en el plano procesal. Sé que ha sido frecuente, entre los tópicos utilizados acríticamente, referirse a la verdad formal como aquel sucedáneo de la verdad, de la verdadera verdad, que resultaría aceptable en la inmensa mayoría de los procesos civiles, mientras que en el proceso penal importaría, no el sucedáneo, sino la verdad verdadera, calificada como material.
A mi entender, ese planteamiento implica un desacierto multifacético, no sólo por la sospechosa y maloliente[14] distinción de “verdades”, sino por la correlación de esos dos conceptos de verdad con los dos tipos de proceso. Que en los procesos en que sólo están en juego los derechos e intereses legítimos de unos sujetos jurídicos particulares los poderes probatorios se atribuyan a las partes, con sus correspondientes cargas, sin gravar al juez y que, en cambio, se prevea la iniciativa probatoria del juez en los procesos (penales o también civiles) en que está presente un interés público de notable intensidad, nada tiene que ver con entender inaccesible la verdad, con negar la “verdad de las cosas” o con desinteresarse de la verdad en los primeros procesos y mantener, en cambio, ese interés en los segundos. Lo único que considero acertado sostener es que todo proceso debe entrañar una real y verdadera preocupación por la verdad, so pena de perder una médula ética y dejar, así, de ser instrumento de una respetable administración de la justicia.
Pero la búsqueda de la verdad en los procesos no puede ser y no es igual a la del historiador o a la del filósofo o a la del investigador experimental. Todos éstos pueden prolongar sus esfuerzos en pos de la verdad cuanto su vida les permita (e incluso continuarlos, de algún modo, en el esfuerzo de sus discípulos) y consiguen también resultados útiles, propios de su quehacer (en especial, el científico experimental) mediante la falsación, es decir, cuando comprueban y determinan lo falso o erróneo. Unos y otros pueden considerar que avanzan aun cuando su búsqueda de la verdad conduzca, junto a algunas certezas, también a la persistencia de dudas e incluso a suscitar dudas nuevas. Los resultados de sus trabajos son socialmente útiles (por eso es razonable que los publiquen) en cuanto supongan algún avance en el conocimiento de la realidad, es decir, cuando alcanzan certezas parciales, sean positivas o negativas.
En el proceso civil, en cambio, la necesaria búsqueda de la verdad no puede ser prolongada en el tiempo (y menos indefinidamente), porque no constituye un fin en sí misma, sino que es absolutamente instrumental de una decisión sobre un pequeño trozo de historia humana, decisión que debe producirse dentro de un margen temporal no muy prolongado e incluso, en algunos ordenamientos jurídicos, en un plazo determinado, porque la sentencia ha de dictarse, p. ej., en el plazo de 20 días después de la celebración del juicio (art. 434.1 LEC).
No debería hacer falta añadir que, en todos los ámbitos, la complejidad de muchas realidades y la falibilidad humana conducen a “verdades provisionales”, que más adelante se revelan como falsedades o errores. Muchas veces, por muy seria y esforzadamente que hayamos buscado la verdad, no podemos afirmar rotundamente haberla alcanzado y sólo logramos un estado interior que oscila entre la absoluta duda y la firme certeza, pasando por distintos grados de posibilidad y de probabilidad. La Thatsachefeststellung, la fijación de los hechos como ciertos no va razonablemente, en los procesos civiles como en los penales, más allá de una convicción del juez respecto de la certeza de los hechos, que no tiene por qué ser plena seguridad de haber alcanzado la verdad, sino, como leemos en LENT-JAUERNIG, "una tan alta probabilidad que excluya la aceptación de lo contrario",[15] de lo tenido inicialmente por meramente probable. De nuevo, reproduzco a STEIN: “Nosotros, hijos del siglo XIX, hemos vivido en todos los terrenos científicos tal número de revoluciones y con tal violencia, que forzosamente hemos terminado por aprender a ser modestos. Incluso las verdades matemáticas se han mostrado sometidas al cambio. La geometría euclidiana se demostró como falsa tan pronto como se aplicó a superficies no planas, y tuvo que soportar el verse degradada del papel de geometría κατ’ εξοχήν (primaria) al mucho más modesto de una entre las diversas geometrías que existen según los diversos tipos de superficies y que ofrecen entre sí, todas ellas, la misma plenitud deductiva.”
“Πάντα ρει. También el conocimiento de la vida y de la ciencia se encuentra en ese río; tenemos que estar dispuestos a que nuestros conocimientos sean igualmente echados abajo por las generaciones futuras.”
Y, después de estas frases, que nos hacen sonreír al pensar que se publicaron hace 127 años (y el “nosotros, hijos del siglo XIX” puede hoy sustituirse tranquilamente por “nosotros, hijos del siglo XXI”, aunque STEIN no profesaba la crédula beatería científica que ahora reina), el maestro de Leipzig entra de lleno en nuestro tema:
“¿Cómo lograremos conseguir en el proceso la base firme que necesitamos para poder dictar una sentencia justa? ¿Cómo encontraremos esa base, si nada está quieto y todo se halla en movimiento? La respuesta que nos da el Derecho vigente es la misma para todas las cuestiones similares de la prueba: ninguna prueba puede lograr algo más que convencer a un hombre inteligente que se halle en la cumbre de la formación y cultura de su época…La fuente de errores consiste en que el receptor de la prueba es un hombre mortal, susceptible de errar, y no un Dios omnisciente.”[16]
Que no se vea en las citas precedentes y en mis observaciones un escepticismo negador de la verdad ni un ápice de cinismo que se desinterese por ella, con aceptación de sucedáneos funcionales. Sólo hay reconocimiento de la limitada capacidad cognitiva humana.[17] Y, añado algo de gran importancia: la anterior comparación con el convencimiento del hombre inteligente, de que habla STEIN, no significa en absoluto que sea yo partidario -nunca lo he sido- de permanecer en el ámbito de la “libre convicción” como meta deseable de la prueba o de la “valoración” o “apreciación en conciencia” de las pruebas como modo de extraer de ellas juicios de certeza.
Pese a las expresiones literales de varios preceptos de nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal (el moderno art. 282 bis. 1 y, sobre todo, el art. 741), en el ámbito del proceso penal se ha abandonado ya hace mucho tiempo la idea de que el tribunal fije hechos como ciertos según una libre o “íntima” convicción o según su “conciencia”. Se exige, y es exigencia racional y justa, que la certeza positiva o negativa de unos hechos se fije después de una apreciación de las pruebas conforme a las “reglas de la sana crítica”, expresión consagrada en distintos preceptos de la LEC 2000, que significa aborrecer del subjetivismo y la arbitrariedad y que, sobre todo, enlaza con la motivación del juicio sobre los hechos, necesaria para el autocontrol y el control social y jurídico del quehacer judicial. Por lo demás, el “hombre inteligente” y culto al que se refiere STEIN no es ni el que se fía de impresiones propias especialmente intensas (con las que llega a una convicción interior inatacable) ni el que fija la certeza arbitrariamente y se esconde tras su conciencia. Es el que posee una sana crítica, es decir, la capacidad de un saludable discernimiento y, por supuesto, es también capaz de ofrecer una razonable motivación de su juicio sobre los hechos (el art. 218.2 LEC[18]) e incluso podría motivar, en su caso, por qué ha quedado en duda.
Como la duda es, no pocas veces, el resultado del esfuerzo por alcanzar la verdad, en los procesos, tanto civiles como penales, han de existir normas para resolver en caso de duda sobre hechos relevantes: las normas de carga de la prueba en sentido material y la regla “in dubio pro reo”. Son normas imprescindibles en todo caso, porque es perfectamente posible e incluso probable que, pese a atribuir al juez poderes de iniciativa probatoria, la duda no se disipe, dejando paso a la certeza. El juez con poderes probatorios puede encontrarse quizá con más tranquila conciencia respecto de su esfuerzo, pero, en general, se hallará, a la hora de decidir sobre los hechos relevantes de un caso, en el mismo estado de limitación subjetiva en que se encuentra el juez ante los resultados de las pruebas practicadas a instancia únicamente de las partes. O, por decirlo quizá más exacta y expresivamente, la dificultad de uno y otro juez para formar su juicio sobre los hechos es igual y los riesgos de errar, los mismos.
A mi entender, lo que una sincera búsqueda de la verdad exige en todo proceso y, más en concreto, en los procesos civiles sobre bienes jurídicos de ciertos sujetos, es un método serio para que el juez esté en condiciones de juzgar sobre los hechos relevantes, en orden a dictar sentencia. Y por “método serio” se debe entender un conjunto de reglas que racionalmente permitan considerar ciertos, a efectos procesales, los hechos relevantes del caso.
En los procesos civiles en que están en juego sólo bienes jurídicos de los litigantes, una parte del método para establecer la certeza procesal de los hechos es el mecanismo de su admisión como ciertos por todas las partes. Los hechos admitidos, incluso tácitamente, se fijan como ciertos y quedan exentos de prueba. Dejando de lado discusiones acerca de la naturaleza jurídica de la conformidad de las partes sobre los hechos (se produzca a la vista de las alegaciones o incluso, con ciertos matices legales, con ocasión de la declaración de las partes como instrumento de prueba), tener por ciertos los hechos que no se discuten no es que resulte práctico, sino que responde a una máxima de la experiencia según la cual, en asuntos en que están en juego bienes jurídicos particulares, si el demandado, p. ej., admite como cierto un hecho que, en principio, le resulta perjudicial, es porque, en efecto, el hecho es cierto. La experiencia no dice lo mismo cuando se trata de crímenes, de ilícitos penales: conforme a la experiencia, no faltan autoinculpaciones basadas en muy diferentes motivos, sin relación con la verdad. De ahí que la Ley de Enjuiciamiento Criminal, en su art. 406, pfo. primero, disponga que “la confesión del procesado [léase sospechoso o imputado] no dispensará al Juez de instrucción de practicar todas las diligencias necesarias a fin de adquirir el convencimiento de la verdad de la confesión y de la existencia del delito.”
Personalmente, no veo en este modo de fijar la certeza de unos hechos a efectos procesales la aceptación de un sustitutivo o Ersatz de la verdad, sino un método razonable, empíricamente sólido, de alcanzar la verdad dentro de las limitaciones ya señaladas, inherentes al quehacer jurisdiccional, cualquiera que sea el ámbito vital sobre el que ese quehacer se proyecte. Porque, como ya he dicho, desde hace muchos años ha dejado de tener el más mínimo sentido la comparación entre la pretendida “verdad formal” de los procesos civiles y la “verdad material” de los procesos penales. Y la comparación entre unos y otros procesos, con resultados que hoy son verdaderamente paradójicos, no justifica cualquier modo de alcanzar un juicio sobre los hechos en los procesos civiles, como si en éstos ya pudiésemos prescindir de la verdad porque de ella se ha prescindido en el proceso penal. Lo que aquí defiendo es que el método procesal civil de proceder a fijar unos hechos como ciertos y exentos de prueba es razonable per se. Y lo mismo cabe decir de la regla de tener como ciertos, sin necesidad de prueba, los hechos notorios. De incoherencias relativas a la verdad en el proceso penal ya me he ocupado en otros lugares.[19]
Tras cuanto ya ha quedado dicho, puedo ya exponer mi personal posición, que, desde luego, es histórica, es decir, con coordenadas precisas de espacio y de tiempo, sobre el papel y los poderes del juez civil. No pienso que esa posición deba ser compartida si las coordenadas son distintas. Así que, seguramente, haría mías o adoptaría posiciones distintas en lugares y tiempos diferentes de los de mi país. Mi posición sólo puede fundar o alimentar una polémica real con quienes, para España, difieran sustancialmente de lo que enseguida defenderé. Y, por decirlo una vez más, se me ha de considerar también beligerante -amablemente pero firmemente beligerante- frente a los que entiendan que, por presupuestos ideológicos indiscutibles, sólo es admisible y acertada, en todas partes, una única postura sobre nuestro asunto.
Defensa razonada del modelo procesal de la vigente Ley de Enjuiciamiento Civil española: mi postura sobre el papel del juez civil y sus poderes en una determinada sociedad.
A) Exposición general
Puesto que es notoria mi intervención, relativamente reciente, en una ley procesal civil nueva y dado que, a mi entender, el papel y los poderes del juez (armónicos con los de las partes) no es asunto que deba resultar de la aplicación de axiomas o reglas dictadas por posiciones ideológicas, sino de la ponderación de diversos factores (que se han expuesto, aunque no con exhaustividad, sino sólo los más importantes y en la medida suficiente para mi argumento) de una sociedad concreta, justificar mi postura sobre el papel del juez civil y sus poderes en la sociedad pertinente (España y las sociedades con características similares), se puede identificar con la justificación del papel del juez en la Ley de Enjuiciamiento Civil 1/2000, que entró en vigor en enero de 2001. A título de resumen, adelanto que puedo hacer míos, sin reserva alguna, los siguientes párrafos de la Exposición de Motivos de la LEC:
“La nueva Ley de Enjuiciamiento Civil sigue inspirándose en el principio de justicia rogada o principio dispositivo, del que se extraen todas sus razonables consecuencias, con la vista puesta, no sólo en que, como regla, los procesos civiles persiguen la tutela de derechos e intereses legítimos de determinados sujetos jurídicos, a los que corresponde la iniciativa procesal y la configuración del objeto del proceso, sino en que las cargas procesales atribuidas a estos sujetos y su lógica diligencia para obtener la tutela judicial que piden, pueden y deben configurar razonablemente el trabajo del órgano jurisdiccional, en beneficio de todos.”
“De ordinario, el proceso civil responde a la iniciativa de quien considera necesaria una tutela judicial en función de sus de­rechos e intereses legítimos. Según el principio procesal citado, no se entiende razonable que al órgano jurisdiccional le incumba in­vestigar y comprobar la veracidad de los hechos alegados como configuradores de un caso que pretendidamente requiere una res­puesta de tutela conforme a Derecho. Tampoco se grava al tribu­nal con el deber y la responsabilidad de decidir qué tutela, de entre to­das las posibles, puede ser la que corresponde al caso. Es a quien cree necesitar tutela a quien se atribuyen las cargas de pe­dirla, de­terminarla con suficiente precisión, alegar y probar los he­chos y aducir los fundamentos jurídicos correspondientes a las pretensio­nes de aquella tutela. Justamente para afrontar esas car­gas sin inde­fensión y con las debidas garantías, se impone a las partes, excepto en casos de singular simplicidad, estar asistidas de Abogado.”
“Esta inspiración fundamental del proceso —excepto en los casos en que predomina un interés público que exige satisfac­ción— no constituye, en absoluto, un obstáculo para que (…) el tribunal aplique el Derecho que conoce dentro de los límites marcados por la faceta jurídica de la causa de pedir. Y me­nos aún constituye el repetido principio ningún inconve­niente para que la Ley refuerce notablemente las facultades coer­citivas de los tribunales respecto del cumplimiento de sus resolu­ciones o para sancionar comportamientos procesales manifiesta­mente contrarios al logro de una tutela efectiva. Se trata, por el contrario, de dispo­siciones armónicas con el papel que se confía a las partes, a las que resulta exigible asumir con seriedad las cargas y responsabilidades inherentes al proceso, sin perjudicar a los de­más sujetos de éste y al funcionamiento de la Administración de Justicia.”
Tras el precedente resumen, procede la explicación más pormenorizada. Para no alargarme en exceso -tiempo habrá, como fruto de esta publicación, para extenderse en puntos que requieran más explicaciones- procederé esquemáticamente. Y se me permitirá que pase a tratar los distintos puntos clave del papel y de los poderes del juez en forma de relato y, por tanto, con uso de los tiempos verbales pretéritos.
a) El número y tipo de jueces y el número y la índole de los litigios que afrontan esos jueces no permitía en absoluto diseñar un tipo de proceso civil con el enfoque (mucho más frecuente de lo que pueda parecer y de lo que quepa considerar sensato y prudente) de quien, aunque sea inconscientemente, está pensado en un solo proceso, y un solo juez (e incluso en un solo abogado). En tal caso, se establecería el modelo procesal como si no hubiese de aplicarse económicamente y, más en concreto, macroeconómicamente, es decir, sobre la base de aplicar recursos limitados para resultados a escala masiva.
No se me haga sospechoso, por lo que acabo de decir, de planteamientos fundados en la productividad y en la rentabilidad de los “productos” de la Justicia. Pocos procesalistas habrán tenido la oportunidad de vivir, como yo lo viví, siendo miembro del Consejo General del Poder Judicial, la primera propuesta en España de una retribución de los jueces en función de su productividad. Me enorgullezco de haberme opuesto tan fuertemente a ese planteamiento que no se volvió sobre él mientras ocupé aquel cargo. Sé cuánto importa la calidad del trabajo judicial y lo distancio sideralmente de la producción de tornillos. Pero la realidad de cientos de miles de asuntos civiles que esperan ser resueltos no puede eludirse. Por eso, el diseño del modelo procesal civil había de tomar en consideración la ya larga situación de sobrecarga de asuntos para el conjunto de los jueces, de modo que no se arrojase sobre ellos una mayor carga de trabajo, aunque sin renunciar a que llevasen a cabo en verdad el trabajo que resultaba imprescindible.
b) No podía ignorarse que los jueces españoles eran y siguen siendo, por mentalidad de lejanas y profundas raíces, reacios al uso de facultades o poderes que la ley les atribuía con finalidades importantes (a las que antes se ha hecho referencia). Muchos de esos jueces omitían incluso actuaciones en que la ley disponía tajantemente su presencia y actuación. Así, la práctica de pruebas como las declaraciones de testigos y de partes, que, por enorme corruptela, con frecuencia no gozaban ni siquiera de la presencia judicial. La prudencia aconsejaba un inexcusable aumento de la implicación del juez en cada proceso, pero centrándose en lo que resultaba absolutamente necesario: resolver con conocimiento de causa sobre la admisibilidad de las pruebas propuestas por las partes (llevábamos siglos en que los jueces aceptaban todas, aunque fuesen manifiestamente inútiles e impertinentes) y presenciar e intervenir de verdad en la práctica de pruebas, garantizando la posible contradicción y facilitando la intervención del juzgador en el interrogatorio de testigos, partes y peritos. Con esa finalidad, lograda plenamente, se diseñó el nuevo proceso civil de la Ley 1/2000, que ha supuesto, sin duda, una mayor intervención del juez, un juez que ya no es espectador pasivo.
c) En un “país de abogados”, con unos procesos civiles en que, desde hace siglos, la intervención de abogados es preceptiva como regla con pocas excepciones, era prudente tomar en consideración esa realidad y hubiese sido muy imprudente, por el contrario, diseñar un proceso civil de espaldas a los abogados. Lo que cabía procurar es que esa intervención fuese más real y efectiva en cada proceso, exigiendo un “plus” de dedicación al abogado pero, a la vez, una mayor oportunidad de legitimar socialmente su trabajo profesional y de ver con más claridad la relación entre ese trabajo y los resultados del proceso. En otras pocas palabras: el abogado debía verse compelido por la estructura del proceso y sus disposiciones legales a tomarse más en serio la Abogacía y a tomarse más en serio el proceso mismo.
Se tuvo en cuenta, sí, la hipótesis teórica de desgravar a los litigantes de una buena parte de su tradicional carga de alegación, permitiendo, tras una exposición de los hechos del caso, formular sólo la pretensión de tutela jurisdiccional, sin una precisa fundamentación jurídica o, al menos, con una fundamentación meramente orientativa, de modo que, a la vez, el juez tuviese el poder de resolver conforme a las normas que estimase pertinentes, según cierta interpretación radical del iura novit curia[20] o del brocardo latino da mihi factum dabo tibi ius.
Pero esa hipótesis carecía de suficiente peso real para la determinación del papel de las partes y del juez, tras dos siglos seguidos de normas procesales según las cuales correspondía a los litigantes fundamentar de modo concreto y preciso, en su aspecto jurídico, su demanda y su defensa (o eventualmente, una reconvención). Ni la Judicatura ni la Abogacía demandaban una ruptura con un planteamiento que, obviamente, facilitaba el trabajo decisorio del juez y al que los protagonistas del proceso estaban acostumbrados. Una constante jurisprudencia del Tribunal Supremo e incluso del Tribunal Constitucional (en razón del respeto al derecho de defensa) avalaba el papel de las partes asesoradas por sus abogados y respaldaba la necesaria congruencia de la sentencia con el elemento jurídico de la causa de pedir.
d) La opción por hacer protagonistas absolutos de la iniciativa probatoria a las partes (salvo en los procesos civiles en que esté presente un intenso interés público) deriva de la consideración, pensamos que prudente, de diversos factores, ya expuestos antes. Considero conveniente reiterar, de entre ellos, la escasa inclinación de los mismos jueces civiles a hacer uso de poderes y facultades que se les atribuyan para un uso discrecional (que no arbitrario) y me parece oportuno añadir la muy mala experiencia respecto de las llamadas “diligencias para mejor proveer”, previstas en la anterior LEC, de 1881, como actuaciones probatorias que los jueces podían acordar, inmediatamente antes de dictar sentencia, con suspensión del plazo para dictarla.
Las “diligencias para mejor proveer” no sólo eran frecuentemente utilizadas con el único fin de ampliar de facto ese plazo (en la jerga forense se les llamaba “diligencias para mejor dilatar”), sino que su práctica no respondía a criterios objetivos (ni siquiera al de llevar a cabo las pruebas admitidas pero que no se habían practicado en el plazo legal). Así, aunque algún procesalista español, eminente y exclusivamente teórico, se mostrase a mediados del siglo XX entusiasmado por este medio de superar las que él consideraba limitaciones del principio dispositivo o del de “aportación de parte”, en obsequio de la verdad, en realidad esas pruebas acordadas ex officio por el juez civil no cumplían en absoluto tan alta misión, sino la de embarullar in extremis el thema decidendi y desequilibrar caprichosamente la contienda procesal.
Por otra parte, dos factores más fueron prudencialmente considerados de modo especial. Primero, la razonable seguridad de que sólo los jueces con inclinación al protagonismo personal (los que en España denominados “jueces estrella”) harían uso con relativa frecuencia de unos eventuales poderes de iniciativa probatoria y, muy probablemente, sólo en casos “mediáticamente” importantes. Segundo, para el conjunto de los jueces, la responsabilidad aneja al poder de decretar pruebas de oficio resultaría una carga imposible de llevar.
Puede ser que algunos encuentren apasionante como ejercicio intelectual (e incluso moral) imaginar un proceso civil con las características teóricamente ideales y, sobre todo, diseñar el papel del juez del mismo modo, pensando en un juez que, empeñado en la verdad y en la justicia y siempre atento, interviene en cada paso en que considera que su actuación servirá a esos nobilísimos fines. Podemos describir con bellísimas palabras el ideal de que la máquina estatal de la Justicia no escatime esfuerzos respecto de cualquier situación, por común que sea, en que un ciudadano necesite tutela porque pueda estar padeciendo lesión de sus derechos o, dicho de otra forma, puede ser víctima de un comportamiento ilícito. De hecho, no faltan quienes, sin advertirlo, vienen a propugnar, para el proceso civil, un juez máximamente protector y, en consecuencia, dotado de amplios poderes, entre los cuales los probatorios; quisieran un juez como el que, antaño (no ahora, ya lo sabemos y lo hemos apuntado), debía ocuparse de los ilícitos más graves, los penales.
Sin embargo, en sociedades como la española y otras similares, es necesario entender que, a la hora de proyectar modelos procesales, no sería ni razonable ni asequible (más bien, resultaría imposible) que fuese el Estado, a través de los tribunales, quien hubiera de ocuparse —con la correlativa responsabilidad de los servidores públicos— de comprobar la certeza de los hechos —rectius: de las afirmaciones de hechos— que configuran la inmensa mayoría de los casos llevados ante los órganos jurisdiccionales civiles. Si bien se mira, todos los demandantes, promotores de los procesos civiles, exponen al tribunal lo que consideran que es un comportamiento ilícito. Pero si, en todo el mundo, la Administración de Justicia a duras penas puede, con todos los auxilios del Estado, afrontar los más graves y reprochables “ilícitos” —los comportamientos ilícitos constitutivos de delitos perseguibles de oficio—, constituiría un empeño prácticamente utópico gravar a los tribunales con la responsabilidad primordial en la comprobación de los hechos de todas las pretendidas conductas ilícitas, también aquéllas que apenas tienen relevancia pública y no afectan al interés general, sino sólo a los derechos e intereses de determinadas personas o sujetos jurídicos.[21]
Lo que hoy —y por mucho tiempo— resulta prácticamente imposible, sería, además, muy poco razonable. Una muy amplia y prolongada experiencia casi universal (aún más clara en los “países de abogados”, a que antes nos referimos) enseña que, en el tráfico jurídico, de los negocios y situaciones de las que se derivan derechos e intereses legítimos se suele dejar constancia por los sujetos interesados, no sólo a los efectos de posibles procesos, sino incluso a los fines de la protección y satisfacción de esos derechos e intereses y del cumplimiento espontáneo o inducido de deberes jurídicos. Por tanto, esos sujetos se encuentran, de ordinario, en mejores condiciones que nadie para aportar las pruebas y lograr, conforme a reglas racionales, un resultado de certeza sobre los hechos relevantes para la decisión judicial que procesalmente se requiera en cada caso. Por todo ello, un modelo procesal civil prudente y razonable no se basa en la investigación ex officio de los hechos que se afirman relevantes y no atribuye a los tribunales la responsabilidad —a todas luces excesiva— de procurar establecer la certeza positiva o negativa, sino que, sobre una base lógica y conforme a la experiencia, resulta preferible disponer que sean las partes de cada proceso los principales protagonistas de la iniciativa y del esfuerzo conducentes a aquella certeza.
Quizá, pese a lo anterior y aun admitiendo que, de ordinario, corresponda a las partes un papel predominante en la prueba, se insista en dotar al juez civil de un poder de acordar pruebas de oficio excepcionalmente. Pero, además de que resulta difícil establecer los casos excepcionales,[22] esa potestad encierra el peligro de que el juez, a usarla, en un “proceso de abogados”, lesione el principio de igualdad de las partes. Si el demandado es descuidado, ¿por qué tiene el tribunal que cuidarse de remediar su descuido? Si lo hace, le estará favoreciendo, en perjuicio del demandante. Y si remedia la insuficiencia de la actividad probatoria del demandante, perjudicará indefectiblemente al demandado. Es preferible no poner al juez en el peligroso trance de añadirse a sí mismo como otro abogado de parte.
A todo eso cabe oponer que “el interés de la verdad” está por encima de cualquier otro valor. No lo veo yo así cuando hablamos del modelo procesal. Una vez que se ha optado por un proceso con estructura dialógica y partes (asesoradas por abogados) con oportunidades iguales de defender cada una su posición, las paredes maestras de esa construcción no pueden ser alteradas, porque, aunque la construcción misma implica riesgos para la parte (y su abogado) que no extremen su diligencia y cometan errores, peor es el peligro de arrojar sobre las jueces responsabilidades excesivas y el riesgo de que, objetivamente, sean parciales. Éste es un punto crucial: o, aun con abogados preceptivos, se arroja sobre los jueces la responsabilidad de rectificar los errores de los litigantes, lo que no es viable, o, por el contrario, ha de darse por sentado, con normalidad, que “el interés de la verdad” e incluso el de la justicia no serán en ocasiones bien servidos o serán a veces defraudados, con resultados negativos para un litigante. Ésta es, a mi entender, la opción preferible, porque, insisto, me parece imprudente echar sobre las espaldas de los jueces civiles la carga y la responsabilidad de enmendar lo que las partes no hagan o hagan mal. Y también porque el uso por los jueces de potestades de iniciativa probatoria tampoco eliminaría posibles errores e injusticias, dado que el juez es tan humano como el abogado.[23]
En conclusión: salvo que el proceso civil tenga por objeto casos en que esté implicado un interés general o público, lo prudente y razonable es que sean los sujetos jurídicos interesados los protagonistas del esfuerzo de alegaciones y prueba, puesto que son bienes jurídicos suyos los que están en tela de juicio y puesto que resulta utópico y poco prudente —por no decir insensato— gravar a los tribunales de justicia con una carga superior a la de dirigir bien el proceso y dictar sentencia bien motivada y justa.
Aunque no sea impensable en sentido propio ni considere intrínsecamente perverso un modelo procesal civil en que se atribuya al juez un papel superprotagonista, que incluya ocuparse de los fundamentos jurídicos y de los hechos, es fácil estar en condiciones de comprender que eso supone echar sobre los hombros de la Administración de la Justicia una tarea tan ímproba como escasamente razonable: es más lógico y conforme a la naturaleza de las cosas que quien pide para sí una tutela jurídica a los órganos jurisdiccionales exponga lo que, a su juicio, fundamenta —tanto fáctica como jurídicamente— la petición formulada. Ante todo, porque ese sujeto jurídico conocerá, de ordinario, unos hechos que los tribunales casi siempre desconocerán; en segundo lugar, porque, como ya dije, también entra en la esfera del poder de disposición de los sujetos jurídicos hacer o no uso de cuanto sustenta y apoya fáctica y jurídicamente los derechos que esos sujetos afirman tener y en virtud de los cuales formulan sus pretensiones; en tercer lugar, porque cabe suponer racionalmente que la máxima diligencia en alegar hechos y argumentos y en aportar pruebas será desplegada por quienes pretenden una sentencia favorable para ellos.
B) A modo de “test”: una norma de la LEC española que aumenta el protagonismo del juez.
El art. 429.1, pfo. segundo LEC establece una posible iniciativa del tribunal, respecto de la proposición de prueba en el juicio ordinario y, en concreto, en la audiencia previa. Según ese precepto, si el tribunal considera que las pruebas propuestas por las partes pueden “resultar insuficientes para el esclarecimiento de los hechos controvertidos, lo pondrá de manifiesto a las partes indicando el hecho o hechos que podrían verse afectados por la insuficiencia probatoria”. Y prosigue: “al efectuar esta manifestación, el tribunal, ciñéndose a los elementos probatorios cuya existencia resulte de los autos, podrá señalar también la prueba o pruebas cuya práctica considere conveniente.”
Como quiera que el último párrafo del art. 429.1 LEC prevé que, en tal caso, “las partes podrán completar o modificar sus proposiciones de prueba a la vista de lo manifestado por el tribunal”, es indiscutible (aunque unos pocos pero queridos colegas han llegado a discutirlo y afirmar lo contrario) que no le corresponde al tribunal acordar u ordenar la práctica de pruebas, sino señalar las que consideraría convenientes. A las partes incumbe proponerlas, o no, completando o modificando, en su caso, sus anteriores propuestas.
He de reconocer que he suavizado mi inicial criterio sobre este precepto, que no aparecía en el Proyecto de LEC (aunque la enmienda transaccional correspondiente pasó por mis manos). Con todo, sigo pensando -y lo piensan muchos otros- que este mecanismo es de utilización nada fácil y que, además, puede resultar inconveniente. No es fácil que, por mucho que la nueva estructura del juicio ordinario comporte, como era deseable, un conocimiento mayor del caso por el tribunal, éste se encuentre en condiciones de señalar pruebas pertinentes, indicando el hecho o hechos que, a su juicio, podrían verse afectados por la insuficiencia probatoria. Y si advertimos que esa indicación de pruebas ha de hacerla el tribunal “ciñéndose a los elementos probatorios cuya existencia resulte de los autos”, aún resulta menos fácil la utilización de la facultad legal. Porque en ese momento procesal (la audiencia previa al juicio), los elementos probatorios —cuya “existencia” no resultará de los autos, sino que constará en ellos— no pueden ser otros que los elementos escritos (documentos, dictámenes, informes) o instrumentos similares y, excepcionalmente, los resultados de la prueba anticipada, si se acordó en su momento. No parece razonable que el tribunal, en tal momento, haya de realizar una valoración de esos elementos, ni siquiera provisional. Y pronunciarse, aunque sea provisionalmente, sobre insuficiencia probatoria, exige un prejuicio, que no se entiende cómo puede formarse.
Pero lo que aquí interesa no es un estudio detenido del precepto,[24] sino la experiencia de su existencia y aplicación. Al respecto puedo afirmar que los jueces vienen haciendo muy poco uso de los poderes que les atribuyen en esa norma. Pero, en cambio, a la vista de la doctrina y de la denominada “jurisprudencia menor” (la que constituyen las sentencias no emanadas del Tribunal Supremo), resulta claro que la norma ha suscitado interrogantes problemáticos, que seguramente no fueron previstos por los parlamentarios que introdujeron el precepto.

Ocurre, en efecto, que el art. 429.1 LEC prevé dos posibles conductas del juez: la primera, indicar a las partes la posible insuficiencia de las pruebas propuestas con indicación de los hechos a los que dicha insuficiencia afectaría; la segunda, sugerir a las partes pruebas que les podría convenir proponer. Para la primera conducta, la ley utiliza una expresión literalmente imperativa: “lo pondrá de manifiesto (AOS: la insuficiencia probatoria)”. Para la segunda, la norma usa términos de apariencia no imperativa: “podrá señalar” (la prueba o pruebas). Sobre la base de esta diferencia literaria, a mi juicio escasamente relevante,[25] se ha llegado a sostener que el juez civil tiene el deber de vigilar la presumible suficiencia de las pruebas propuestas por las partes, de modo que, en caso de no cumplir tal deber, si se dicta una sentencia fundada en la falta de prueba (en el sentido de no haberse propuesto), el incumplimiento del deber originaría la nulidad de las actuaciones.[26]

Semejante conclusión, del todo errónea, se ha abandonado por los tribunales (v. última nota), pero otras cuestiones, de notable importancia, se han suscitado y, en cierto modo, siguen pendientes. Por ejemplo, quién puede incurrir en responsabilidad por no indicar la insuficiencia probatoria o no señalar medios de prueba o por no hacer caso (los abogados) de las eventuales indicaciones del juez, si el resultado es después perjudicial para la parte asistida por ese abogado.

El art. 429.1 LEC resulta, por ahora, un “test” revelador, por una parte, de la racionalidad y de la general aceptación (por jueces y abogados) de los mecanismos ordinarios que obedecen al principio dispositivo y al de “aportación de parte”. A la vez, también confirma la relevancia de dos de los factores que, como ya se expuso, han de influir, prudencialmente ponderados, en el diseño del modelo procesal en lo relativo al papel y poderes del juez: la posibilidad razonable y la real voluntad de los jueces de hacer uso de los poderes que se esté pensando atribuirles y la correlatividad de la atribución de poderes con la responsabilidad por su ejercicio. Con ser tan moderada la norma en cuestión, pues no permite al juez civil acordar pruebas ex officio, sino sólo sugerir que se propongan, su aplicación, sin generar excesivos problemas, tampoco ha supuesto un avance considerable en la consecución de la verdad y en la justicia de la sentencia y, en cambio, resulta indicativa de la alta probabiblidad de un panorama sumamente problemático si el legislador hubiera roto con la regla de la aportación de parte.


[1] Publicado en Teoría & Derecho. Revista de Pensamiento Jurídico, Valencia, junio 7/2010, págs. 36-66.
[2] Por ejemplo, el de que un ensayo es un conjunto de ocurrencias sin notas a pie de página. Error, pues con ésta no desaparece el carácter ensayístico de este papel. El ensayo y su forzosa brevedad comportan desistir de la más mínima manifestación de erudición, que reclamaría un libro extenso. En consecuencia, no habrá más notas que las imprescindibles… más alguna muy personal, acorde con la subjetividad propia del ensayo y con cierto espíritu lúdico.
[3] Muy al contrario. Sin embargo, se ha convertido en una auténtica moda, de sesgo vulgar y retardatario, la de producir etiquetas y banderas máximamente genéricas y proceder, con tan menguado amparo, a eliminar distinciones de suma relevancia. La moda y sus efectos encuentra su origen en la ignorancia y la incultura y rinde homenaje a la pereza. Algunos ejemplos reales. Lo que antes eran estudios de Periodismo (concepto que, por supuesto, no es incompatible con las innovaciones técnicas de los dos últimos siglos), ahora es “Ciencia de Comunicación”, de modo tal que el foniatra y hasta el otorrinolaringólogo se hermanarían con quien explica Lengua española y con el experto en el manejo y coordinación de cámaras televisivas. Además -lo digo con el máximo respeto a las personas-, se funda un “Derecho a la información”, que, con tamaña amplitud, englobaría por igual el relativo a los televidentes, a los accionistas de una sociedad mercantil, a los ciudadanos respecto del contenido de los archivos y documentos oficiales o al de la parte pasiva de un proceso penal sobre la marcha de la instrucción. Empecé a reparar en este fenómeno hace muchos años, cuando leía como gran mérito de las teorías abstractas de la acción la aplicabilidad de ese concepto lo mismo al proceso civil que al penal. A nadie serio, defensor de las tesis abstractas, se le había ocurrido semejante simpleza. Pero, claro es, eso permitía no preguntarse por qué polemizaron WINDSCHEID y MUTHER (y ni siquiera quiénes eran).
Esto de la bondad generalizadora es, si bien se mira, algo peregrino (adjetivo que, no sé por qué, usamos en España para referirnos a lo absurdo). Por supuesto, el concepto de “asiento” es más comprensivo que el de “sillón”, pero éste último define mejor que el de “asiento” un concreto instrumento para sentarse (el “sillón” tiene respaldo y brazos, elementos de que carece un “taburete”, que, sin embargo, es, como el sillón, un “asiento”). A estos generalizadores, a los que también les resulta cómodo, p. ej., atribuir eficacia de cosa juzgada a todo y a sólo lo juzgado en resolución firme, me entran ganas de llamarles “entes”. No lo hago, pero lo tendrían merecido conforme a sus tesis. ¿Se enterarán alguna vez de que conocer es distinguir, hasta para el conocimiento sensorial de un pez?
[4] V. al respecto mi Derecho Procesal. Introducción, con DÍEZ-PICAZO, I. y VEGAS TORRES, J., § 3, núms. 5-18
[5] Esas enseñanzas de CARRERAS LLANSANA son, en España, propias de él únicamente, pero hay autores de mucha relevancia, en la doctrina alemana, que, en cierto modo, apuntan en la misma dirección cuando separan la Verhandlungsmaxime del Dispositionsprinzip y del Officialprinzip. En cuanto a las formas procesales y su relación con los principios, v. Derecho Procesal. Introducción, cit. § 4, passim.
[6] He escrito este subepígrafe en esos concretos términos perfectamente a sabiendas de que, por incoherencias gigantescas y magnoscópicas, muy propias de los tiempos que vivimos, el proceso penal está pragmatizado hasta extremos difícilmente justificables mediante argumentos concernientes a la verdad y a la justicia y, a la vez, se ha dogmatizado según pretendidos “principios” jurídicos vaporosos, como sucede, en España, con un recreado y hiperampliado “principio acusatorio”. Este “principio” no consiste en que no se pueda condenar penalmente sin acusación ni en que todo encartado como parte pasiva de una causa criminal (llámesele sospechoso, imputado o acusado) tenga derecho, desde el principio de su implicación, a ser informado de los hechos que motivan cualquier resolución que limite sus derechos y, a fortiori, tenga derecho a saber de qué se le acusa (y quién) desde que haya acusación. Aquí, el “principio acusatorio”, que no estaba definido por la doctrina ni por la jurisprudencia (ni con amplio consenso ni sin él) y que no es mencionado de ninguna forma en la Constitución española, consiste, en síntesis, en que el juez penal está atado de pies y manos por la acusación, no sólo (como es razonable y equitativo) en cuanto a los hechos una vez que el objeto del proceso ha sido fijado, sino también en cuanto al Derecho. Según este “principio”, el tribunal penal no puede acordar pruebas de oficio ni promover debate entre las partes sobre cuestiones jurídicas, a fin de dictar sentencia aplicando las normas penales con la soberanía que es coherente con el interés público en la represión jurídica de la delincuencia. Siempre conforme al pretendido “principio acusatorio”, la congruencia de la sentencia penal con la acusación habría de ser tan absoluta o más que en un proceso civil sobre asuntos desprovistos de interés público. Y la neutralidad del juzgador penal sería la plena pasividad de un mero espectador. Todo esto, en nombre del “principio acusatorio” pretendidamente constitucional, contra numerosos preceptos legales vigentes. Curioso es que, en buena medida, los que piden aumento de poderes para el juez civil sean, con frecuencia, ardientes defensores de este juez penal impasible e inactivo. Diríase que para ellos reviste mayor interés social el cumplimiento de lo pactado en un contrato bancario de préstamo que la sentencia justa en un caso de asesinato o violación.
Cuando, como suele ocurrir, la forma contradictoria del proceso se combina con el principio de oficialidad, resulta más fácilmente visible la exigencia de la plena igualdad de las partes en la fase de juicio y la necesidad de respetar el derecho de defensa. Pero es que las consecuencias insoslayables del principio de oficialidad son armonizables con la igualdad de las partes  y el referido derecho. No parecen comprenderlo los partidarios del difuso “principio acusatorio”. Lamento que, en España, los procesos penales sigan demasiadas veces los derroteros a los que he referido, pero no por ello debo modificar lo que, junto con otros muchos autores, entiendo que es el principio de oficialidad.
[7] Es claro que gravar a las partes con la tarea de precisar, en cuanto a fundamentos fácticos y jurídicos, su pretensión (en el caso del demandante) y su contrapretensión (en el caso del demandado que no ejercita reconvención), supone aligerar muy considerablemente el trabajo del juez siempre que se disponga que su sentencia ha de ser plenamente congruente con las pretensiones de las partes. Como después diré en el texto principal, ese aligeramiento del trabajo del juez me parece muy conveniente, pero, a su vez, la carga de precisar los fundamentos de las pretensiones sólo se puede arrojar razonablemente sobre las partes cuando el proceso es lo que más adelante denominaré un “proceso civil de abogados”.

[8] F. STEIN, El conocimiento privado del juez, trad. de De la Oliva Santos, EUNSA, Pamplona, 1973, pág. 126. Permítaseme una digresión, casi en confidencia personal, sobre esta obra del maestro alemán. Tuve un buen día, ya muy lejano, la ocurrencia de empeñarme en traducirla, por dos motivos: primero, porque veía que se citaba muy frecuentemente, pero sin que existiera una versión en español, aunque cierto número de autores latinoamericanos habían traducido monografías importantes de grandes autores alemanes (e italianos también); segundo, porque me parecía que trataba de un tema importante, que no pasaría de moda y siempre sería interesante, aquí o allá. Fue una decisión muy afortunada, porque esto último se confirmó más allá de lo que podía haber imaginado. Y, sin exageración alguna: me ocurre que cada día, desde 1973 hasta ahora mismo, me beneficio de las muchas horas que la traducción me exigió. La cuestión de hasta qué punto puede utilizar el juez sus propios conocimientos, no adquiridos mediante el proceso, resultó un hilo conductor para que un personaje de extraordinario talento escribiese páginas no superadas nada menos que sobre los siguientes asuntos: diferencia entre quaestiones facti y quaestiones iuris, al descubrir las llamadas “máximas de la experiencia”, premisas mayores fácticas distintas de las premisas menores fácticas (los hechos históricos concretos); función de esas Erfahrungssätze en la subsunción (¡nada menos!), para el papel del tribunal de apelación y casación; para determinar la específica aportación del perito y su diferencia con el testigo; para el concepto de notoriedad, etc. Se ha dicho por personajes de mucha autoridad que un buen libro, un libro excepcional, enseña y forma más que muchos libros normales y no digamos mediocres. Se ha dicho (en concreto, A. D’Ors dixit) que resulta más formativo aprender una cosa difícil que cien fáciles. Pues bien, el libro original de STEIN era y es -que lo compruebe el que lo dude- de difícil lectura, muy arduo (así lo reconocía el maestro PRIETO-CASTRO en una pequeña nota introductoria a la primera edición de mi traducción, nota de enorme lucidez, por cierto). Es un libro que no puede leerse siquiera (ni en español ni en alemán: lo he comprobado con universitarios de lengua alemana) sin estudiarlo a fondo, es decir, sin un esfuerzo intelectual considerable, parándose con frecuencia a pensar lo que quiere decir. Pero, una vez que se ha leído, estudiado y entendido, resulta deslumbrantemente formativo e inteligente. Y, paradójicamente, también muy claro. El Prof. JIMÉNEZ CONDE, uno de los primeros procesalistas españoles que leyó con gran atención esta obra maestra de STEIN, no cesaba, en la primera lectura, de escribir a lápiz observaciones, casi todas interrogativas, al margen de párrafos de muchas páginas. Me contó que, tras una segunda lectura, iba eliminando esas observaciones con una goma de borrar. De ahí que le encomendase un introducción extensa (a mi parecer, excelente) en la segunda edición, a cargo de "Editorial Centro Estudios Ramón Areces", Madrid, 1990. Una característica que añade más valor a la obra de STEIN es que, desacostumbradamente, estudie los asuntos en el doble ámbito civil y penal. De ahí su subtítulo: “Untersuchungen zum Beweisrecht beider Prozesse.”

 [9] Se puede decir, con ocasión de las frases que acabo de escribir, que entrañan una concreta opción ideológica. Y cabe que otros opongan contra la totalidad de mi tesis, que nada es ajeno a una ideología o incluso –es una posición de antiguo conocida por mí- que “todo es política”. A la posible primera objeción respondo diciendo que, obviamente, han existido y pueden seguir existiendo concepciones de la vida humana y de la sociedad negadoras de los derechos subjetivos individuales y, por tanto, negadoras del poder de disposición que comporta la concreta titularidad de esos derechos. A mi parecer, unas tales concepciones del hombre y de la sociedad y del Estado exceden del pluralismo al que yo hago referencia al hablar de posiciones ideológicas diversas. Es decir, que admito que mi posición es, en cierto modo, ideológica, pero en un contexto histórico obsoleto en Occidente. En este trabajo -y en mi vida, desde hace mucho tiempo- no tomo ya en consideración las ideologías marginales a esa noción de la vida democrática que está indisolublemente vinculada a los derechos, a la dignidad y a la libertad de la persona. En cuanto a que todo sea política o todo sea ideología, siempre me ha parecido, como apreciación de la realidad, una errónea exageración de una posible influencia (a no ser que la biología o la anatomía y el amor y la emoción estética, p. ej., se consideren parte de la política o de la ideología). Y si la afirmación se presenta como postulado imperativo, lo rechazo cabalmente como totalitario, porque, a mi entender, amplios aspectos de la vida humana son, y quiero que sigan siendo, ajenos a los distintos planteamientos posibles acerca de la sociedad y del Estado.
[10] Cfr. DE LA OLIVA SANTOS, Sobre el derecho a la tutela jurisdiccional. La persona ante la Administración de Justicia, ed. Bosch, Barcelona, 1980, en especial, págs. 28 a 36 y ss.
[11] Dos realidades actualísimas hablan por sí solas acerca de la debilidad de los vínculos entre posición ideológico-política y posición sobre el proceso. En España, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) y el Partido Popular (PP), enconadamente enfrentados en casi todo, han caminado parlamentariamente de la mano para reducir el papel de los jueces y magistrados independientes en todo tipo de procesos, a favor de los Secretarios Judiciales, cuya dependencia jerárquica del Gobierno se ha acentuado al máximo (para lectores no españoles aclaro que me refiero a la consensuada Ley 13/2009, de 3 de noviembre, aprobada pese a la oposición masiva de los procesalistas y de amplios sectores judiciales). Mientras tanto, en Francia continúa la dura polémica pública respecto del proyecto del Presidente de la República, Sarkozy, de eliminar por completo la figura del juez de instrucción. ¿Es Sarkozy socialista y sus múltiples oponentes, en cuanto a ese proyecto, conservadores y liberales? Claro está que no. Para acabar de completar la falta de correlación ideología-política y propósitos procesales, resulta que, en España, son sobre todo socialistas los que propugnan la supresión total del juez instructor penal… en plena sintonía con Sarkozy.
[12] F. STEIN, op. cit., pág. 135. Y añado esta observación: que la evolución histórica en punto a formación judicial no siempre es de avance, sino también, desdichadamente, de retroceso, de modo que no son comparables los jueces españoles de hoy, con los de hace treinta años… ni con los alemanes de 1893. Por otra parte, en muchos países que se pueden considerar democráticos, no está aún consolidada la de juez como profesión estable (con sus ventajas e inconvenientes) o, lo que es mucho más importante, no se puede entender que la independencia judicial esté, incluso en el plano legal, seriamente garantizada.
[13] A propósito de los denominados “procesos europeos de escasa cuantía”, que no exigen intervención de abogado y se estructuran suponiendo que esa intervención no se da, lo mismo que en el proceso o procedimiento monitorio, ha quedado claro que España, junto a Italia y Grecia, son los países de la UE en que se prevé con mayor amplitud la preceptiva intervención de abogado.
[14] Se me ha ocurrido utilizar este adjetivo porque, aunque su uso, por infrecuente, llame la atención, es, pienso, perfectamente apropiado. Si hablamos en Derecho Procesal del “fumus boni iuris”, que me gusta traducir como “aroma de buen derecho”, lo contrario es, no aroma, sino hedor, algo maloliente.
[15] LENT-JAUERNIG, Zivilprozessrecht, München, 1970, 15 Aufl. pág, 149. Los términos exactos son éstos: “eine so hohe Wahrscheinlichkeit, dass die Annahme des Gegenteils ausgeschlossen ist.”
[16] F. STEIN, op. cit., págs. 41 y 42.
[17] Con otras palabras me he expresado hace tiempo, en mi Derecho Procesal Civil. El proceso de declaración, con DÍEZ PICAZO, Madrid, 2004, § 38, n. 3: “El uso del término verdad debe imponer un saludable respeto. Y no porque no exista la verdad ni existan verdades, ni porque se niegue la posibilidad de conocer una y otras, sino, simplemente, porque su conocimiento es arduo y porque, en nuestra Administración de Justicia y en materia civil (por lo menos), no se exige la adquisición de una certeza o de un convencimiento de la verdad de unos hechos beyond any reasonable doubt, ‘más allá de toda duda razonable’, expresiva formulación angloamericana que la literatura y el cine han popularizado.”
[18] Que dice lo siguiente: “Las sentencias se motivarán expresando los razonamientos fácticos y jurídicos que conducen a la apreciación y valoración de las pruebas, así como a la aplicación e interpretación del derecho. La motivación deberá incidir en los distintos elementos fácticos y jurídicos del pleito, considerados individualmente y en conjunto, ajustándose siempre a las reglas de la lógica y de la razón”. Este precepto puede no resultar enteramente convincente en sus propios términos, pero su ratio resulta impecable.
[19] V., en especial, “Presunción de inocencia, prueba de cargo y sentencia de conformidad”, en Prueba y proceso penal, Valencia, 2008, págs. 67-74. Publicado también en Revista de Derecho Procesal, 2007, págs. 701-708. En este breve texto, que es el de una ponencia presentada y discutida el 25 de octubre de 2006 en el “Congreso Internacional sobre problemas modernos y complejos de la prueba en el proceso penal”, organizado por la Universidad Jaume I, Castellón de la Plana, planteo la colosal incoherencia (al menos en España) de sostener por un lado, en reiteradísima jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que una sentencia penal condenatoria supone haber destruido la presunción de inocencia y que, a su vez, tal presunción sólo se destruye si existe prueba de cargo regularmente practicada, mientras, por otro lado, están legalmente previstas y se dictan, de hecho, innumerables sentencias penales condenatorias basadas imperativamente en la conformidad del imputado con la acusación, prescindiendo de la prueba o sin que llegue a practicarse prueba alguna. Propongo una “salida” a la situación presente, pero no es éste el lugar de extenderse en el asunto.
[20] Que no es la de la LEC 2000. Su art. 218.1, pfo. primero, objetivando numerosa jurisprudencia anterior, dispone que “el tribunal, sin apartarse de la causa de pedir acudiendo a fundamentos de hecho o de Derecho distintos de los que las partes hayan querido hacer valer, resolverá conforme a las normas aplicables al caso, aunque no hayan sido acertadamente citadas o alegadas por los litigantes.” Es decir, iura novit curia no significa absoluta libertad del juez para resolver, al margen del planteamiento jurídico de las partes, sino capacidad del juez para enmendar errores de cita, de expresión o argumentación, siempre que se respete lo que se entiende que la parte ha querido decir.
[21] “Enteramente utópica —y estremecedora, para personas experimentadas— sería la visión de un aparato estatal o público encargado, no ya de comprobar lo que los ciudadanos y los sujetos jurídicos adujesen como actos ilícitos de toda clase, sino de investigar todo género de ilicitudes, también las civiles y mercantiles, para aplicar el Derecho en todos los casos. Idealmente, podría pensarse en la perfección. Pero históricamente... Quizá estas utopías debieran hacer meditar a quienes, probablemente con buena intención, quisieran atribuir a órganos públicos —a la postre, integrados por personas de igual condición que las demás— todos los aspectos de lo que se denomina ‘hacer justicia’”. V. mi Derecho Procesal Civil., con DÍEZ-PICAZO, cit., § 37, núm. 2.
[22] La LEC contiene, en las diligencias finales, una excepción muy limitada. Permite al tribunal “acordar, de oficio o a instancia de parte, que se practiquen de nuevo pruebas sobre hechos relevantes, oportunamente alegados, si los actos de prueba anteriores no hubieran resultado conducentes a causa de circunstancias ya desaparecidas e independientes de la voluntad y diligencia de las partes, siempre que existan motivos fundados para creer que las nuevas actuaciones permitirán adquirir certeza sobre aquellos hechos.” (art. 435.2).
[23] Me permito reiterar que no defiendo la pretendida pureza de un principio doctrinario —no es “doctrinario” el principio dispositivo, ni su corolario, el de aportación de parte—: lo que defiendo es el debate entre las partes, porque ni siquiera en un proceso penal, en el que se ventila un claro interés público, resulta razonable que el tribunal indique a la acusación o a la defensa lo que podrían proponer como pruebas conducentes. Lo que resulta razonable en el proceso penal es que el tribunal pueda ordenar la práctica de pruebas conducentes y así lo disponía la LECr. Un lamentable entendimiento del denominado “principio acusatorio” ha conducido a sostener que el tribunal del proceso penal no puede decretar, sin instancia de parte, la práctica de pruebas. Si se configura el proceso penal como el civil, ¿acaso no se entiende que, en el proceso civil como en el penal, el interés de una parte por el “esclarecimiento de los hechos controvertidos” es opuesto al interés de la parte contraria y que el tribunal no tiene por qué favorecer un interés sobre otro? Pero en el proceso civil, insistimos, son de ordinario los derechos de Ticio, Cayo y Sempronio los que se ventilan. Si se rechaza que Ticio, Cayo y Sempronio, obligatoriamente asesorados y representados por profesionales expertos, asuman plenamente la carga de hacer todo lo que les conviene, ¿por qué no facultar al tribunal para aleccionar a las partes sobre la suficiencia o insuficiencia de los fundamentos jurídicos? Pero, si se atribuye a los tribunales esas facultades —que son, no se olvide, responsabilidades— ¿para qué los Procuradores y Abogados? Y, si se asumen por los tribunales esos “roles”, ¿podrán cumplirlos, respecto de todos los sujetos jurídicos?
[24] Me parece prudente y bien razonado, p. ej., el trabajo de FERNÁNDEZ LÓPEZ, Mercedes, “Las facultades probatorias del juez civil previstas en el art. 429.1, II LEC”, publicado en la revista jurídica Práctica de Tribunales. Revista de Derecho Procesal Civil y Mercantil, núm. 21, noviembre 2005).
[25] De antiguo tengo escrito (v. “Algunas peculiaridades de las normas procesales, en Revista de Derecho Procesal Iberoamerica, núm. II, 1974; pero, condensamente, en mi Derecho Procesal. Introducción, cit., § 6, núms. 30 a 34) que el tenor literal de las normas en estos extremos resulta poco fiable. En primer lugar y ante todo, porque las normas que facultan al juez, no tienen el sentido de permitirle hacer algo según su libre arbitrio o capricho, sino para cumplir una finalidad legal, sin que sea indiferente que haga o no haga lo que la ley prevé. Si la finalidad ha de ser perseguida y el juez no lo hace, no debe encontrar una seria excusa en un “podrá”. Esas normas pueden ser infringidas y, de hecho, se infringen. En segundo lugar, porque los términos no imperativos (además de a ligereza e imprecisión legislativa) pueden obedecer (aunque no estén plenamente justificados) a que la ley deja al juez la apreciación de los casos en que se podría encontrar en el trance de usar la facultad. La consecuencia es que, a mi entender, una ley que diga al juez que puede dirigir él mismo preguntas al testigo cuando sus declaraciones no le parezcan claras, etc., tiene en realidad idéntico contenido a la que, sobre el mismo supuesto, se exprese imperativamente y diga que el juez pedirá aclaraciones. Se trata, en ambos supuestos, del Erklärungspflicht judicial.
[26] Así lo sostuvo inicialmente la Sentencia de la Audiencia Provincial (AP) de Ciudad Real, de 28 de mayo de 2002. En su Fdto. Jdco. Tercero, decía así: “Si el Juez, constatado el supuesto de hecho del artículo comentado, no revela la insuficiencia de prueba, tal omisión puede constituir fundamento para la nulidad de actuaciones, si finalmente la sentencia desestima la pretensión o resistencia por esa falta de prueba, pues se priva a las partes de una oportunidad procesal, ligada a la actuación que la Ley exige al Juez. Más dudoso es si la no mención de los medios probatorios, resultantes de los autos, que el Juez considere convenientes, puede constituir vicio anulatorio”. Las AAPP han dictado sobre este precepto un buen número de sentencias.
Expresiva también de las cuestiones que el 429.1 LEC ha suscitado, y en un sentido opuesto a la precitada SAP de Ciudad Real, es la más reciente Sentencia de la AP de Madrid (Sección 11ª), de 28 de diciembre de 2007. En su Fdto. Jdco. Tercero puede leerse lo siguiente: “Pues bien, el primer problema que ha suscitado dicho precepto innovador, como consecuencia de su ambigua dicción, consiste en si se trata de un deber o, por el contrario, de una mera facultad del órgano judicial, inclinándose la doctrina científica más autorizada y la denominada jurisprudencia menor -SAP de Murcia de 15 de febrero de 2002, SAP de Badajoz de 3 de mayo de 2002 EDJ 2002/40005 , SAP de Lugo de 29 de mayo de 2002 EDJ 2002/32229, SAP de Pontevedra de 17 de junio de 2002 EDJ 2002/41397, SAP de Navarra de 16 de abril de 2002, SAP de Burgos de 23 de julio de 2002 EDJ 2002/39316, SAP de Alicante de 30 de octubre de 2002 EDJ 2002/63966, SAP de Córdoba de 6 de febrero de 2003, entre otras-, a la vista de su interpretación conjunta, sistemática y finalista, que se trata de una facultad judicial condicionada a la subjetiva constatación sobre la insuficiencia de las pruebas ya propuestas para acreditar los hechos controvertidos, con la finalidad última de convencer al órgano jurisdiccional de la bondad de la pretensión actuada, señalando la citada doctrina jurisprudencial que se trata de una apreciación subjetiva que difícilmente podrá ser objeto de control externo y a posteriori por otro órgano judicial para imponer su propio criterio, sin que pueda servir de fundamento para subsanar la inexistencia de prueba o las propuestas por las partes inadecuadamente, así como que las actuaciones no se pueden retrotraer hasta la proposición de prueba para dar posibilidad a las partes para proponer la necesaria para acreditar su derecho.
“En definitiva, la nueva norma introduce un mecanismo para facilitar la convicción judicial sobre los hechos controvertidos mediante la facultad de integración probatoria, pero no impone al juez un deber de controlar la suficiencia probatoria en la inicial fase de la audiencia previa, ni existe una garantía absoluta que, aun con indicación de insuficiencia probatoria, las nuevas pruebas acrediten los hechos controvertidos, todo ello sin olvidar que la normativa de la carga de la prueba del artículo 217 de la LEC , que opera al tiempo de dictar sentencia, no se halla supeditada al uso de la facultad del artículo 429”. La SAP de Baleares, de 9 de febrero de 2006, sostiene, también en contra de la tesis inicial expresada por la ya citada SAP de Ciudad Real, que, de interpretarse que el artículo 429 impone un deber, el juez debería controlar de oficio la idoneidad de los medios probatorios propuestos, como si se trataran de presupuestos procesales, lo que violaría el principio de aportación de parte.

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